El desencanto, la cruda realidad de una familia herida para siempre

Fotograma de la película El desencanto, de Jaime Chávarri
Fotograma de la película El desencanto, de Jaime Chávarri

Parece como si, en los tres hermanos, de forma más precoz o más tardía, hubiera surgido una voluntad que era tan belicosa con el complaciente mundo burgués, como autodestructiva.

El desencanto, la cruda realidad de una familia herida para siempre

El desencanto (1976, Jaime Chávarri) sigue pareciéndome hoy una película transgresora, aunque la pose epatante de sus protagonistas masculinos les haga decir lo contrario. Así lo expresó Michi Panero en Después de tantos años, la secuela que, en 1994, dirigiera Ricardo Franco. Tal vez nunca antes se había mostrado tan crudamente la miseria moral de una familia verdadera, con la particularidad de que esta estaba presidida por un personaje tan representativo de las actitudes del régimen franquista como lo fue el poeta Leopoldo Panero.

La pertenencia de la película al género documental, por el hecho de carecer de ficción y estar construida sobre la espontaneidad de unos personajes reales, no es óbice para que sus protagonistas realicen una gran creación de sí mismos. Cada uno de ellos interpreta a quien cree ser, a su imagen más intensa en el ámbito de la insumisión que pretenden. Su grado de histrionismo alcanza en muchos momentos lo esperpéntico. Cada demoledora palabra está acompañada por la correspondiente ampulosidad.    

La madre, Felicidad Blanc, como contrapunto a sus hijos, adopta unas maneras suaves, una mirada suspendida en una firme voluntad de tregua, de reacción no contagiada por el ardor de la ofensa. Su discurso está hecho también de voluntad literaria, pero esta se devana en un tono lírico que busca remansos que puedan oponerse al conflicto y a la espereza que de sus hijos es depositaria.

Juan Luis, el primogénito, anda perdido en su personaje, enzarzado en su excentricidad; y, como sus hermanos, se muestra compulsivo, apremiado en su nerviosismo. Sus referentes son los malditismos literarios. Por eso payasea inocentemente, sin poder llegar a epatar salvo a los más prejuiciosos e impresionables. De hecho, resulta un tanto patético, especialmente cuando sabemos que ese intento de rodear con el resplandor del artificio su obra poética, al decir de su hermano Michi, no ha dado resultado, sino que su poesía se ha visto superada por Leopoldo María, el más extremado de los hermanos.

Michi, el más joven, tal vez por estar más liberado de una aspiración literaria concreta, es el que parece menos necesitado de afirmarse en la irreverencia. Por otra parte, al tener solo diez años en el momento de la muerte de su padre, fue el que resultó menos afectado por las miserias familiares de entonces. Cuenta que los tres días siguientes a ese deceso se los pasó llorando, gritándole a todo el mundo: “¡Éramos tan felices!” En cualquier caso, él, que en el momento de la película tiene veinticuatro años, parece el miembro de la familia menos herido y más centrado, y ello se traduce en el trato más dulce —aunque tampoco exento de crítica— con su madre. Sin embargo, casi cariñosamente, Leopoldo reconoce en su hermano menor una esquizofrenia, y no se lo dice como afrenta, pues considera —o eso dice— esa dolencia psiquiátrica como un interesante aditivo personal. En Después de tantos años, vemos el grave deterioro que Michi ha sufrido, tras una vida plena de excesos. Impresiona su prematuro estado maltrecho, tanto físico como mental.  

Leopoldo María es el vencedor en esa carrera de extravagancias y de demencias, porque va mucho más allá de la mera pose, se lanza sin red a lo oscuro, parte de un impulso muy real. Su hermano Michi nos cuenta sus dos más graves intentos de suicidio, de los que sobrevivió de milagro, tras sendos periodos de estar en coma, y los compara con los más literarios de Juan Luis. A este, Leopoldo lo califica de paranoico. Es evidente que no se llevan bien, que no se ven (en la secuela de Ricardo Franco vemos como los tres hijos, en diversos grados, no reconocen entre ellos un vínculo que vaya más allá de lo ocasionalmente tangencial, el mero accidente de llevar la misma sangre, una relación que en absoluto tiene por qué inducir al afecto).

