Conversaciones con la Marquesa de Merteuil

Glenn Close como la Marquesa de Merteuil en la película Las amistades peligrosas
Glenn Close como la Marquesa de Merteuil en la película Las amistades peligrosas
La autora imagina una entrevista ficticia con el clásico personaje de la novela Las relaciones peligrosas, interpretado en cine por, entre otras, Glenn Close
Conversaciones con la Marquesa de Merteuil

El día de Navidad un amigo me regaló un booknook. Para los que no saben, es un recoveco que se ubica en las bibliotecas, entre los libros, como pequeñas puertas o espacios imaginarios.

Lo puse en un estante entre las novelas del siglo XVIII y XIX. La biblioteca que se abría en ese pasillo era infinita. Los primeros libros repetían,  en espejo, los que yo tengo en mi estante. Me deslicé en él, como si fuera Arthur, el de los Minimoys.  Fui a caer al lado de “Relaciones peligrosas” la novela epistolar de Ch. de Laclos. Entré. La Marquesa de Merteuil estaba sentada en un escritorio barroco, frente a una lámpara de cristal. Escribía una carta mojando la pluma en un tintero posiblemente de peltre, labrado. Estaba irritada.  Pensé que el horno no estaba para bollos, por eso no moví un pelo. Pero me vio. Se sobresaltó. Cuando ya estaba por llamar a su criada para que me sacara a la calle como a una infiltrada pordiosera, le rogué que esperara, que solo era una lectora. Dijo: “Un lector, dirá usted” —mirando con desconfianza mis jeans. Después me pidió educadamente que me retirara. Estaba en esos momentos en que la invadía un odio ilimitado hacia Valmont y hacia todos los hombres.

Le dije que la podía ayudar, si es que, como dijo en una de sus cartas, había nacido para vengar a su sexo. Le conté que yo vivía en el siglo XXI, y que colaboraba con un diario y, que si me permitía una entrevista formal, sus ideas podían ayudar a las mujeres de mi época.

Si bien a la Marquesa le sobra inteligencia, imaginación y astucia,  le costó entender cómo había gente que leyera la novela de Laclos tres siglos después. No quise ni mencionar que MUNDIARIO no iba a publicar nuestra charla en un periódico de papel, porque ni yo lo hubiera entendido hace cuarenta años. Me empezó a prestar atención cuando le dije que lo que habláramos se iba a leer doscientos treinta y ocho años después, cuando todos los personajes con los que ella estaba involucrada estarían muertos. Podía expresarse libremente. Tocó la campanilla y me invitó con un té.

Mientras lo esperábamos, me preguntó qué pensaba de Valmont. Le dije que no lo encontraba tan irresistible como la mayoría de las mujeres de su siglo. Pero que a lo mejor era porque mi imagen era la de John Malkovich, el actor que hizo de Valmont en la película. Quiso saber si yo le decía película al teatro. Dije que sí.

Me había metido en un camino difícil, entonces di por comenzada la entrevista.

— No está obligada a contestar, pero ¿usted sigue enamorada de él?

— Por supuesto que no voy a contestar, ni aunque se lea mil años después. A una le costó  mucho lograr independencia y prestigio. Aparte, mon chérie, ya hemos vivido bastante como para creer en el amor. ¿Usted a qué se refiere con amor, a esa pasión que dura el tiempo en que todos son obstáculos, pero una vez que nos entregamos por entero, desaparece? Para el hombre cada victoria despierta una nueva conquista.

—¿Para usted no?

— Si. Pero mis victorias no se limitan a lo sexual.

— En mi tiempo es difícil entender el concepto de que una mujer “se entregue a un hombre”. Es un intercambio mutuo. Sexual, o cualquier otro.  Fue así en su época, y en el siglo XIX.  Me gustaría que leyera “Mme Bovary”, o “La Regenta”, pero tendría que vivir cien años más.

