La cueva y las estrellas

Estrellas recién nacidas, NGC 602 del año 2007. / Hubble
Estrellas recién nacidas, NGC 602 del año 2007. / Hubble
Una pequeña historia inventada que podría ser la de cualquiera de nosotros. / Relato literario

Los humanos hemos vivido bajo el influjo de las estrellas desde que el mundo "es mundo". Los astros eran nuestro cielo y, poco tiempo después, la cueva fue nuestro hogar. El hombre intentaba comprender su lugar en él. No tardaron en surgir los símbolos: en la cueva, las pinturas rupestres, para conjurar la caza, y en el firmamento, el asombro del hombre primitivo ante los innumerables puntos de luz enganchados a un manto azul marino.

Nuestros padres remotos sintieron tal sobrecogimiento que, buscando una explicación a semejante maravilla, comenzaron a adorar al dios sol. Así nació la poesía y la música: intentando comprender el mundo. Creando unos símbolos que abarcasen un mundo caótico, más todavía ayer que hoy. ¿Era nuestro antepasado remoto como nosotros? Ni de lejos. Pero seguro que se quedaba pasmado ante un mundo que no comprendía y se esforzaba por entender. Igual que seguimos haciendo nosotros.

A años luz de nuestros antepasados de las cavernas, seguimos en la cueva. Hemos sustituido la cueva física por la mente. El mito de la caverna sigue entre nosotros.

Vas caminando por la calle, cruzándote con esta y aquella persona y ni te das cuenta. Pasamos por el lado de un ser humano como nosotros sin verlo (ahora más, a causa de las mascarillas), reviviendo una y otra vez nuestra vida pasada, anticipando la futura. Permanecemos en nuestras cuevas, nuestras cabezas y mentes, cargando con mochilas muy pesadas, las creencias que nos han inculcado y que seguimos atesorando, conservando. Cuando la duda o la posibilidad de algo nuevo y mejor surge en tu mente, ¿qué haces? ¿Te limitas a desechar la idea como a un mosquito molesto, o permites que siga ahí, pese al incómodo zumbido? 

Quedas a tomar algo con tus amigos, pero alguien nuevo se une al grupo. Una persona que no soportas. Por más que Carlos, tu amigo de toda la vida, te dice que es estupendo, ese nuevo individuo te exaspera y sigues rumiando su estupidez al volver a tu casa. Entra las cuatro paredes del salón (tu cueva, nuestra cueva urbana) rumias sus gilipolleces con la convicción de estar en posesión de la verdad, mientras tu esposa te comenta algo en lo que no reparas y tu hijo pequeño te pide que le cuentes un cuento antes de dormir.

Pasan las horas y te quedas solo. Silencio en la cueva. Ese silencio te pilla desprevenido, y te preguntas qué ha pasado, por qué durante todo ese tiempo no has podido desconectar. Tu mujer se ha acostado y tu niño duerme profundamente sin que le hayas contado un cuento. ¡Para cuentos estás! Pero el silencio sigue presente. Te levantas, y comienzas a observar las estrellas que hay en el cielo. ¿Tendrán ellas la respuesta a tu malestar? En alguna balda de la estantería debe haber algún libro de filosofía. El mito de la caverna, de Platón, lees. Le echas un ojo con desconfianza, tampoco estás mucho para filosofar. El rostro del estúpido amigo de Carlos lo tienes aún entre ceja y ceja. ¡Será gilipollas el tío ese! ¿Cómo puede pensar lo que piensa? Te exasperan sus creencias políticas, sus ademanes (confiados según Carlos, prepotentes para ti); hasta la forma de coger su copa de vino te parece estúpida. Con un resoplido, abres el libro y comienzas a leer. Para cuando has terminado sigues de mal humor.

¿A qué se refiere Platón con el mundo de las ideas? Tus ideas, te dices, las tienes bien asentadas en tu cabeza. No necesitas salir de ninguna cueva como propone Platón. Quien está en una cueva es Max, el estúpido de Max, cuyo verdadero nombre ni siquiera es ese. Ries entre dientes, porque no tienes otra cosa mejor que hacer, y lanzas el libro contra la pared de enfrente, agotando todos los cartuchos para hacer frente a tu rabia, a tu incapacidad para deshacerte de ella. Con las luces apagadas el libro sigue ahí, en el suelo. Ves que sigue ahí, pero solo ves sus sombras. 

Las dos de la madrugada, sin dormir y sin sueño. Por culpa del gilipollas de Max. Te das la vuelta para ir a la cama, y al girarte percibes que el libro sigue en el suelo, y sigues viendo su sombra, pues está a oscuras. Para cuando te metes en la cama una duda planea por tu mente, diciéndote que lo que has creído ver no es la verdad de las cosas, solo una apreciación. No has visto el libro, sino su sombra. Te sientes incómodo, y razonas para ti mismo que estaba a oscuras. La luz del salón estaba apagada, de noche todos los gatos son pardos… Todas esas cosas que escuchamos decir a los demás y nos tranquilizan. ¿Qué verá tu amigo Carlos de bueno en el gilipollas de Max? Un bufido despierta a tu esposa. 

– ¿Te pasa algo, cariño? 

– No, dices en susurros. Duerme, le exhortas, cuando sabes que te lo deberías decir a ti mismo. Vuelves a girarte y, al hacerlo, contemplas la luz de las estrellas de nuevo. Piensas que sería bonito salir de la cueva de la que hablaba Platón varios siglos antes del nacimiento de Cristo.

Sí, te dices. Sería precioso contemplar sin interferencias las estrellas.

Esta pequeña historia es inventada, pero podría ser la de cualquiera de nosotros. Nos creemos nuestras propias historias, echando la culpa casi siempre al otro. El mito de la caverna nos dice en esencia que para que un hombre salga de su ignorancia debe salir al exterior (la realidad) de la cueva (nuestras opiniones y creencias). Platón utiliza en su relato el fuego y la luz como inspiradores de un cambio de conciencia, algo parecido a la iluminación. Cuando el hombre que se ha liberado de sus cadenas por salir al exterior de la cueva quiere sacar a sus compañeros que siguen en ella, contándoles la realidad de lo que ha visto se muestran violentos con él. ¿Cuántos de nosotros no nos hemos mostrado violentos cuando se nos intenta corregir de un error, incluso aunque sepamos que es verdad? 

En la Alegoría de Platón, Sócrates conversa con Glaucón y le cuenta el mito, o sea, la historia de la cueva.  A grandes rasgos un glaucoma es una lesión del nervio óptico del ojo que en sus formas más graves puede producir ceguera, pero nuestro miedo a ver es todavía peor. El mito de la caverna sigue presente, y pensamos que es el otro el que lo padece. 

Para llegar a las estrellas hay que poner voluntad y persistencia. La luz no se alcanza de un día para otro. Primero hay que acostumbrarse a permanecer "fuera de la cueva", acostumbrar los ojos a la luz de una realidad aparentemente cegadora. Basta con comenzar a ver, quitar alguna piedra de la mochila con la que cargamos, aligerar nuestras espaldas para caminar más rectos.  A día de hoy sigue emocionándome el mito de la caverna y su profundo simbolismo, aunque no estoy de acuerdo con Platón en el método de adquirir más luz, de acercarse a ella, o no del todo. Porque en términos simbólicos lo único que nos separa de la luz (nuestra propia luz) es la duda, y la duda está en nuestra mente. Eso daría para otro artículo al menos. @mundiario

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