Consonante materia, la poesía contemplativa de Juan Ramón Torregrosa

Detalle de la cubierta del último poemario de Juan Ramón Torregrosa
Detalle de la cubierta del último poemario de Juan Ramón Torregrosa.

Aquí asistimos a un insistente canto a la potencia de la vida, un canto que, desde la sencillez, quiere ser digno de ella.

Consonante materia, la poesía contemplativa de Juan Ramón Torregrosa

Consonante materia (Editorial Balduque, 2019)  ha sido mi primera y feliz aproximación a la obra poética del guardamarenco Juan Ramón Torregrosa. Y me he encontrado con una poesía minimalista, cercana al haiku, de una gran intensidad contenida en la dicción escueta. Se divide este poemario en cuatro apartados con el nombre de cada una de las estaciones del año. Cómo no, el primero es el de la Primavera y encontramos en él los versos más sensoriales, la mirada más ceñida al continuo acontecimiento de lo natural. Junto al poeta miramos y sacralizamos el detalle amigo de la perpetua existencia: “Mira cómo ese lirio se ilumina. / Parece que nos sonríe”. En una personificación que se repite: “El viento que no para, / travieso como un niño”.

 

Porque la naturaleza nos ilumina y nosotros le correspondemos con esa extrema empatía y compasión oriental ante todo lo que vive, como en ese poema dedicado a la hormiga: “Ten más cuidado. / ¿No ves cómo se afana, / retrocede, / regresa, / lucha con los obstáculos? ”. Es la idea de la contemplación de lo bello, de la no injerencia en las cosas, desde el total descarte de su posesión, eximidos de la perturbación del apego: “¿Para qué nuestro anhelo / de ascender a la luna / si ya su luz / desciende hacia nosotros, / ilumina la noche?”. Es un canto a los inagotables prodigios de lo natural, a la versátil consumación de los ciclos, a sus humildes y portentosos trabajos. Es maravillarse ante lo obvio y escribirlo sin añadida complejidad, midiendo la escueta exactitud que da luz al lenguaje.

Aquí asistimos a un insistente canto a la potencia de la vida, un canto que, desde la sencillez, quiere ser digno de ella: “Si la vida tenaz, / inquebrantable, / habita los desiertos, / trepa montañas, / se oculta en los abismos, / qué no hará / el poema”. Estas cortas composiciones no tienen título (alguna vez, entre paréntesis, el nombre de un pintor o del lugar al que se homenajea), un título que podría propender al encierro de unas palabras concisas que debieran fulgir en el centro de lo ilimitado.

El poeta abunda en la búsqueda de la pureza, en la mirada antigua, anterior a todas las clasificaciones: “Antes de los relojes / el tiempo lo era todo / y era nada: / el latir / de un corazón, / el trino de las aves, / el aire respirado. / El mundo y tú, / antes de los relojes”. Los versos, como los poemas, son cortos. No pretenden desarrollar una idea sino describir la captación instantánea, la visión de la eternidad alcanzada en la abierta confluencia entre la realidad y el hombre. Se declara aquí la aquiescencia con la sustancia de la vida que se despliega ajena a nuestras insistencias egoicas. Es la gran modestia de lo necesario, la recepción de la existencia como verdad que supera al deseo.

Si la poesía es detenimiento, estos versos nos descienden del tren de los vanos anhelos, y nos presentan, en su plenitud, el paisaje que nos redime de nuestra ansiosa mirada. Nos alzan el mirar y entonces vemos: “El universo, / que nunca se detiene”. Lo que nos circunda y no advertimos apenas, tapados por el irrestañable afán. Todo es aquí enunciación de lo que llamamos obvio y que, sin embargo, precisa, de la depuración de la invisibilidad que nos persigue. Se trata de crear la cadencia que enaltece, que torna el objeto vivo en sagrada encrucijada.

Y, leyendo estos sucintos poemas, podríamos preguntamos, desde nuestra utilitaria impronta, ¿es esto suficiente? ¿Qué diferencias hay entre la mera anotación de lo perceptible y sus trascendente ser? La respuesta la tenemos al comprobar cómo la palabra revive la imagen y la emplaza en lugares inopinados a través de los escasos signos que se posan en una página. Se avanza desde el funambulismo que, desde la altura, se opone a la caída en la nada: “Instante efímero que el arte / retiene más acá del tiempo, /más allá del olvido. / Imagen detenida / de una y de todas las rosas”. Porque a veces es la escueta consignación, el nombramiento de una sensación acaecida no sin trascendencia, el pálpito de una oración que se pronuncia en silencio.

En Otoño encontramos algunas perlas de una sabiduría tan clara en principio como ulteriormente  enigmática: “Tan lento / el caracol. / Su andar / tan leve. / Y siempre llega”. O: “¿A dónde vamos? / ¿Falta / mucho para la meta? / pregunta el joven monje / al Maestro. / Ya estamos. / Aquí, ahora”. Poco a poco, en esta parte, se va incorporando la presencia humana, por delante de la mirada, no ya solo detrás: “Sueñas labios gozados, / emociones vividas, / despierto, en duermevela, / qué irreal  la penumbra / que te envuelve, / el día que comienza”. Es el hombre que acepta: “Resígnate. / No pidas  / imposibles. / Nada ganas y pierdes / lo mucho que te queda / por gozar”.

Esa observación desde fuera, ese Testigo que somos y no somos nosotros mismos. La incorporación del yo, ese yo esencial, que se desvela en lo quieto, ese yo que está cerca del misterio, que acata los tránsitos oscuros: “Sin noche, / cómo gozar del día. / Sin sombras, / de la luz. / La mirada lo dice, / los cuerpos lo proclaman”.

Escribir es penetrar la vida: “Días, meses sin escribir / sin ver la vida”. Con el otoño, con el invierno, se mira más hacia adentro, se descubren otros recogimientos más estériles: “Alicaído, / el canario no canta. / El día, gris. / La casa, / muda y ausente. / Es otra jaula”. Pero también lo contrario: “El mundo / es ancho y diverso. / Misterioso, / fascinante. / También tu jardín”. El ciclo se completa. La bella palabra se acompasa al pausado tránsito de lo primordial. @mundiario

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