Sobre el cine sereno, sensible y reconfortante de Yasujirö Ozu

Setsuku Hara y Chishu Ryu en una de las películas que protagonizaron con Yasujirö Ozu
Setsuku Hara y Chishu Ryu en una de las películas que protagonizaron con Yasujirö Ozu.
Ver una película de este extraordinario director japonés es comprender y saborear la sobriedad de un lenguaje cinematográfico genialmente depurado, conmovernos con cada segundo de su perfecta exposición
Sobre el cine sereno, sensible y reconfortante de Yasujirö Ozu

Desde el primer momento, el cine de Yasujirö Ozu me resultó cautivador. La delicada sensibilidad que desprenden sus imágenes es como un bálsamo para nuestros más candentes sentimientos. Sus películas plantean conflictos dolorosos, pero la mayoría de sus personajes los viven desde una conciencia plena que, sin embargo, no consigue derribar definitivamente su íntima bondad. La mirada del director japonés está llena de crítica condescendencia, es benevolente en su interpretación de la débil humanidad y lúcida en la descripción de sus laberintos.

La cámara fija, casi rasante, es como un habitante invisible, externo, que observa pacientemente la evolución de unos personajes a los que les sobreviene la angustia de las decisiones, la llegada de las sombras que apagan la luminosidad de una armonía precaria, pendiente del devenir de una vida que arrasa con cualquier intento de duradera estabilidad. Una cámara que, muchas veces, se aposta en la estrecha perspectiva de los pasillos, de los callejones, registrando los tránsitos de un vivir acuciado por los resortes de una irrenunciable implicación, a la vez que aferrado a una sobreviviente dulzura. El seguimiento de los personajes por esos pasillos sugiere una especie de ingrávida escritura, como si esos hombres o mujeres fueran dejando un rastro, la caligrafía de una vida muy propia.

Comunicación superior, llena de pequeñas reservas

Los planos, primeros o medios, exaltan el cuidado con el que los seres más sensibles afrontan sus decisivos dilemas, a la vez que, por otra parte, retratan la dura y opaca presencia de quienes están hundidos en el paralizado torbellino de lo embrutecedor. Llama la atención esa limpia sonrisa con la que los protagonistas hablan, incluso cuando se está iniciando el planteamiento de un asunto conflictivo, al que se enfrentan procurando mantener la máxima distancia ante la tentación de un desasosiego que resultaría para los demás demasiado perturbador. La lentitud de las conversaciones, esas miradas que no son esquivas sino respetuosas, favorecen una comunicación superior, llena de pequeñas reservas para no hacer daño, pero también inclusiva de cuidadosos avances en la necesaria expresión personal.

El actor Chishu Ryu y la actriz Setsuku Hara encarnan en muchas de sus películas perfectamente ese generoso brillo vital. Él, Chishu, representa al padre, a menudo solo, viudo o separado, que no es perfecto, que incluso tiene momentos de bebedor o de vulgar jugador de máquinas tragaperras, pero en el que prevalece un arraigado resorte de respeto, una escrupulosa consideración. Ella, Setsuku Hara, es la humana encarnación de la dulzura, de una plenitud desbordante que no es de absoluta dicha, sino de indulgente o dolorosa comprensión.

Si hubiera que poner un “pero” al cine de Ozu, este se centraría en su mensaje demasiado tradicional y conservador, prisionero de una época y de una civilización, la oriental, en la que prevalece el bien de la comunidad al del individuo, en la mostración de unas ideas ante las que no logro ver un espíritu decididamente crítico. En Primavera tardía, el argumento se centra en una obsesión suya, la del buen encaminarse por la vida a través de un matrimonio que no surge de la espontaneidad de un encuentro sino como la programación de una empresa en la que hay que valorar fundamentalmente la perspectiva de estabilidad. El padre y su hermana insisten en que su hija se case; la presionan suavemente, pero con insistencia. Lo hacen por su bien, y es cierto que lo piensan así, pero ella se resiste. En la hija habita un gran sentimiento filial, que la obliga a permanecer junto a su padre, a cuidarlo en una apariencia de servilismo que queda relegada por la contundencia de su genuina bondad. El mensaje final del padre pertenece a una época de la que nos sentimos alejados. Aboga por la conveniencia del sacrificio, que aquí no es el impuesto por la religión, pero sí el perteneciente a una tradicional creencia en que lo más importante es la búsqueda de una seguridad a la que lentamente se sumará lo sentimental. Ante la inminente boda que ella ha aceptado, el padre le dice: “No hay que esperar la felicidad desde el principio”. Y añade: “El matrimonio no es la felicidad. La creación de un nuevo hogar, de una nueva vida juntos, esa es la felicidad”. Y hay que sacrificar años de vida —uno, dos, cinco, diez— para finalmente alcanzar la dicha. “Tu madre no era feliz cuando nos casamos. Durante años tuvimos nuestros problemas. Muchas fueron las veces en que la encontré llorando en silencio, pero tu madre hizo un esfuerzo y me soportó”. “Me soportó”, dice. Es la mujer la que aguanta, la que se acerca, la que espera que un hombre egoísta, borracho, se transforme en alguien mejor o simplemente que ella lo comprenda tal como es, lo acepte, lo consienta. “Tienes que amar a tu marido como me has amado mí”. Pero la respuesta de ella es bondad pura, posición acrítica, entrega total a quien se ama, que no es el futuro marido sino el padre: “Perdóname por haberte preocupado”. Y él le responde: “No, lo único que quiero es que seas feliz”. “Sé feliz, y sé una buena esposa, la mejor de las esposas”. Otra vez. ¿Se lo diría a un hijo también?

