La belleza profunda de Huellas en el paraíso, de María Engracia Sigüenza Pacheco

La poeta María Engracia Sigüenza y la cubierta de su último poemario, Huellas en el paraíso
La poeta María Engracia Sigüenza y la cubierta de su último poemario, Huellas en el paraíso.

Es la valiente actitud de combatir la banalización del viaje hasta extremos arriesgados, de respetar lo invadido, de mirarse a uno mismo desde el fondo de lo mirado.

La belleza profunda de Huellas en el paraíso, de María Engracia Sigüenza Pacheco

Huellas en el paraíso (Ars poética, 2020), el último poemario de María Engracia Sigüenza Pacheco, nos invita a una sumersión en los estratos más perturbadores de la belleza. El motivo de estos poemas es el viaje, pero lo que se refleja de ellos no es la satinada y satisfecha postal, sino esa superficie penetrable, la temblorosa imagen que está profundamente viva. La poesía es belleza, es atesoramiento (“¿dónde guardar tanta belleza?”) que incluye también lo sombrío. Y es sobre esta ambivalencia que se funda este libro: “Pienso en el dolor de los días felices”.

Del sueño, de la vivencia, de lo histórico, del recuerdo, nace la tenue solidez del poema. Lo dice la autora en el texto con el que introduce los poemas: “Compartiendo la noble pretensión de cualquier libro: intentar permanecer, luchar contra el olvido”. Porque de lo que se está hablando no es solo del intenso viaje —que nos estimula y, por unos días, nos desubica de nuestra costumbre—, sino del que es, a la vez, el largo y corto trayecto de la vida. Frente a él, hay que reafirmarse en “un inútil desafío a la muerte”. “Abocados a la gran contradicción. Vivir sabiendo que morimos, que no hay destino posible”. Esta poesía no se amilana ante la realidad, la encara, confraterniza con todos sus más ominosos emisarios, pero opone una urgente y sostenida rebeldía: “Lo mejor está por llegar, / le repito al corazón”.

El viaje es un estimulante presente, el acceso a nuevas y tambaleantes cimas de nuestro sentir  que tendremos que descender por el camino de la nostalgia: “¿Esto también se perderá?, /preguntó mi corazón desbordado”. Pero lo valioso nunca reside en el centro de una fortificación, nunca se desprende de lo contrario: “Escribo desde la sal de la nostalgia / empujada por un torrente / que crece en mis entrañas”.

Así pues, lo que emana de estos versos es un amor a la vida nunca del todo exento de melancolía. La muerte está muy presente, pero como si ocupase un lugar reversible: “Ni en los cementerios / donde ardía la vida”. “Hay tanta vida dentro de la muerte”. Y es que, en el recuerdo, en la visión que transgrede los compartimentos que el tiempo propone, no hay límites, y lo que importa es la huella que imprime ese paraíso tan desconcertante porque también alberga el dolor. Lo muerto está secretamente resucitado, discretamente vivo, tras la apariencia de la atenazadora quietud, tras la primera impresión de irrefutable silencio.

No, no hay belleza a salvo de la devastación; aunque en ella, herida, pueda pervivir. Tras los deslumbramientos, se queda uno con el viaje íntimo: “Viajeros perdidos / dentro de nosotros mismos”. En los hogareños templos de la evocación, se rescatan sensaciones. Ahora se sabe lo que se sentía: “Hay una belleza triste / en los azulejos del mundo”. Revivimos entonces una sensación de tiempo suspendido, de lugares permanentes, de rincones que son estelas adquiridas en la pérdida, en el tránsito de una dilatada emoción. La belleza no es suficiente pero se persigue: “La belleza no nos serenó”. Hay que dejarse fundir en el paisaje y desaparecer en él: “Ya no existo, / la montaña me reclama. / Mi ser se ha diluido, / me fundo en el paisaje / y me transfiguro en torrente”.

