Sobre Columna del Miedo, de Eduardo Boix: el dolor en la Guerra Civil

Cubierta del libro "Columna del miedo", de Eduardo Boix
Cubierta del libro Columna del miedo, de Eduardo Boix.

Once relatos impregnados por el sutil o clamoroso aliento de las amenazas, entre las que la bondad puede a veces sobrevivir, terca frente al vendaval de los odios.

Sobre Columna del Miedo, de Eduardo Boix: el dolor en la Guerra Civil

Del fructífero filón literario de la Guerra Civil, destacaría A sangre y fuego, de Chaves Nogales, así como Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, por citar dos de los libros que más me impresionaron por su calidad literaria y por su capacidad para describir, sin que se impusiera el prejuicio de la ideología, aquel acontecer trágico y sus secuelas. Eduardo Boix, en su Columna del miedo, toma el relevo de aquellos escritores que optaron por las formas breves del relato, y nos ofrece once historias que muestran otras tantas dramáticas peripecias de sus protagonistas, hombres y mujeres fatalmente damnificados por nuestra Guerra Civil. Algunos de estos personajes —o sus descendientes— reaparecen en cuentos posteriores, a la vez que encontramos alguna simultaneidad en los sucesos. El autor, con estos mimbres, tal vez hubiera podido realizar una novela coral que atravesara esos años convulsos, pero me parece que ha acertado plenamente con esta visión fragmentada que le permite diferentes planteamientos.

Cada pieza de este libro se rige por una estructura muy bien construida, que a veces se enriquece con la inclusión de más de un plano. En su inicio, irrumpen unos personajes que no requieren de apenas antecedentes, pues se nos presentan como individualizados representantes de un colectivo de hombres y mujeres que deben adaptarse a lo que, para muchos, es un absurdo menoscabo de sus condiciones de vida, un sometimiento al dolor, al peligro y a la triste descreencia en la aptitud conciliadora de los hombres. Estos personajes, con los que nos sentimos tentados a empatizar, aun con aquellos que, en su ofuscamiento, actúan tan vil y destructivamente, están descritos con unos pocos pero muy efectivos rasgos, transitan por el fondo de unos relatos impregnados por el sutil o clamoroso aliento de las amenazas, entre las que la bondad puede a veces sobrevivir, terca frente al vendaval de los odios.   

El lenguaje de estos cuentos es sencillo como lo son sus personajes. Los diálogos consiguen una apreciable naturalidad y la mirada del narrador, en los muchos casos en que se da en tercera persona, la intuimos como perteneciente a algún misterioso testigo de los hechos, alguien que lo ha presenciado todo y que ahora nos sirve su tremendo cariz con una frialdad aparente, con una distancia que propone una mirada amplia y reserva el abordaje sentimental al lector.

No parece que el objetivo prioritario sea establecer una forzada equidistancia sino más bien una visión que certifique las numerosas variantes y orientaciones del horror. Tampoco es el objetivo primordial adjudicar una culpabilidad exclusiva, aunque es cierto que la mayor parte de las víctimas y de los personajes con valores encomiables son del bando republicano. En  esto influye decisivamente el hecho de que la ubicación de muchos de los sucesos narrados  sea la ciudad de Alicante, zona republicana en esos momentos, como en aquel 25 de mayo de 1938, día en que tuvo lugar el bombardeo del Mercado de Alicante por parte de las tropas de Mussolini, un escenario que se repita en varios cuentos.    

Incluso a los personajes más crueles de estos relatos, nunca les falta su aspecto vulnerable. Del bando nacional, asistimos a la muerte de un falangista en el momento de su boda. La escena rezuma un discreto contenido satírico que se suma a su definitivo aspecto trágico. Lo insólito de esa ceremonia religiosa  es que se celebra en un piso, en uno de aquellos a los que suele acudir el cura, disfrazado de paisano, a dar misa. La escena podría verse desde el lado opuesto como grotesca. Pero lo que finalmente prevalece es la enorme congoja que siente ese “novio de la muerte” por la inmediata separación, pues está llamado a irse al frente. Otro rasgo tragicómico está presente en La señal, en donde un capitán, cruel y de fe inquebrantable, pero también supersticioso, se asusta ante la concreta cifra de reos —trece— de la nueva remesa que se le entrega para su ejecución. Asistimos a la quiebra de su fanfarronería ante esa ridícula circunstancia, mientras sigue sin  importarle el destino de esos hombres que, predispuestos a la heroicidad, se presentan dignamente ante lo que parece una muerte irrevocable.  

La viejita Cordelia retoma el destino de la joven que protagonizaba un cuento anterior: La maestra. Esta, represaliada por el triunfante régimen franquista, logró finalmente huir, alcanzando un último aterrizaje en Argentina. Allí tuvo una hija a la que le puso de nombre Cordelia, en recuerdo de su querida alumna asesinada en el bombardeo de Alicante. Han pasado muchos años y esa hija se ha convertido en una mujer encorvada, pequeñita, generosa, responsable y trabajadora. Es la “viejita Cordelia”, a la que ya le ha llegado el día de su jubilación, tras servir durante toda su vida en una casa cuyo cabeza de familia es un alemán tan cariñoso como simpático. Nos reencontramos aquí con la sensibilidad que prevalece en el tratamiento de la mayoría de los personajes, pero no se limitan estos cuentos a la exploración de ese rasgo conmovedor, sino que progresivamente van añadiendo elementos que enriquecen la trama inicial. En este caso, lo sentimental se completa con una confluencia de fatales circunstancias históricas que conducen a una tétrica y descorazonadora sorpresa. Tras la aparente normalidad de los días, subyace lo truculento.

Es notoria la variedad de las perspectivas con las que se busca la aproximación a aquellas  vivencias bélicas que cambiaron para siempre la mirada de quienes resultaron más afectados. Pero también se atiende el hostigamiento posterior, una persecución que parecía no cesar nunca. La maleta me remite a El verdugo, la gran película de Berlanga, y es un relato que resulta, de otra manera, tan efectivo como la historia ideada por Rafael Azcona, aunque aquí se obvian los aspectos humorísticos y se ahonda en la voluntad de conmover y horrorizar al lector, a quien, mediante unas precisas pinceladas, se le da a conocer la honda desgracia del protagonista, la vida tan tristemente señalada de un funcionario ejecutor de los asesinatos legalizados por el poder.

En Círculos se nos muestra cómo, cuando no prevalecen las posiciones recalcitrantes, la bondad puede aparecer en ambos bandos. Rufino es un afable carcelero que, movido por la necesidad de socorro a un preso que está sufriendo un ataque epiléptico, deja escapar al que tenía asignado. Este alcanza el territorio portugués, como también lo hace el personaje protagonista de Tan solo una sombra, que no es otro que el gran poeta oriolano Miguel Hernández, al que seguimos en uno de los tristes episodios de su corta vida, el de su primera detención, acaecida en aquel país, como sospechoso de haber robado el caro reloj que pretendía vender y que había sido regalo de Vicente Aleixandre.

Argèles–sur-Mer y El niño del tranvía, son otros dos relatos sobrecogedores, que añaden otras tantas nuevas perspectivas desde las que Columna del miedo completa una extensa visión del dolor causado por aquella contagiosa insania. Y lo hace a través de la construcción de un rico tejido emocional que no precisa de ser enfatizado para introducirnos en los ominosos pormenores, en la personalizada concreción de unos padecimientos que bien pudieron haber sucedido así, en aquella tragedia cuyos ecos aún hoy nos acompañan. @mundiario

Comentarios