Amor en Capri: El sueño roto

Pompeya. / RR.SS
Pompeya.

Me fui de la Isla pensando en quien no habrá sentido la tentación alguna vez de llevar una peligrosa vida secreta... / Relato literario

Amor en Capri: El sueño roto

“Allí mi corazón tuvo su nido”.

Garcilaso

Hace algún tiempo acepté con mucho gusto, pero cierto temor, una invitación para ir por primera vez a Nápoles por varias razones. La primera porque pienso que es una grosería imperdonable no atender a una invitación galante, pero sobretodo porque, ¿quien desprecia la oportunidad de descubrir una Pompeya insepulta?, la única ciudad del mundo clásico que ha sobrevivido, según nos recuerda Attilio Brilli. Una ciudad extraída de la tierra, casi escavada de las cenizas y tallada sobre el lapilli y las puzolanas volcánicas, llena de mataforas de muerte sobre el azul del Tirreno.

Quién no tiene pavor a cruzar el lago del Averno ó atravesar la metáfora de la puerta del infierno. “Raramente he entrado en una ciudad extraña sin cierto temor, pero ninguna me ha invadido de terror como Nápoles”. Esas palabras en boca de Symons, quien escarbó con clarividencia entre las ruinas de tenebrosas ciudades italianas, cittá collinari, llenas de guerras fraticidas y crimenes nefandos del papado, durante el medievo y el Renacimiento, se convertían para mi en articulo de fé.

Una exótica invitación de nuestra amiga Alejandra, nos ofrecía la hospitalidad de pasar la mitad de los  días en su casa del barrio de los españoles y la otra mitad en una casa de verano que sus amigos tenían en la colina cerca del cielo en la isla de Capri, Ana Capri, allí, invocando a Bocaccio, terminaríamos instalándonos un grupo de amigos durante unos días.

Alejandra nos llevó cierta noche a la casa de unos amigos. Entre los invitados a aquella velada había un joven profesor de filosofía de la Sorbona que se había enamorado de una estudiante napolitana, siguiéndola hasta Nápoles hasta conseguir que le aceptase en matrimonio. También un conocido doctor de la ciudad acompañado de su esposa, y los propietarios de la casa, un poeta de aspecto triste y abatido, aristócrata de izquierdas muy al estilo hedonista de Malaparte, tan propio del parlamento italiano y su muy sumisa esposa, una donna triste, casi invisible. Del anfitrión de la cena, Alejandra nos contaría después su dramática historia, que trajo a mi memoria la leyenda de “Cumbres borrascosas”.

Recuerdo difusamente los platos de aquella cena-encuentro, más brillante por la conversación que por la famosa cucina napoletana de herencia grecorromana de la que hablaba Ruperto de Nola

Recuerdo difusamente los platos de aquella cena-encuentro, más brillante por la conversación que por la famosa cucina napoletana de herencia grecorromana de la que hablaba Ruperto de Nola, cocinero que fue del rey de Nápoles en el XVI. Una cocina, según la tradición, llena de invasiones extranjeras y de civilizaciones desaparecidas a lo largo de los siglos. Lo que si no he podido olvidar, porque dicen del vino que tiene memoria, es el caldo que nos escanciaron aquella noche y sobre todo su leyenda. En primicia para sus invitados, el poeta napolitano, mientras nos servía personalmente, nos revelaba que el volcánico caldo que denominó “Villa dei misteri” era un logro extraordinario, una inversión de osado riesgo en la que había apostado la bodega más prestigiosa e histórica de Nápoles; Mastroberardino, exhumando el ADN de los calcinados sarmientos hallados bajo la lava solidificada del Vesubio en Pompeya.

¡Asombroso!, exclamamos alguno de nosotros sin poder ocultar un educado gesto de incredulidad ante aquel nuevo experimento de Frankenstein. Era curiosa la extraña noticia, de que la ciencia nos permitía en aquella ciudad misteriosa, degustar tal vez el mismo vino con el que dos mil años atrás en uno de sus palacios, el invicto y sibarita general Licinio Lúculo, acompañaría tal vez alguna de las lampreas que le transportaban vivas desde la lejana Galaecia en el confín del mundo, esquisitez prehistórica cuyo secreto le había transmitido el legado de su antecesor, Decimo Junio Bruto. Con los efluvios del caldo romano y entre risas, nos imaginábamos como faunos y sátiros, escanciados por las sensuales ninfas de los frescos pompeianos, cuando en realidad nos servia la cena una doncella de bigote siciliano, tutelada en todo momento por la virtuosa esposa del anfitrión, que atendía con esmero servicial a los invitados, pero con cierto aspecto de magdalena enlutada que ocultaba algún oscuro secreto. El protocolo, y aun a riesgo de pecar de pedantería, no impidió que algún comensal enardecido en la ardiente velada por la presencia de las Bellas en la mesa, declamase con vehemencia una leyenda sagrada que colgaba sobre los antiguos lupanares en la ladera del Vesubio: Própter virilis magnitudinem membri.

La casa de nuestros anfitriones estaba colgada de la ladera de Possilipo, una villa inmóvil en el mismo lugar desde los tiempos en que Cicerón descendía hacia el sur cada año, para pasar el estío

Salimos disimulando algunos tumbos a la noche caliente... La casa de nuestros anfitriones estaba colgada de la ladera de Possilipo, una villa inmóvil en el mismo lugar desde los tiempos en que Cicerón descendía hacia el sur cada año, para pasar el estío. Uno de aquellos días descubrí en el museo arqueológico, una panorámica del Vanvitelli, que registraba para la historia el devenir de tan privilegiadas residencias y su cambio de ropajes a través del tiempo.

