El dolor de los demás o cuando el escritor es un parásito de las desgracias

Portada de la novela./ Anagrama
Portada de la novela./ Anagrama

En El dolor de los demás, el autor murciano deja claro que una novela no soluciona nada, que la vida es jodidamente injusta y que simplemente las desgracias suceden.

El dolor de los demás o cuando el escritor es un parásito de las desgracias

No quería hacerlo.

La novela de Miguel Ángel, junto a una biografía de Mary Shelley, han  formado parte de mis últimas noches de insomnio. Diré a mi favor que hay siempre una desazón iluminadora en alguien que utiliza el insomnio para leer en silencio, una acción que sobrecogió a San Agustín cuando fue a buscar a su maestro y lo encontró delante de libro, en actitud meditativa y sin despegar los ojos de las páginas.

Una amiga me pidió que lo hiciera, que leyera la nueva novela del autor murciano para presentarlo el próximo enero en Callosa. Huyo de las novelas cuyas reseñas se repiten y se convierten en panegíricos insoportables, en flores a María, en "obras cumbre" y en "la mejor novela de esta década", o cuando hasta un Kiko Matamoros lo recomienda, o cuando las redes sociales se atiborran de un glamour enfermizo alrededor de obra y de autor.

Entrevisté dos veces a Miguel Ángel hace unos años, lo presenté en Orihuela junto a unos amigos, reseñé sus anteriores trabajos en diversos medios con mi acostumbradas limitaciones de aprendiz de Barthes. Pero Miguel Ángel me olvidó por completo.

Incluso antes de ser publicada, amigos del autor (entre los que no estoy) y escritores afines (entre los que tampoco estoy) comenzaron a alabar su trabajo en las redes.

Yo sabía que existía la novela. La busqué varias veces en el FNAC, pero sentí los celos y el miedo de quien no necesitaba El dolor de los demás para medirse como narrador y como crítico, sobre todo cuando estaba involucrado en artículos y trabajos sobre el Grupo de Bloomsbury. Pobre idiota.

  ¿Por qué no decirlo también? Me dolió que Miguel Ángel se olvidase de mí. Todos los días llegan a mi casa poemarios y novelas de autores que confían ilusos en mi criterio. Tengo que desechar la mayoría de obras. Y no me hace ninguna gracia. Trabajo e hijos me lo impiden muchas veces. 

Miguel Ángel se había olvidado de mí después del empeño que puse en estudiar sus anteriores trabajos, radiantes, aunque con altibajos, pero radiantes, con un regusto a innovación que este jodido país necesitaba para su jodida narrativa que, después de Cela y Goytisolo, había caído en la mayor de las lasitudes; un síntoma del callejón sin salida en que se ha convertido esta sociedad para la mayor parte de las familias. Lo veo en clase todos los días.

Finalmente, acordé con mi amiga María presentar a Miguel Ángel. Insistió y accedí. Pero no quería hacerlo.

Con el morro que a veces me caracteriza, escribí al autor para pedirle la novela. Humillante quizá, pero no estaba dispuesto a comprar El dolor de los demás. Miguel Ángel se había olvidado de mí. Pataleta de niño pequeño. Si no la conseguía de ese modo, se la pediría a María con el mismo morro. El grupo de Bloomsbury acechaba. Y todavía lo sigue haciendo. Llevo dos años ocultándome de actos culturales y presentaciones de libros. Hastiado, cansado y derrotado por no saber cómo reconducir mi propia vida literaria, tampoco me apetecía volver a los escenarios, sobre todo cuando la pandemia de títulos a diario te abruma y cuando el mejor libro del año para Babelia es siempre la novela de Javier Marías. Joder, los críticos en este país leen muy rápido. Tendrán un club de lectura para ellos solos. Al menos los del Babelia.

Y toda esta bazofia esquizoide, ¿para qué?

El insomnio conlleva esta mierda y lo que tenía claro es que no iba a  caer en la típica reseña de flores a María. He hecho muchas por compromiso y estoy muy arrepentido.

En estas noches que me he acercado a El dolor de los demás he tenido sentimientos encontrados. Me encanta esta frase. Tan típica como absurda. Hay una parte de la biografía de Miguel Ángel que ahí se retrata, suponiendo que no sea una biografía ficcionada, que es un calco a la mía.

