Y así nos entendimos: las hermosas palabras de una mutua admiración

Ramón Gaya y María Zambrano
Ramón Gaya y María Zambrano

Este libro constituye una amplia retrospectiva en la que se recoge la larga relación que mantuvieron el insigne pintor y escritor murciano y la célebre pensadora y escritora malagueña

Y así nos entendimos: las hermosas palabras de una mutua admiración

Como indica el título, Y así nos entendimos —tomado de una frase de María Zambrano dirigida a Ramón Gaya, en su última carta—, este libro constituye una amplia retrospectiva en la que se recoge la larga relación que mantuvieron el insigne pintor y escritor murciano y la célebre pensadora y escritora malagueña. En esta bella edición de Isabel Verdejo y Pedro Chacón, en Pre-textos, se nos presenta el recorrido de esa amistad, expresada en los diversos documentos que se reúnen, fundamentalmente la transcripción de las cartas que ambos se cruzaron, las numerosas reproducciones de sus originales o de los dibujos y los cuadros del pintor. Pero también se incluyen otros vestigios de esa época compartida, entre los que no podían faltar las fotografías, aunque no se haya podido encontrar ninguna en la que aparezcan juntos los dos protagonistas de esta historia. Nos tenemos que conformar —y ya es mucho— con saberlos unidos en esas palabras escritas con trazos afectuosos, mediante las que se esforzaban en reducir esa distancia física que los separó en sus distintos y solo a veces confluyentes peregrinajes por el mundo. Encontramos en esas frases una voluntad de alcanzar la primera frondosidad de lo íntimo.

María Zambrano y Ramón Gaya eran dos artistas que precisaban de la soledad tanto como de unos no invasores lazos afectivos. El pintor le habla a Juan Gil-Albert, de una convivencia de diez o doce días con la filósofa, en Florencia: “Lo pasamos bastante bien, pues hacíamos vida aparte, viéndonos únicamente para comer y cenar; este régimen nos permitió acompañarnos sin quitarnos soledad, la soledad que se necesita para hacer lo que uno quiere hacer”. En otro momento, María Zambrano lo invita a pasar unos días con ella y lo tranquiliza: “Sabes bien que nuestra compañía no es de las que quitan la soledad al pájaro”. La filósofa había dicho: “Se escribe para defender la soledad”. El equilibrio entre esa necesidad del artista y la de la compañía es empeño bien difícil. Así lo expresa él, hablando de su hija: “El encuentro con Alicia me dejó atontado por algún tiempo; me encontré con una mujer muy mía, y al mismo tiempo… allá, lejos. No sé cómo explicarme; cuando se fue me dejó muchísimo más solo [de lo] que he podido estar, quizá, nunca, y… sin embargo, casi no me entiendo con ella. Después de marcharse de París me costó mucho trabajo… nivelarme”. A lo que María Zambrano le contesta: “Así que siento muy agudamente la soledad que te ha dejado. Sí, la mayor soledad que nunca hayas tenido. Pero esas extremas situaciones y sentires, no lo tomes como consuelo, purifican: es lo que más purifica, y por tanto fortifica. De la verdad vivimos, sobre todo cuando nos han quitado la realidad”.

La historia de esta amistad, tan intermitente en encuentros, pero tan irreductible a través del transcurso de tantos años (desde 1949 hasta la muerte de la filósofa en 1991), es también el testimonio de dos seres errantes, sacudidos por la necesidad de huir de un país imposible, sensibilizados, por las circunstancias, en la extensa búsqueda de la ubicación más precisa. Su periplo por el mundo a veces tiene felices coincidencias, pero también es lugar propicio para esa otra soledad no querida. Ninguno de los dos está exento de las naturales contradicciones. Unas veces parece que Roma le encante a la malagueña, pero en otra ocasión dice, determinante: “Roma no me gusta, no me encuentro en ella”. Al pintor le seducía mucho Venecia, pero apenas fijó su residencia en alguno de sus rincones: “No es ya la belleza, indiscutible, de la ciudad lo que me embruja, sino el ritmo de la vida, el compás que tiene aquí, todavía, la vida. La ausencia de los coches (que son tan igualatorios, tan emborronadores de todo)”. Decía Zambrano, hablando de la importancia de un lugar donde vivir: “No solo espacio, como todo el mundo. Yo no puedo estar en ese espacio casi divino si no tengo en él mi puesto, mi nido viviente. Rodaré, hasta que Dios sea servido de ofrecérmelo donde él quiera; rodaré por los infiernos de la belleza, como rodaré por los del amor… ¿qué me espera?”

