Ciudadano Kane, la vigencia de una obra genialmente audaz

Fotograma de Ciudadano Kane, de Orson Welles
Fotograma de Ciudadano Kane, de Orson Welles. / Productora.

Al guion de Mankiewicz, hay que añadir esa perfecta resolución de cada escena, la composición armónica, impactante, plenamente ilustrativa, expresionista, de cada plano

Ciudadano Kane, la vigencia de una obra genialmente audaz

No siempre aquellas obras que, en las distintas artes, se dicen capitales, conectan conmigo. De hecho, he tenido con ellas muchos desencuentros. Pero hay una película que sigue citándose entre las mejores de la historia y que aún, pese a sus defectos, me se sigue deslumbrando. Y es que no siento que la valía de Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles, resida únicamente en el importante paso evolutivo que supuso para el cine de su tiempo, sino que, en nuestras revisiones modernas, sigue manteniendo una gran fuerza que es intrínseca y parece eterna, el de una historia muy relevadora contada con pulso enérgico y planos insuperables.

Pero Ciudadano Kane tiene también sus detractores. Son aquellos que ponen el foco en sus deficiencias y renuncian a sus altas virtudes. Mi admirado Ingmar Bergman decía de esta película que era “un aburrimiento total” y que sus actuaciones “no tenían valor alguno”, y añadía que Orson Welles era un cineasta “infinitamente sobrevalorado”. Su afirmación más incomprensible es la primera. Y es que, desde mi punto de vista, no me parece recomendable ver cualquier película inmediatamente después de Ciudadano Kane, ya que sus imágenes, por contraste, nos pueden resultar demasiado blandas, insustanciales; aunque vistas aisladamente puedan ser tan intensas, solo que en otra dimensión igualmente necesaria. En cuanto a la segunda, es cierto que las interpretaciones no son excepcionales, pero es que ese aspecto, que en las películas del sueco resulta fundamental, parece aquí casi secundario, pues se inserta dentro de una composición global tan potente que puede prescindir de la perfección de algunos de sus detalles. Y también discrepo del menosprecio de Welles como director, solo hace falta conocer otras muestras, como El proceso o Sed de mal (y algunas más que no me atrevo a nombrar ahora, porque las tengo menos recientes) para darnos cuenta de que nos hallamos ante uno de los grandes.

Orson Welles respondería perfectamente al arquetipo de genio, tomado ese término en su más rigurosa acepción. Y es que el director americano no se inventa meros deslumbramientos, no busca únicamente vender sus felices ocurrencias, sus estilísticas sorpresas, sino que su enorme creatividad la desarrolla de la forma más genuinamente posible, la aplica para potenciar aquello que nos está diciendo; y para impactarnos, nunca banalmente, con unas imágenes que son la plena traducción de unos sentimientos y unas ideas que humanamente nos incumben.

Ciudadano Kane es una película muy densa, cuya corriente nunca se pierde en meandros que reduzcan su enorme sustancialidad. No hay digresiones sino una trabazón de elementos que, desde su ritmo distinto, siempre conducen por el camino del objetivo marcado, que no es otro que el de hacer un profundo y poliédrico retrato de un hombre complejo que ejerce un enorme poder sobre el mundo, al mismo tiempo que no puede controlar aquello que le es más cercano y decisivo para su íntima paz.  

Esta historia podría haberse desarrollado a través de un argumento simple, como lo he visto en tantas películas o novelas muy bien valoradas, pero que a mí me aburren soberanamente pues solo pretenden, en todo momento, servir a una gran idea con la que no podemos dejar de estar de acuerdo. Que quien gana el mundo pierde su alma, ya lo sabíamos; por eso, Welles añade mucho más, acude a todos los matices, a las contradicciones, a la evolución de un personaje verdaderamente acuciado por una sed de relevancia que le obliga a dar pasos extraviados en su embriagada o pavorosa precipitación.  

Es esta la historia de una degeneración. El jovencísimo Kane se encuentra con una herencia económica que va a utilizar para realizar sus proyectos en libertad. Desoye y subvierte los consejos de su bancario tutor y cuando le indica que no puede seguir perdiendo la ingente cantidad de dinero con su querido proyecto, la dirección del periódico The inquire, hace cálculos y jocosamente dice que no hay problema, pues la herencia tardará cincuenta años en agotarse. Se ríe, porque aún es joven y feliz en esa libertad que goza y le permite desarrollar ideales, pues sus reservas dinerarias le salvan de cualquier presión y le posibilitan crear una buena parte de la circundante realidad. Pero el mismo impulso que lo anima, que lo hace crecer como ser dominante y como propietario de un imperio que también lo es, será, con el tiempo, su perdición como hombre cabal.

Al final de su historia —en la película conviven continuamente el desenlace y las diferentes etapas de su vida—, deducimos que Kane no ha tenido más que un verdadero amigo y aun este dejó de serlo muchos años antes. Todos los demás solo han sido compañeros de proyectos, medios para sus fines, personas desechables a las que no se puede añorar. Ese amigo, interpretado por Joseph Cotten, es el honesto crítico de teatro que asiste en primera línea al ascenso de Kane y que pronto se convertirá, desde el afecto, en su observador más crítico y decepcionado. Mientras el futuro magnate está inmerso en esa vorágine de crecimiento exitoso, su amigo sigue sus pasos desde un escepticismo que progresivamente se va convirtiendo en triste decepción, aunque no se atreva a manifestarle ese sentimiento. Pero ese delicado estar al margen se rompe cuando le toca hacer la crítica de la penosa actuación de la esposa de su amigo, la pésima cantante de ópera que, pese a todas las claras advertencias, Kane ha intentado encumbrar. Esa noche, ha tenido lugar la inauguración del teatro construido expresamente para ella. Cotten, incapaz de hundir a su amigo, pero también de incurrir en una valoración falaz, se emborracha y se duerme sobre la máquina de escribir. Kane llega y lee las únicas líneas escritas, en las que empieza a expresarse el inmisericorde juicio del trabajo de una artista irremediablemente inepta. Herido en su orgullo, Kane toma el papel y continúa la crítica en los mismos términos en que estaba empezada. Es esta una de las sucesivas escenas geniales de la película.

Al guion de Mankiewicz, hay que añadir esa perfecta resolución de cada escena, la composición armónica, impactante, plenamente ilustrativa, expresionista, de cada plano. Los noventa minutos en los que se desarrolla la historia, contienen la descripción de muchos años en los que se producen numerosas transformaciones. Ello obliga a Mankiewicz a producir muchas elipsis que Welles soluciona maravillosamente, en unas transiciones de épocas que no resultan abruptas, en unas pinceladas de lo significativo que siempre alcanzan lo exacto. No nos perdemos en esa velocidad ningún detalle importante.

Las escenas finales, con esos gélidos interiores palaciegos, con la decoración de un lujo que resulta entristecedor, de unas magnitudes que empequeñecen al hombre, inciden en la idea de un fracaso que no puede ser descrito con balances económicos ni índices de popularidad. Es el fracaso de no haber sabido amar, de haber renunciado a la verdadera realidad, a aquella que acoge las muestras más dignas y sutiles de la existencia humana. @mundiario 

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