Pero yo sí que acabé en un seminario. Mi abuela era de Puente Tocinos y parte de mi infancia ha estado vinculada a la huerta y a los mataderos. No tuve un amigo como Nicolás, pero reconozco el dolor de las pérdidas en gentes que han nacido con el estigma del exceso, del exceso para el trabajo, para las creencias y las supersticiones, con el estigma del exceso para la violencia y para no olvidar. Como escribe el autor de la novela, las gentes de la huerta son así.

Leí El dolor de los demás según me despertaba de madrugada para volver a sumirme en el sueño. De alguna manera, personajes, investigación y estructura fueron interiorizándose en una clase de particular introspección que, en muy pocas ocasiones, he experimentado con otros trabajos literarios.

La novela no decepciona, pero casi lo hace en mi caso. El morbo te atrapa al principio. Quieres saber qué sucedió realmente con las muertes de esos adolescentes, aunque sabía que, si Miguel Ángel había tramado un mero thriller, el trabajo podría ser más que decepcionante.

Perdí la atención del texto a mitad de la novela. Los que jugamos a ser críticos somos así; una frase, dos frases o algunos párrafos de connotaciones melodramáticas bastan para que un libro deje de gustarte. Odio esas frases construidas expresamente para evitar que el lector se pierda en una historia que podría armarse de mayor complejidad. Estuve a punto de no seguir leyendo un jueves sobre las tres de la madrugada.

No tengo la fascinación de Díez de Revenga por desgracia. He envejecido antes de tiempo. Mi mujer me lo repite cada mañana.

Pero, de repente, hay un momento en que Miguel Ángel se muestra tal y como es en sus anteriores trabajos, y comienzan esas otras frases donde arte, literatura y periodismo se confunden para confundir al lector, para que nos demos cuenta de que el asunto que hay detrás de la obra es mayor que el propio crimen.

Y entran esos temas que, particularmente, me obsesionan, me hacen complejamente feliz a la par que insomne; cómo los espacios quedan ahí, sempiternos, pese al paso del tiempo y las muertes, que todo se vacía y se llena al mismo tiempo de unos significados que solo nosotros somos capaces de representar con dolor sincero, que un novelista tiene derecho a dudar si, al escribir, está usurpando la dignidad de los ausentes, la serenidad de una memoria que merece seguramente el duelo del olvido.

Los interrogantes se agrandan cuando aparece la foto del carromato y comienza ese debate visceral y rotundo al que pocos novelistas se atreven a enfrentarse; hasta qué punto un escritor no es un parásito de la realidad, hasta qué punto un escritor está legitimado a sacar a la luz y a desbrozar el dolor ajeno y colectivo, aunque el mismo escritor formase parte de ese duelo que compartió con toda la comunidad.

Y es ahí cuando la novela se convierte en la novela que yo andaba buscando desde el principio, cuando se habla del monstruo, cuando la amistad se diluye voluntariamente e involuntariamente delante de una lápida, del mismo modo que el autor se diluye delante del paisaje del río, un escenario de tránsito entre el hombre que recuerda la turbulencia de una niñez que le hizo madurar deprisa y ese escritor que reconoce que el mal sencillamente sucede, y que no hay mayor escritura que aquella que resulta frustrante, pero iluminadora para el lector.

O que lo inacabado está, por suerte o por desgracia, acabado, que los muertos se quedan ahí, bajo la tierra, y que lo que sobrevive en el texto no es más que un intento de purgar la infelicidad de estar vivo con el lastre de demasiadas preguntas.

Te jodes. Nos jodemos. Y Miguel Ángel lo sabe. Ser escritor es ser un parásito de las desgracias ajenas, del pulso contra la vejez, la enfermedad y la violencia. Que la tragedia auténtica fue la de la Rosi y la del Nicolás, no la del escritor que se mira el ombligo y naufraga en divagaciones para dar con un thriller poderoso. No, lo bueno de esta novela es que el autor (el autor y personaje) se percata del error y tiene que tomar aire, mirar al frente y seguir con lo inexplicable sobre los hombros. Que una novela no soluciona nada, que la vida es jodidamente injusta y, si intentas traducirla, acabarás jodiendo a los demás, entre ellos, a quienes ya no están, porque simplemente las cosas sucedieron así y quizá el mal que los atenazó fue tan azaroso como el hecho de que, años después, Miguel Ángel quisiera dedicarle un año de su vida a escribir sobre las connotaciones de la desgracia. Y eso es revelador, terriblemente revelador.

Enhorabuena, Miguel Ángel. Nos vemos pronto porque ahora quiero hacerlo. Qué mal suena este final.

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