Uno viaja para mirar, para escuchar, para sentir. Si no se está en un parque temático —o sus aproximaciones—, o en una naturaleza solitaria, la fresca impureza de la vida junta los tiempos, las personas. Esa confluencia despierta el propio interior: “La ciudad había invadido nuestros corazones / y todas sus voces nos corrían por las venas”.  Y más si los contrastes resultan candentes: “Ellos para poder vivir, / nosotros para sentirnos más vivos”. En Palermo se expresa certeramente ese antagonismo de visiones: “Nada les pertenece: / ni templos ni teatros, / ni catedrales, ni palacios, / ni el mar Tirreno, cofre de tesoros. / Nada de eso desean”. “Solo poseen lo que regalan: / el mosaico enigmático del alma, / el ardor inmemorial de las venas“.

Nos hallamos ante una sentida meditación sobre el viaje. Allí, en el ansiado lugar, ha de ser la fuerza de la propia sensibilidad la que desvele su intensidad: “Un fuego en la sangre / que enciende el firmamento / y alumbra los caminos”. Es la sensación de estar visitando el tiempo antiguo, de estar superponiendo la mirada a ese ámbito en el que llega a vislumbrarse la luz tan anterior.  Y se recorre lo ancestral, lo mítico, lo universal. Es la valiente actitud de combatir la banalización del viaje hasta extremos arriesgados, de respetar lo invadido, de mirarse a uno mismo desde el fondo de lo mirado, de restablecer las conexiones con los vestigios de nuestra fundación remota.

Hay en Huellas en el paraíso numerosos poemas redondos que tendría que citar completos  y que nos invitan a una emoción de la que creemos aprender. Vida y muerte en Venecia o Anochecer en Cabo de Gata son piezas de perfecto engranaje, de intensa significación, plenamente encendidos de vida, de rotunda salvación, a pesar de que nunca se obvien las contrariedades. Pero también abundan los poemas en los que se describe una empatía dolorosa, como en el magnífico Saudade en Porto, en el que se revela esa confrontación entre el turista henchido de abundancia y la precariedad de los habitantes de ese mundo ávidamente observado por algunos. “Teniéndolo todo, no tenemos nada. / Ciudad hermana, ciudad amante, / quítanos las máscaras, / tú que no sabes mentir”. Y no solo son sus moradores los que sufren el agobio de la multitud: “Bajamos al río, / poderoso corazón / que sufre en silencio / la neurosis de la multitud”. En otros casos, el dolor no es actual sino histórico, como en De Melk a Mauthausen, con ese contraste entre la belleza y ese horror tan inconcebible como cierto: “¿Puede el espanto convivir con la belleza?, / ¿la flor con el veneno?, / ¿la serpiente junto a la paloma?”

Aquí el verso sobrevuela el misterio, la sombra que intuimos, percibida por una mirada cenital más grande que nuestra atención humana: “La ciudad se apagaba / subrayando los enigmas”. Pero hay una fuerza resistente: “Vive soñando hasta el último latido”. Es la renovación del impulso en el presente que se precisa. En Carpe Diem se trasluce la veneración por las cumbres de la existencia, por los momentos en que se funden la recepción de lo más lo hermoso y el encendimiento más vital: “Nosotros lo supimos: / la vida era una ráfaga / de belleza insondable, / un instante que nos petrificaba”. 

Huellas en el paraíso es un libro profundamente emotivo, un canto que nunca elude las sombras pero que siempre se detiene en la contemplación del prodigio. Sus versos denotan una extrema sensibilidad capaz de percibir la verdadera belleza, la grandeza de un sentir que nunca soslaya la atención a la posición ajena. Y María Engracia Sigüenza logra transmitirnos esas vivencias con unas palabras que nombran la perpetua contradicción, el insistente dolor o la floreciente alegría. Como en Viaje interior: “Ciudades que laten con estruendo, / la infamia, el llanto, el dolor, / la conciencia, el amor, la dicha, / los muertos al lado de los vivos: / todo clama dentro de mí, /nada me es ajeno”. No, nada le es ajeno. Sí, todo es poesía: “El universo y la humanidad rezuman poesía, son poesía”.  Pero hay que saber, como ella, encontrarla. @mundiario

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