Aligerar la pesadumbre de vivir

José Sacristán en la obra de teatro Señora de rojo sobre fondo gris.
José Sacristán en la obra de teatro Señora de rojo sobre fondo gris.
Delibes concibió Señora de rojo sobre fondo gris como una forma de alivio personal y a la vez un regalo póstumo a su mujer, para ver lo que vio sin verse.
Aligerar la pesadumbre de vivir

Un pintor vestido con un suéter rojo, sosteniendo un vaso de agua entre las manos, colocado en un lateral cerca de un taburete rojo, solo y con cierto aire de desaliento, recordando con igual melancolía que entusiasmo a su mujer fallecida, y minutos más tarde ocupando el centro del escenario, asépticamente decorado con una lona gris que cubre todo el espacio vertical, una mesa y dos sillas grises, una estantería casi vacía con media docena de volúmenes, algún objeto diseminado por el suelo, un lienzo vuelto del revés sobre un caballete. No le hacen falta más artificios ni recursos a José Sacristán para interpretar al pintor Nicolás con tanta solvencia como si llevara no unos meses sino varios años instalado en su negrura de su dolor. Hay un rastro indeleble de pesadumbre en su mirada y en su voz, tan poderosa ésta que con su presencia consigue inundar la escena. «Una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir», dice el pintor, y de pronto esa declaración de amor por su esposa Ana emana tanta frescura que parece inventada sobre la marcha, surgida no de la premeditación sino del curso natural de los acontecimientos, de la evocación sincera, pero en realidad esa frase se la había escuchado Delibes al filósofo Julián Marías durante la réplica a su discurso de ingreso en la Real Academia Española en mayo de 1975, hace más de cuarenta años. En cada palabra que pronuncia Sacristán, en los sutiles giros dramáticos, en sus gestos mundanos, se intuye detrás la presencia de Delibes, su estilo directo, la sintaxis limpia y sin adornos, precisa y certera como un puñal hendiéndose en el estómago.

En Señora de rojo sobre fondo gris, probablemente por un acceso masculino de pudor, Delibes se protege con Nicolás, un pintor que tras la muerte de su mujer Ana siente que se le ha agotado sin remedio el talento, si acaso alguna vez lo tuvo, si no fue la presencia de ella la que lo alentaba y lo hacía aflorar. Pero el dolor de Nicolás no es inventado, sino simétrico al de Delibes, alimentado y construido a partir del suyo propio, del sentimiento de vacío y desaliento irreparable que sintió cuando murió su mujer Ángeles de Castro a los cuarenta y ocho años. Sin su referencia Nicolás se ve incapacitado para volver a pintar, para deslizar el pincel sobre un lienzo con algún propósito sólido, paralizado por la ausencia de Ana, del mismo modo que Delibes fue incapaz de escribir unas pocas líneas seguidas sin que lo invadiera una sensación de impostura o de falta de verdadero talento para su oficio. La sola presencia de su mujer lo sumía en una felicidad doméstica y serena, y con eso le bastaba, pero sólo había sido capaz de averiguarlo cuando ella ya se había ido. Pero no tardó nada en descubrir que su ausencia lo desalentaba y lo trastornaba, lo incapacitaba tan agudamente para seguir dedicándose a su vocación como si una amnesia súbita le hubiera arrebatado todo lo que se había esforzado en aprender durante años. El pesar de Nicolás y el de Delibes son tan próximos y tan francos como el de la mujer de La voz humana de Cocteau que se niega a perder a toda costa a su amante.

Delibes concibió Señora de rojo sobre fondo gris como una forma de alivio personal y a la vez un regalo póstumo a su mujer, para ver lo que vio sin verse, como anotó Max Aub en sus diarios. No pretende ocultarse, sino protegerse con un pintor que es él mismo: el dolor que comparten ambos es tan similar que ignorar o negar el parecido resulta un empeño absurdo. El retrato de la mujer vestida de rojo con tonos grises de fondo es casi idéntico a la Cantante del cuadro de Juan Gris: tal vez el pintor que retrató a Ángeles poco antes de su muerte se había inspirado en este mismo cuadro. Delibes lo tenía colgado en su despacho, y quizá lo único que le irritaba era no haber reunido el talento suficiente para haberlo pintado él mismo. Si Nicolás siente una devoción tan poderosa por Ana, si su sola invocación lo estremece y lo embriaga, es porque el suyo es un amor puro. En la viveza de cada recuerdo Nicolás consigue restituirla, dotarla de una identidad muy precisa. En todo esto hay una intuición dolorosa: si el pintor no la hubiera mirado con tanto fervor, si no la extrañara irremediablemente, tal vez la presencia de su mujer no sería tan poderosa. Da la sensación de que Ana es una mujer cautivadora porque Nicolás la mira: sin la intervención de su mirada quizá no lo sería en un grado tan elevado.

Nada en la función es tan valioso como las palabras escogidas por Delibes con la precisión de un artesano, la sintaxis en apariencia simple pero en realidad sólida y certera. Toda la longitud del idioma está al servicio del desaliento de Nicolás. Las palabras de Delibes, su íntima confesión, nos otorga un refugio invulnerable a la progresiva precarización del idioma, al uso cada vez más irresponsable y arbitrario de las palabras. Sobre el escenario Sacristán, con una presencia portentosa, con un despliegue de habilidades refractarias a la pirotecnia, demuestra que con varias decenas de frases bien urdidas se puede conmover hondamente. Imaginar ya una voz diferente a la suya interpretando a Nicolás es un ultraje inaceptable, igual que lo sería que la voz de la Menchu de Cinco horas con Mario no se correspondiera con la de Lola Herrera. No es preciso hacer apenas ningún esfuerzo para imaginarse a Delibes conmovido al final de la función, puesto en pie, confundido entre la multitud, borrado por ella, tal vez con los ojos ligeramente húmedos, aplaudiendo a su amigo Sacristán con una emoción más contenida que estridente. Le habría conmovido mucho el drama de Nicolás, que en el fondo es el suyo propio. Aunque tal vez fuera demasiado tarde, Miguel Delibes descubrió que con la sola presencia de Ángeles podía ser feliz. Y descubrimos ahora, como una revelación inesperada, que la sola presencia de Delibes y Sacristán aligera nuestra pesadumbre de vivir. @mundiario

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