Entre los dos, lo que predomina es la mutua admiración por sus trabajos. Esta quedó públicamente expuesta en algunos escritos que se recogen en el libro. Aunque, en comentarios a otros amigos, surja alguna pequeña matización. El valor que la filósofa confería a la persona del pintor era muy alto: “Un día me dijiste –ay qué memoria- que ya que la vida no es lo que debería, que lo fuera el arte, lo que uno hacía. Y ahora…ya ves, ya veo en ti vida-obra, creación en todo. Porque has llegado ya al ‘gran tiempo’ —a veces lo he llamado ancho presente—“.

Como en cualquier relación, por buena que sea, no pueden faltar algunas episódicas o secundarias divergencias. En su Diario de un pintor, Gaya se desahoga: “Cena con María y conversación interminable. Sí, tiene mucho talento, pero está, me atreveré a decir, como deshecha, carcomida por resentimientos, venenos ajenos y propios, fantasmas…” Hablando de su necesidad de reconocimiento, le decía en una carta a Salvador Moreno: “En esto (como en tantas cosas) ella y yo somos –tú lo sabes- de lo más opuesto. Al mismo tiempo de esto, que me resulta una tontería infantil, pueril, femenina, lo que está escribiendo es, decididamente, impresionante, no ya de gran talento, sino de genio, con algunos hallazgos… grandes, de altura, como quizá nadie hoy, o sin quizá…” Antes de ensalzar su trabajo, hablaba de su ansiosa, aunque merecida, necesidad de reconocimiento. Sin embargo, hay mucho afecto entre ellos, como cuando Gaya la acompaña a cenar todas las noches, liberándola momentáneamente de la enfermedad de su hermana. Pero van pasando los meses y se cansa de repetirse en lo mismo: “Y no puedo ir tampoco a, como sería más agradable, darles ánimos y distraerlas, sino a escucharles los lamentos y adularles la desdicha, pues María, en su andalucismo de Segovia, no quiere ser aliviada, sino reconocida en su desgracia”.

En este libro tan rico, tan redondeado, junto a las cartas de los protagonistas y las de los amigos adyacentes, y a las diversas reproducciones fotográficas, encontramos un epílogo, escrito por Laura Mariateresa Durante, que nos aporta una interesante visión exterior de esta relación. De Ramón Gaya recoge, entre otras muchas, estas palabras: “Si no fuera por esos dioses interiores, ¿dónde estaríamos todos ya? En una sola cosa me siento cada vez más fuerte: mi pintura. Y cada vez me siento más comprometido. Es una alegría sentir que no somos libres”. Y también nos habla del exilio, de su dolor, de la concepción que ambos tenían de ese profundo sentimiento de desarraigo. Para Ramón Gaya: “El dolor es bueno y hermoso no porque nos dé ni quite cosa alguna, sino porque es sagrado. (Que el dolor es sagrado no necesita explicación ni demostración aquí; cualquiera que haya sufrido sabe muy bien que eso, eso que se sufre es un don, el don que más directamente nos viene de Él; y cuando un hombre se quiebra en el dolor, no es que no pueda soportar encima tanto sufrimiento, sino que no puede soportar encima tanta divinidad). El dolor es sagrado, o sea, no es útil sino valioso”. Y María Zambrano lo veía así: “Persona es lo que ha sobrevivido a la destrucción de todo en su vida y aun deja entrever que, de su propia vida, un sentido superior a los hechos les hace cobrar significación y conformarse en una imagen, la afirmación de una libertad imperecedera a través de la imposición de las circunstancias, en la cárcel de las situaciones”.

En esta correspondencia, prevalecen las cartas de la filósofa. Da la impresión de que el pintor le escribía menos; aunque, eso sí, cuando lo hacía, no dejaba de mostrarse muy intenso, sin dejar de decir mucho en lo poco que vertía. Ramón Gaya definía su actividad como escritor: “Cuando escribo, podríamos decir que lo que hago es confesarme a mí mismo, aclararme cosas, no pretendo contagiar con mis ideas a los demás, o ganar prosélitos”. María Zambrano, hablando de la poesía y la belleza, le contaba a Jorge Guillén: “Mi padre me había llevado siempre por el camino de la Filosofía. Yo he buscado la unidad, la fuente escondida de donde salen las dos, pues a ninguna he podido renunciar”. ¡Qué hermosa relación, cuánto bello pensamiento, qué fructífera amistad la que paladeamos en este libro! @mundiario

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