El animal moribundo, de Philip Roth: deshumanización para definir nuestro siglo

El animal moribundo. / Debolsillo
El animal moribundo. / Debolsillo

A través de esta novela, la perversión y la contemplación del deterioro construyen una prosa única e indeleble de la mano de Philip Roth.

El animal moribundo, de Philip Roth: deshumanización para definir nuestro siglo

Junto a Don DeLillo, la prosa de Philip Roth  indaga en temas que los poderes fácticos y la propia inercia de los mercados consideran como tabúes: el terrorismo, la ocultación de la enfermedad, las consecuencias fatalistas de unos entornos tecnológicos regidos por monopolios empresariales, entre otros.

La obra de Roth pone en crisis todo ese silencio mediático y, cuando me refiero a “mediático” no quedan al margen estilos narrativos que, por presión de las editoriales, evitan el análisis de las realidades humanas más desalentadoras como el mundo de los invisibles.

El animal moribundo, novela escrita en 2001, escruta la perversidad de una psicología que utiliza el escepticismo y una insulsa resignación para sobrellevar sus problemas sentimentales.

La vida de este profesor está marcada por un divorcio traumático y por el desafecto de un hijo del que se siente avergonzado. El desastre de su matrimonio y el vacío afectivo que lastra su hijo son consecuencia de una personalidad que se ha movido a lo largo de los años por sus propios intereses, intereses esporádicos y marcadamente hedonistas, como si David Kepesh quisiera vivir en una juventud perpetua, olvidándose de cualquier responsabilidad moral hacia sus semejantes.

Su  condición de crítico literario parece mantenerlo al margen de la evolución de los acontecimientos terribles que suceden a su alrededor; no solo aquellos que derivan de su fracaso como marido y como padre, sino también los que lo involucran como un amante interesado y como un amigo que entiende las relaciones humanas como un pretexto para hacer más soportable la soledad.

Como en otro de sus trabajos como Pecho, Roth se detiene minuciosamente en la descripción del sexo como un acto puramente físico, eminentemente visceral, lejos de cualquier sentimentalismo que ablande al lector. Del mismo modo, la descripción de la enfermedad, sus escabrosos pormenores, alimentan una perspectiva del futuro completamente desoladora.

Quizá, sea El animal moribundo una perturbadora obra maestra que nos enfrenta a nosotros mismos, a esa falta de empatía que medios de comunicación y macdonalización social potencian con toda clase de estrategias para obtener consumidores en masa.

Detrás de la figura de David Kepesh, hay un mundo de mentiras, una personalidad difusa, un ser tan aborrecible como común en muchos de nuestros contextos, consecuencia del individualismo y la tecnocracia a la que someten instituciones que deberían buscar siempre el beneficio de lo público.

La solidaridad del protagonista hacia el amigo agónico y hacia la enfermedad de una alumna exuberante con la que ha mantenido relaciones sexuales no es más que la reacción de un hombre educado, pero distante, que ha hecho de su vida una clase de descorazonadora complacencia con su propio egoísmo.

Queda claro el carácter de parábola que domina el texto desde el principio. Su crítica a la posmodernidad no es efusiva, pero está latente. Nos seduce esa narración zafia, como si, en algún momento, nos sintiéramos identificados, como si fuésemos partícipes de esa búsqueda inútil de una felicidad que no existe o que podemos comprar.

David ni se molesta en hacerlo. Desde el cinismo, vive la decepción de las promesas incumplidas y su ego desmesurado lo lleva sin remedio a un proceso de determinante autodestrucción.

Aunque parezca una contradicción, al terminar la lectura uno siente que David es una víctima más a la que la civilización ha despojado de toda carnadura humana, entendiendo lo humano como la puesta en práctica de los valores judeocristianos que han marcado instituciones como la educación o la familia.

Comentarios