Atisbo de compasión

Día Internacional del Jazz. / diainternacionalde.com
Día Internacional del Jazz. / diainternacionalde.com

“Calla o te liquido”, masculló sin dejar de apuntar y de lanzarle su oblicua mirada. Y Guillermo calló. No era cuestión de malhumorar al tipo. / Relato navideño. 

A menudo os he oído hablar del hombre que comete un delito, como si él no fuera uno de vosotros, sino un extraño y un intruso en vuestro mundo. Más yo os digo que de igual forma que el más santo y el más justo no pueden elevarse por encima de lo más sublime que existe en cada uno de vosotros, tampoco el débil y el malvado pueden caer más abajo de lo más bajo que existe en cada uno de vosotros.

Jalil Gibrán, El profeta.

 

Guillermo Rivas, centroamericano, compositor y buen conversador, decidió establecerse en la capital de México al terminar los estudios de secundaria y continuar allí su formación musical.

Encontró su camino en el jazz y pronto se integró en un conjunto musical más que prometedor. Disfrutó entonces de un período de cierta estabilidad económica y hasta pudo permitirse la compra de un piano electrónico.

Guillermo comenzó a disfrutar de una vida placentera y bohemia, una vida en la que todo parecía sonreír: la creatividad, el éxito, la diversión, el amor... Cuando emigró nunca había imaginado tanto. Pero al igual que no hay mal que no acabe algún día, tampoco hay bien que dure cien años.

La semana del zarpazo llegó cuando más confiado estaba. Al grupo le robaron el equipo acústico y todos los instrumentos, piano incluido. A los ladrones no les resultó difícil colarse una noche en el garaje donde ensayaban. Pocos días después, el casero conminó a Guillermo a abandonar el apartamento cuyo alquiler había heredado de un amigo. El propietario decidió actualizar la renta a un precio estratosférico y el músico resultaba un estorbo. A continuación, un agudo dolor de espalda producido por la tensión y rematado por una inmisericorde gripe lo inmovilizó en el sofá de una caritativa amistad. Y allí mismo, por razones no del todo aclaradas, su novia lo dejó plantado.

El lunes siguiente, un poco recuperado, Guillermo encontró fuerzas para buscar una pensión donde dar con sus huesos y acudió a un cajero automático a sacar los pocos pesos que le quedaban. El posadero no se fiaba y exigía un pago por adelantado. Eran sus últimos ahorros.

El diablo apareció en escena con toda su artillería en el preciso instante en que recogía el dinero. Lo encañonó y empujó dentro del taxi del compinche que esperaba. Sin dejar de apuntar en ningún momento, espetó: “La guita o te dejo seco”.

Guillermo sacó la cartera y vació su contenido, mientras el taxi enfilaba a toda velocidad hacia las afueras de la ciudad.

El músico se visualizó, en el mejor de los casos, abandonado a kilómetros de distancia de la capital, sin un peso para volver en bus y en un lugar donde a nadie en su sano juicio se le ocurriría parar a un autoestopista. En el peor… bueno, para qué imaginárselo.

Guillermo se armó de valor y trató de explicar al asaltante que esa semana le habían robado el piano, que le habían echado del apartamento, que estaba convaleciente de una enfermedad y que esos eran sus últimos pesos. Calló lo de la novia. No quiso parecer aún más pendejo. Pero el bandolero se negaba a escuchar y permanecía inmutable.

“Calla o te liquido”, masculló sin dejar de apuntar y de lanzarle su oblicua mirada. Y Guillermo calló. No era cuestión de malhumorar al tipo.

Entonces pensó que si las personas somos mitad ángeles y mitad demonios, aquel individuo debería esconder algún rastro de humanidad en alguna parte. ¿Acaso no hay malhechores que llegan incluso a sacrificar su vida por salvar a un compadre en las guerras o catástrofes, igual que, al contrario, seres que parecen virtuosos enseñan de repente su pata peluda y tratan de satisfacer en las mismas situaciones sus instintos más bajos? ¿Tendría el tipo de la pistola un mínimo de compasión?

“Al menos no me deje más lejos, que no tengo ni para el bus”, suplicó Guillermo.

El entrecejo del delincuente se frunció. Su mirada torva se dirigió al espejo retrovisor, donde los ojos del conductor lo observaban en espera de alguna indicación.

El forajido finalmente hizo un levísimo movimiento de cabeza y el del taxi detuvo el vehículo.

“Bájese, pues. Y la próxima vez ponga más cuidado, güerito, no se deje robar así no más”.

Guillermo se disponía a abrir la puerta del vehículo para salir como una exhalación, no fuera que el hombre aquel se arrepintiese, cuando pudo apreciar un rostro algo más sereno. Había quedado atrás la figura de un árbol navideño frente a un establecimiento de la carretera y en el recuerdo del atracador se había dibujado su abuela, la única que de pequeño lo protegía de los golpes del padre y a quien siempre visitaba para llevarle un regalo en Nochebuena.

Y en ese instante se abrió paso una manita con tres pesos para el bus mientras la otra, ajena a todo, continuaba empuñando el fierro. @mundiario 

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