Mientras caminábamos por la vía Caracciolo hasta Piazza Vitoria y de allí hasta el Teatro de San Carlo, mi profesora de italiano nos recordaba que teníamos entradas para la ópera al día siguiente, en aquel palacio oriental e iluminista de Carlos III, lleno de ecos de operas bufas y de romances incendiarios; Se presentaba Don Giovanni, cuyo libreto se decía lo había asesorado personalmente Giacomo Casanova, amigo de Da Ponte por encargo del empresario Barbaia, que no sospechaba el muy ególatra, que el propio Rossini le iba a robar a su amante española, la bella promiscua Isabel Coltrain. Todavía no había venido al mundo Moravia, para instruirle como se portaban algunas españolas.

Ahora estábamos a las puertas del laberinto del barrio de los españoles, una babilonia superviviente llena de secretos. En busca del apartamento, donde Alejandra ocultaba de sus ancianos padres, una vida licenciosa, sobre nuestras cabezas entre sus balcones volados con los toldos descoloridos por el despiadado sol meridional, se tendían impúdicas como banderolas al viento las ropas de los vecinos. Aunque cerrados en la medianoche se adivinaban entre faroles, altares alumbrados con bujías y jardincillos colgantes, los talleres clandestinos donde se copiaban impunemente las mas elegantes firmas de moda. Alejandra había empezado a revelarnos la triste historia que nos llevaría al día siguiente al mas antiguo refugio dorado del Mediterráneo, la isla de Capri, una atalaya que en otro tiempo vería deslizarse sobre las aguas azules a Eneas o a Ulises.

Camino de nuestro Retiro en Anacapri, hicimos una escala intemporal en la mansión de Axel Munthe colgada de la montaña escarpada

Camino de nuestro Retiro en Anacapri, hicimos una escala intemporal en la mansión de Axel Munthe colgada de la montaña escarpada. Allí escondió sus soledades del alma, dos mil años atrás, el emperador Tiberio, “el mas triste de los hombres” según Plinio, pero a principios del siglo pasado, el médico sueco, se había construido una villa grecoromana llena de luz. Seguimos el sendero de columnas dóricas, bajo la pérgola cubierta de enredaderas entre las flores de primavera y el canto de mil pájaros. Te asalta en este nido de águila, una extraña melancolía entre los bustos vetustos de mármol rescatados de Pompeya. Hay un joven efebo romano de bronce, que parece aguardar pensativo el paso de los siglos, enverdecido por el paso del tiempo, tal vez adornó el jardín de alguna villa pompeiana donde permaneció enterrado veinte siglos.

Fue esta isla, donde vuelan los pájaros mezclados con los versos de los poetas antiguos,  asentamiento de gigantes en el neolítico, de villas imperiales romanas con Augusto,  abatida por los saqueos durante siglos y finalmente refugio de poetas a partir del XIX. A vista de cíclope, contemplo extasiado este golfo legendario, por donde navegaron mis héroes de juventud, Alejandro, Aquiles, Helena... Sueño desde aquí arriba inútilmente, el mejor de los mundos. Buscamos después nuestro retiro solitario en la casa del poeta napolitano y allí nos escondimos rodeados de un jardín oloroso de limoneros durante dos espléndidos días de primavera, en que las horas transcurrieron entre cuentos e historias. Y fue entonces cuando Alejandra nos contó la triste aventura de sus amigos maldecidos por el destino.

– Había llegado el romántico poeta a una triste monotonía en su aburrido matrimonio prematuro. Como le ocurre a tantas parejas con el tiempo -pensé-, quien sabe que razones les llevaron a un descuidado interés por el compañero, a un abandono de si mismos. Alejandra con cierta sorna perversa, opaca a cualquier sentimiento pasional, proseguía con la parte mas oscura de su relato...

– Entonces se cruzó en su camino una sombra hechicera con los ojos del color azul del mar Tirreno, y como dos amantes patricios decidieron esconder sus encuentros prohibidos en lo mas alto de la isla. Tal vez soñando con una eternidad imperecedera, se construyeron la villa de la que ahora nosotros disfrutamos. Hacía poco tiempo que habían finalizado esta pequeña casa, dos o tres veranos apenas gozaron abrazados en su escondrijo, cuando la parca visitó de improviso a su dulce compañera de sueños.

El pobre poeta –le compadecía Alejandra–, herido de muerte como Petrarca tras la muerte de Laura ó Bocaccio de la joven Beatriz, cayó en una profunda depresión. Estando a punto de perder la cabeza y la vida despeñándose desde alguna roca tarpeya de la isla que encubrió sus amores, buscó el perdón de su resignada esposa, que olvidó la humillación y le permitió volver a su lado con una terrible condición; Debería deshacerse sin dilación de este nido pecaminoso, escondido cerca de las nubes, donde estamos ahora nosotros gracias a tan sufrida mujer.

Me fui de la Isla pensando en quien no habrá sentido la tentación alguna vez de llevar una peligrosa vida secreta. Visité al día siguiente las ruinas de Pompeya donde yacían desesperados los amantes de la villa del Criptopórtico, abrazados durante veinte siglos bajo la lava ardiente del Vesubio, entonces recordé las palabras del mas apasionado de los poetas: “esto es amor, quien lo probó lo sabe”. @mundiario

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