Leopoldo no es nada indulgente con su madre, con esa mujer que tanto ha sufrido sus despropósitos, que lo ha acompañado por las cárceles y los sanatorios mentales. Le reprocha que lo ingresara en uno de esos centros después de un intento de suicidio. Lo que más odia él en su madre es que, en lugar de intentar indagar y comprender los motivos de aquel drástico acto, lo depositara allí, escandalizada, sobre todo lo demás, por el descubrimiento de que él fumara grifa. Felicidad intenta defenderse. Reconoce que no lo hizo lo suficientemente bien, pese a su voluntad de ayuda, pero pide clemencia desde la base de situar su actitud en su contexto social, en su tiempo. Y, ante ese alud de recriminaciones, consciente de estar siendo grabada para la posteridad, en ese humillante vapuleo, sin mirar a la cámara ni a sus hijos, se dirige a los espectadores: “Yo quisiera preguntarle a mi generación quién de ellos habría comprendido esto”. Pero esa exculpación no le sirve a Leopoldo: “Lo que tú llamas debilidad yo lo llamo cobardía”. Y ella sigue humildemente defendiéndose: “¿Y no crees que yo haya cambiado?” Ante lo que su inmisericorde hijo le espeta: “Yo creo que tu capa de comprensión es absolutamente superficial”. Pero, finalmente: “Yo tampoco quiero acusar a nadie sino desmantelar la leyenda épica de la familia que seguro se habrá contado en esta película”.

Parece como si, en los tres hermanos, de forma más precoz o más tardía, hubiera surgido una voluntad que era tan belicosa con el complaciente mundo burgués, como autodestructiva, en una especie de venganza, de muestra, ahora obscena, de una degeneración y de una sordidez que ya estaba antes presente, de un modo distinto —aunque con puntos comunes como el alcoholismo— en su padre, pero que había sido bendecida hasta entonces por la hipocresía más reaccionaria.

Leopoldo, ya desde pequeño, había liderado festivas insurrecciones en el colegio. “El colegio es una institución penal en la que se nos enseña a olvidar la infancia”. “En la infancia vivimos y después sobrevivimos”. Cada una de sus afirmaciones pretende romper los moldes del asentamiento de lo sensato: “He terminado en el fracaso más absoluto. Lo que pasa es que el fracaso es la más resplandeciente victoria”. “Como decía Artaud, yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”. “La cárcel era una hermosura toda ella”. Y no le duele herir a su madre con sus palabras, a ella que las encaja con un gran esfuerzo de serenidad y entereza: “En el manicomio de Reus, me la chupaban los subnormales por un paquete de tabaco”.

El desencanto supuso una aislada aparición de un “destape” alternativo al de la carne, que entonces empezaba. La descripción de las miserias de una familia se hacía sin ningún remilgo y con un deseo no reconocido de provocación. Lo que se revela, en esas imágenes y en esas voces tan reales, es la pudrición que había permanecido oculta tras las máscaras que imponía el franquismo, pero que, recién llegada la democracia, había de aprovechar la oportunidad de airearse, de mostrarse honestamente descarnada. Nosotros, los que, en su momento, contemplamos atónitos esta especie de reality show adelantado a su tiempo —lúcido y verdadero como no lo son los de ahora—, no nos veíamos capaces de hacer apenas aquello para lo que parecía que se nos había convocado, y que era emitir un juicio sobre unas enconadas colisiones que representaban el desvelamiento de una verdad global reiteradamente escatimada. Estábamos demasiado confusos en la sorpresa, detenidos en un hiriente e incomprensible deslumbramiento. Esta película nos marcó. Y, con el tiempo, uno la revisa y tampoco deja de conmocionarse al contemplar esa destrucción familiar que es a la vez la pertinaz de cada uno de sus miembros, ese vario dolor aullando de desesperación y de vana inteligencia, mientras Leopoldo Panero, el insigne poeta de Astorga, descansaba en su tumba; en paz.      

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