American Beauty: las caras de la mentira

Fotograma de American beauty
Fotograma de American beauty

En esta película pasamos de momentos de ácida comedia, con situaciones geniales, de una crítica corrosiva que desbarata la postura del americano decible, a puntuales momentos dramáticos.

American Beauty: las caras de la mentira

Elijo la revisión de una película de la que guardo un contradictorio recuerdo. Lo único que sé es que, hace unos trece años, no supe si me había gustado o no, si prevalecían en mí ciertas náuseas ante los personajes o si las buenas vibraciones cinematográficas eran una trampa en la que había caído como tantos. La película es American Beauty (1999), de Sam Mendes. Unos óscares raros en Hollywood, por ser una película éticamente incorrecta, aunque tal vez con un desenlace por el que se hacía perdonar.

A veces, el peligro es el inverso al del buenismo. Se empiezan a amontonar personajes aquejados de alguna característica que los hace anormales. Son raros, como aquellas escasas personas que vemos destacar a nuestro alrededor por una actuaciones que difieren claramente de las nuestras, y no precisamente por haber alcanzado el triunfo social. Personajes singulares de historias a veces atractivas, pero que generalmente no quisiéramos para nosotros mismos. Estas películas nos permiten verlos de cerca, sin peligro de agresión o de contaminación. Son vidas exóticas que observamos con el mínimo morbo que nos sugiere nuestra consolidada instalación en la normalidad. Por ese camino, se puede llegar al exceso, a una circense galería de monstruosas bajezas. En American Beauty se elude bien este peligro de caer en un tremendismo sin sentido, pese a tenerlo todo para ello. A este resultado ayuda el que se nos muestre a los personajes desde la perspectiva que aporta la mirada de un muerto jocoso. Desde esa saludable distancia, esta historia asume la posibilidad de la belleza, de la redención en unas vidas superadas por limitadoras inercias.

En esta película pasamos de momentos de ácida comedia, con situaciones geniales, de una crítica corrosiva que desbarata la postura del americano decible, a puntuales momentos dramáticos, atravesando por una impúdica visión del erotismo, una peligrosa poética de la belleza y, en general, un desmontaje de la mentira, que es lo más reconfortante que se nos da y que compensa del contacto con algunas desagradables manifestaciones de lo morboso. Junto con esta bien llevada oscilación por los diferentes sentimientos que nos produce, la mejor virtud de esta película es la creación de unos diversos y muy interesantes personajes.

Lester, el protagonista, interpretado con una sensibilidad primorosa por Kevin Spacey, es un hombre que tarda en darse cuenta que se ha rebasado a sí mismo, que está caído, abandonado, más allá de sus creencias, a expensas de un mundo obligatorio que le produce asco y al que solo le ha sabido oponer un triste y torpe consuelo.

La mujer, Carolyne, bien interpretada por Anette Bening, en un estúpido papel que no admite matices, es el arquetipo de la mujer vacía, materialista, superficial, que basa sus movimientos en la confección de una imagen exitosa.

La hija, Jane, es una adolescente que responde a los crueles calificativos de su padre: malhumorada, confusa..., pero porque está a la espera de la mano de alguien que le muestre los caminos de una vida verdaderamente amable, que la libere de unos padres desentendidos y vergonzosos.

La amiga de la hija, es una adolescente que siente pánico por la posibilidad de ser considerada un ser vulgar y se mueve en una fuga falaz que nunca la salvará de la vacuidad en la que insiste.

El hijo del nuevo vecino, Ricky, representa al hombre liberado de los convencionalismos y que desprecia las salidas de emergencia tácitamente permitidas. Escruta la realidad con la mirada de su cámara de vídeo (me recuerda en esto al Bruno Ganz de En la ciudad blanca, de Tanner) hasta extraer una belleza oculta que lo conmociona. Lo suyo es un misticismo transgresor, nuevo, único, que le permite ver, en una mujer moribunda, la mirada de Dios, o sentir, en el vuelo de una mera bolsa de plástico, una fuerza increíblemente benévola que le hace comprender que jamás hay que tener miedo. Es, tal vez, el único personaje que no se ha mentido a sí mismo sino que tiene que hacerlo a los demás, para sobrevivir en su actitud genuina, en medio de un mundo lleno de coerciones latentes.

 

American Beauty, 1999. #americanbeauty #90s #angela Follow @velvetscreen for more 🥀

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Por otra parte, el padre de Ricky, coronel retirado, nos muestra una distinta expresión de la mentira, bajo su máscara de hombre serio, riguroso, disciplinado, inflexible, esconde una homosexualidad reprimida.

En su mayoría, lo que sienten estos personajes es miedo: a sí mismos, a lo que podrían mostrar si se vieran obligados a desistir del falso camino que, con el beneplácito de una sociedad que premia la mentira, se han autoimpuesto. La Rochefoucauld hubiera disfrutado viendo esta galería de personajes que se mueven por íntimas necesidades que no son las que representan. Pero tal vez se hubiera marchado en el último tramo de la película, cuando las máscaras empiezan a borrarse bajo la lluvia de fracasos y se atisba una posibilidad de rehabilitación a través de la indeclinable irrupción de la verdad postergada.

La película está llena de escenas muy logradas, Si tuviera que elegir una, esta sería la del tragicómico encuentro en el garaje, entre Lester y el coronel. Este, movido por un cúmulo de malentendidos y provocados engaños, aguijoneado por su instinto homosexual, se dirige, alterado, bajo la lluvia que no siente, hasta el garaje donde Lester está haciendo los ejercicios gimnásticos con los que pretende un buen desnudo para su soñado encuentro sexual con la amiga de su hija. El coronel, empapado, avanza. Él lo ve llegar y le abre la puerta. Lo mira con compasión, pero el coronel, ya solo inmerso en el deseo, lo interpreta todo como signos de seducción. Impactado por esa actitud dolorida, trastornada, lo abraza con humanidad, a lo que el coronel le responde con un tímido beso en los labios. Lester reacciona serena, compasivamente. Le dice que se ha equivocado. Sus rostros, sus cuerpos, alcanzan cotas de altísima expresividad. El del coronel transmitiendo una infinita pena de sí mismo, el de Lester, descubriendo - o recuperando -, en esa perplejidad, un alto grado de humanización, de dignidad. Todo con el fondo nocturno de la lluvia cayendo tras la puerta del garaje, en uno de los momentos antológicos de la historia del cine.

American beauty podría ser una película más de las que explotan el clásico argumento del hombre que, llegado al límite de su insatisfacción, se libera de todas sus cadenas e inicia una vida insegura pero auténtica, criticada, atacada por quienes no se realizan como él, por los que están atrapados en el espíritu gregario. Pero esta historia nos da mucho más: una galería de excelentes personajes a los que se desenmascara, una ácida crítica de una sociedad que predispone a las actitudes enfermas. Esta vez no me he sentido caído en una trampa. El giro final, la mirada nostálgica de Lester a un retrato familiar del pasado, un instante antes de la muerte, me parece un buen deseo de reconducción, una buena posibilidad de renacimiento. Aunque tal vez sea ya demasiado tarde para pretender recuperar relaciones largamente malogradas. Solo Ricky y Jane, en los prolegómenos de su etapa adulta, aún tienen ante sí, casi intacto, el cometido de una vida auténtica y valiente. Tendrán que luchar contra muchos, contra sus propios excesos y desfallecimientos, frente a una sociedad desnortada y perversa. @mundiario

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