El arbotante, cuento de Navidad

Dibujo de Villard de Honnencourt.
Dibujo de Villard de Honnencourt.

El esqueleto exterior de Notre Dame, inspirado en los dibujos medievales de Villar de Honnencourt, resistió estoicamente al fuego que devastó la cubierta de la cruz latina. / Relato literario

El arbotante, cuento de Navidad

Un carruaje atraviesa el bosque alpino de olmos y abedules gigantes, que se elevan majestuosos y altivos, cerrándose allá arriba donde los mueve ligero el viento y los hace rozarse suaves y separarse repentinos como si se quemasen por el fuego brillante y cegador. A veces una luz incierta encuentra el camino en ese va y viene del intrincado ramaje, entonces cruza el bosque como un rayo de Damasco y asusta a las bestias. El hombre que viaja dentro se sobresalta, asoma la cabeza y mira a lo alto. Es un baile de colores encendidos, solo eso, un recuerdo antiguo, pero vivo, de la luz, del color…

El coche llega a un claro y aparece la muralla imponente. Alguien ha debido verles desde la torre del Lueg-ins-land y cuando flanquean la puerta norte, un grupo de bien ataviados caballeros se abre paso entre la muchedumbre que está entrando esa mañana. Es el comité de bienvenida. La carroza cruza las calles estrechas separando a la turbamulta de gentes que han venido al mercado. Ahora, con sorpresa, han desembocado en una calle muy principal. Todas las casas están alineadas en la cuesta empinada, en una escalera ilusoria e imposible, y sus tejados de diente de sierra vierten las aguas unos hacia otros. Hay algo de bruma, que baja de las montañas y un ligero vientecillo que produce algún efecto mágico en los ojos ancianos del maestro de Sens, que otra vez ha asomado la cabeza por la ventana del coche y disfruta de una especie de alucinación, que le hace sonreír divertido.

– Debe ser el Mal de la Tierra, que me asalta en estos viajes, dice para sí.

Como de las ventanas cuelgan estandartes y pendones alineados en perfecta formación colorista, que el viento empuja en un flácido vaivén, los colores se deslizan por el aire como manchas evanescentes que salieran de la caja encantada de algún mago nigromante. El maestro de Sens arquea las cejas y mira hacia arriba. Entre la bruma se dibujan apuntados y oscuros buhardillones.

– ¡Ah, viejo truhán! ¿Dónde te escondes y en que trasuntos andarás ahora? Deberé verte sin falta o tendré serios problemas con Monsieur de Sevres y todos los gremios de la ciudad.

El carruaje se detiene ante un almacén de raros objetos. En la puerta, a la izquierda, cuelga una placa: Atanasius Tetzel, Geómatra y Matemático Experto. Ascienden muy despacio por la larga escalera, una vuelta y otra vuelta, cruzando salas y cogiendo resuello entre amontonados objetos varios. Relojes, astrolabios, esferas armilares y portulanos secretos. Una vuelta más aún y ya el salón secreto con un pequeña ventana abierta al infinito. Vapores de bruma pasan ligeros hacia ninguna parte y le roban la luz a la luna y también a los ojos del viejo arquitecto, y un triste sopor amarillo envuelve los anaqueles que guardan Vitrubios y las fórmulas de Alberto Magno y de Mercurio Trimegistos.

El viejo alquimista extiende un legajo y detiene, con un par de pesados candelabros, su natural tendencia a replegarse. La luz de las bujías tiembla misteriosa sobre un extraño dibujo.

– Fijaros en esto, querido amigo. Creo haber conseguido lo que me pedisteis. Le llamaremos, si os parece bien, “Arcboutant”. ¿Sonoro, verdad? Tiene una explicación. Estos arcos descargarán los empujes de la bóveda y nos permitirán dirigir con astucia todas las fuerzas por aquí, hasta estos apoyos, y cuando la tierra nos devuelva sus respuestas, le colocaremos estos castillos encima, o si preferís, hermosas estatuas de santos y apóstoles que conseguirán que todo permanezca en equilibrio y armonía. Será un juego de niños y nos permitirá alcanzar vuestro sueño de una iglesia toda de cristal. El secreto de este: con toda la osamenta fuera de la fábrica, solo el alma quedará dentro. Subiremos casi cincuenta metros más arriba nuestra torre. Será la más esbelta del río y la luz entrará como en vuestro sueño, como un prodigio de colores que inundará el espacio. Como veréis, la Naturaleza sólo se vence luchando a su favor.

– Bien, eso hará que aumente el trabajo de vidrieros y emplomadores, que son los más descontentos.

– Y también de los canteros y escantilleros, y de arrieros y mozos de cuadra y esportilleros.

– Pero cuidado con la madera, al elevarnos aumentará el andamiaje, deberemos aprovechar los contrafuertes para apoyarnos, los genoveses están esquilmando los bosques y gastan más las flotas que las catedrales.

Así, en una agradable charla, el sabio y su huésped esperaron la noche alrededor de una lumbre de encina olorosa, que se escuchaba entre los silencios, rota y quejumbrosa. A la mañana siguiente, el aire que bajaba de las montañas era frío y los hombres se arroparon en un carruaje que les llevó hasta las obras. Allí les esperaba el obispo y gentes patricias, y en grupos pequeños fueron subidos mediante una rueda que movían tres hombres con gran pericia.

Dibujo de Notre Dame.

Dibujo de Notre Dame.

En aquel ascenso inverosímil, la ciudad se empequeñecía y ahora se veían los bosques y lo que había más lejos, y las vueltas que iba dando el río. Y las otras ciudades, desde allí tan pequeñas, parecían barcos anclados en su orilla.

Su Eminencia hablaba y hablaba…

– Son muy importantes estas ideas. Mirad, todas esas laboriosas ciudades, que beben la vida al borde del río, construyen sus catedrales, o será tal vez al contrario, ¿quién piensa ahora si todas ellas fueron creadas para hacer una Catedral? Realmente eso no tiene mucha importancia, todas sobreviven con dignidad y pueblan y fortalecen el Imperio.

Los ojos turbios de Guillermo ya no concedían al viejo maestro más que la suave sensación de estar flotando sobre un mundo diminuto de manchas de colores que se movían allá abajo. Como en una narración de otra época, el río llevaba la sabia y la vida. Las pinazas se deslizaban río arriba y río abajo, trasladando madera y piedras o vidrio o pasta de cal a Colmar a Maguncia o la opulenta Ratisbona. Era una rica algarabía de actividad febril que daba gloria ver, y llenaba al arquitecto toda el alma de contento.

– El nuevo invento –pensó– daría trabajo durante cien o quizás doscientos años más, a aquella perfeccionada y gigantesca Oficina.

La nieve caía ahora indolente y triste sobre la pequeña ciudad y se amontonaba blanca entre los dientes de los tejados. Poco a poco todo aquel mundo se iba difuminando y desvaneciendo como una mancha imprecisa en el bosque.

– Tal vez alguna primavera -pensó- el sol burlando los arbotantes, cruzará la piel de cristal de los vitrales y llenará de emoción el alma de los hijos de nuestros hijos… @mundiario

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