disonancia con un cine que emociona

Lamento esta crítica que no me podía callar, esta disonancia con un cine que me emociona por su hermosa meticulosidad a la hora de pulsar las expresiones más bellas de los más sutiles y variados sentimientos. Como decía al principio, el tratamiento de estas historias nos acerca a la dura verdad de las confrontaciones, pero, a la vez, nos las presenta con ciertos alivios intermedios. Así, en los comienzos de las nuevas secuencias, se erige como lenitivo una música entre alegre, juguetona, invitadora de una danza que se aviene a una amorosa dulcificación que mitiga la inevitable amargura de la vida. En sus películas, la luz renace incluso tras la estela que deja una muerte.  

La poética de Ozu se transluce en cada uno de sus milimetrados planos. Por otra parte, el montaje nunca es inocente. En Crepúsculo en Tokio, tras un aborto, la mujer arriba enferma a su casa y lo primero que ve es a su pequeñísima sobrina, componiendo un contrastante cuadro de inocencia y de vitalísima realidad. En los planos más mundanos, también se reflejan las contraposiciones: a menudo, los parroquianos de un bar, distraídos con su triste o zafia frivolidad, y una joven, al lado, adentrada en su drama. O una escena final, en la estación, en la que los estudiantes cantan a voz en grito una gregaria canción, mientras la madre arrepentida de su antigua fuga del hogar familiar, asomada a la ventanilla del tren, espera el regreso y el perdón de su hija.

Todo, hasta el dolor, transcurre con una severidad que más tarde se suaviza por las formas o por una perspectiva superior que relativiza los males de la vida. En las discusiones pocas veces se eleva el tono o se descomponen los rostros. Las palabras —salvo en aquellos personajes secundarios marcados por la envidia o la insensibilidad— generalmente buscan agradar; incluso cuando expresan una desaprobación, o cuando disienten, lo hacen subrayadas por una sonrisa que remarca una pronunciación cuidadosa. Las conversaciones son lentas, tranquilas, recogen lo esencial de una mirada contemplativa, que lo es de la naturaleza de fuera o la que reside en el humano interior. Pero hay escenas geniales, como la del teatro, en la citada Primavera tardía, en las que bastan unos minutos de miradas y de expresiones faciales y corporales para componer un diálogo tan silencioso como fascinante.

Aunque Ozu tiene al menos media docena de obras maestras, Cuentos de Tokio ha quedado como su obra señera, tal vez porque encontremos en ella su más completa y afilada denuncia humana y social, así como un más variado conjunto de personajes que nos ofrecen un importante abanico de actitudes. El tema recurrente es el del obligado respeto y cuidado a los ancianos, y especialmente a los padres. Aquí apenas se cumple, o solo tangencialmente, de forma desganada, como una obligación que los hijos se prescriben para salvar a su conciencia de caer en sentimientos inoportunos. Los actores y actrices se repiten en su mayoría, y es como si cada uno tuviese marcado en su cara su nivel de bondad o de malicia. Ozu confía en la capacidad interpretativa pero también recurre a los sentimientos que emana un determinado rostro. El más bondadoso vuelve a ser el de Setsuko Hara, que aquí, como en otras películas, interpreta a una misma alma, con un mismo nombre, Noriko, aunque implantada en biografías distintas. En esta historia es una nuera viuda, la única, junto a la hija menor, capaz de servir con amor a los ancianos. El anciano padre está interpretado por el ya citado Chishu Ryu, y es un hombre serenamente preocupado por la decepción o la dificultad que suponen unos hijos descastados a partir del momento de su matrimonio.

El cine de Ozu ahonda en los más sutiles sentimientos sin el menor exceso de afectación. Y se puede disfrutar, sintonizar plenamente, pese a esas diferencias culturales que nos dejarían extrañados si no hubiera por otro lado tanta hondura. Y es que la expresión de los personajes está supeditada a esa contención ante el beso, el abrazo, lo que les obliga a mostrar sus afectos mediante reverencias, prolongadas sonrisas y un delicado tono de voz. Ver una película de este extraordinario director japonés es comprender y saborear la sobriedad de un lenguaje cinematográfico genialmente depurado, conmovernos con cada segundo de su perfecta exposición. Entrar en su cine es abrazar un ritmo, unas maneras y una mirada que nos emocionan, nos inquietan, a la vez que nos instalan en una ingrávida serenidad. @mundiario

Comentarios