—Ni necesito, ya me imagino, serán esas tontas como Mme de Tourvel, tan inquebrantables, tan virtuosas que vuelven locos a estos libertinos. De verdad no puedo creer que Valmont se esté enamorando de ella. Hasta que caiga, la pobre infeliz.  

— A la mayoría de esas heroínas, cuando caen,  no les queda otra que el suicidio, o morir de tristeza. Mire, le voy a contar: Emma, la Bovary, se envenenó, Anna Karenina, la rusa, se tiró debajo de un tren, y la otra Ana, la Regenta, tenía unos ataques de nervios incontenibles. Y hay muchas más, Marguerite Gautier, Ellennore, la de Adolphe…

—¿De cuando me dice que son esas novelas?

— Todo el siglo XIX está plagado de esas historias. Le confieso que son mis favoritas.

— ¿O sea que hay que soportar a estas Tourvel, cien años más?

— Así es, y casi no hay mujeres con su esprit en todo ese período literario. Me parece que el vizconde, a pesar de haber sido su amante, la tiene siempre presente.

— Porque lo mantengo a prudente distancia, incluso lo uso para vengarme de otros.  Me divierte jugar con él. Mi querida… ¿cómo es su nombre?

— Vicky, Vicky Rego.

— Mi querida Vicky, ¿no cree que las mujeres somos infinitamente más hábiles que los hombres? Y más valientes, por supuesto.

— Si me permite, yo creo que usted se arriesga demasiado.  ¿Piensa que esa rivalidad entre ustedes, está planteada en igualdad de condiciones?

— De ninguna manera. Él tiene privilegios que yo no tengo. Hoy somos  enemigos, a veces cómplices, pero la desigualdad social es inadmisible.

— Explíquese por favor, me interesa.

—Él puede hacer alarde de su comportamiento libertino y gozar incluso de cierta reputación, simplemente porque es hombre. Yo, en cambio, que tengo un título nobiliario y soy viuda, se supone que debo ser impoluta. Usted dirá que soy hipócrita, pero no me queda otra. Rivalizar llevando una doble vida, se me hace muy difícil. Tengo que desplegar estrategias que él jamás necesita.

— Recuerdo una de sus cartas en las que le hablaba de la distancia que había entre los dos “ni todo el orgullo de vuestro sexo bastaría para anularla”, le decía. Y después: “Si en medio de estos tumultos frecuentes, mi reputación se ha conservado pura, ¿no habéis llegado a la conclusión de que, nacida para vengar mi sexo y dominar el vuestro, he sabido crearme medios desconocidos incluso para mí misma?”

—Impresionante memoria.

— Es que la leí muchas veces. Le confieso mi admiración, me gustan las personas inteligentes,  aunque por momentos usted me da miedo, puede ser maquiavélica. Dígame, ¿cómo pudo ocurrírsele que el vizconde corrompiera a esa pobre niña, Cécile de Volanges,  hija de su amiga, un ángel, sólo para vengarse de su ex amante?

—A mí ningún hombre me abandona sin pagar su precio. Y le confieso que me dio más placer devolverle su virgencita desflorada que todos los que me dio él en la cama.

—Lo que no puedo entender es su relación con el enamorado de Cécile, el caballero Danceny, un joven tan inocente.

— Los años se me vienen encima, ¿a usted no le pasa? Danceny fue una forma de sentirme vigente.

—Usted cree que hay desigualdad, pero es la contracara del vizconde. Quiero decir, es igual en su bajeza. ¿No tiene remordimientos?

—La culpa la inocula la religión, y conmigo no ha podido. Mi felicidad se nutre de mis victorias sobre contrincantes intelectualmente difíciles. Y ahora, si me permite, necesito descansar.

— ¿No será que quiere evitar que hablemos sobre el final?

— No pretenda ganarme este combate de esgrima. Ni me ha rozado todavía. Suerte con su nota, mon amie. @mundiario

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