Alejandra Pizarnik, enamorada del desamparo, de lo huérfano, de la muerte

La poeta argentina Alejandra Pizarnik
La poeta argentina Alejandra Pizarnik. / RR SS

Lo cierto es que, durante toda su vida, Alejandra Pizarnik pareció esforzarse en ponerse ante sí un nivel de satisfacción inalcanzable.

Alejandra Pizarnik, enamorada del desamparo, de lo huérfano, de la muerte

Disponemos de muchos elementos que nos hacen conocer el mundo interior de la gran poeta argentina, de ascendencia rusa, Alejandra Pizarnik (1936-1972). Ella sabía que no iba ser conocida solo por su obra puramente literaria sino también por todos los escritos adyacentes que intentaban explicar su complejo ser. En una de las cartas a su psicoanalista León Ostrov, le dice que va a numerarlas para facilitar la labor de sus biógrafos. Sus magníficos diarios los publicó, en parte en vida, y deseaba que la sobrevivieran. Otra cosa es que la familia quisiera ocultar algunos pasajes del mismo, por considerarlos vergonzosos.

Pizarnik nunca se adaptó a unos programas. Prefería estudiar a su aire. La lectura era para ella algo salvífico cuando le parecía provechosa o si la eximía bellamente de sus asfixiantes elucubraciones. Confiaba en su mundo mental, en construirlo genuinamente, en sentir que era ella una persona que inauguraba un bello sendero interiorizado. Necesitaba la soledad, aunque, en algunos momentos, ansiara resolverla: “Noches en que oprimo desesperada la almohada suspirando por transformarla en un rostro humano”.  Partiendo de Leopardi, con el que se identificaba, decía: “¿De qué soy culpable?, ¿por qué este eterno sufrir?, ¿qué hice para recibir tanto golpe duro y malo?”

Hay en su diario numerosas anotaciones referidas al aprendizaje de su trabajo de poeta: “Las imágenes solas no emocionan, deben ir referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia”. Tenía una capacidad de autocrítica que la ayudaba a ir engrandeciéndose: “Descubro que mis poemas son balbuceos. Necesito leer más, averiguar la forma, la construcción”. Pero, a veces, padecía un sentimiento que todo escritor ha experimentado alguna vez: “Hay demasiados libros, todo ya ha sido escrito… He llegado tarde al banquete de la cultura universal”. Se aliviaba cuando se disolvía en la irrealidad de la escritura, lo cual no significa precisamente conectar con la alegría: “Despierto alegre. Tal vez, a causa de ello, imposibilidad de escribir un poema”. Escribir la calmaba, la reafirmaba en su defendida singularidad, pero no resolvía sus contradicciones: “Por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura”.

Dejó escrito que no tenía ni un recuerdo bueno de su niñez (aunque su hermana Miriam contaba lo contrario). Desde siempre se sintió adherida a un opresor sufrimiento: “Con todo derecho yo puedo hablar del dolor de estar viva”. Tal vez era que tampoco se había fijado nunca en el padecimiento de los demás. En sus escritos, en sus poemas,  en sus cartas, apenas se encuentra algún comentario empático o compasivo. El objeto de sus pensamientos era siempre ella misma. Se sentía sola: “Mi soledad es total. Es atroz”, escribió en sus solitarios años en París. Pero, cuando volvió a su Argentina natal, no soportaba a su familia. Lo reconocía: “Mi imposibilidad de amar. No veo a los otros sino que me reflejo en ellos, recojo en ellos mi imagen”. Y el caso es que la compañía de sí misma, muchas veces, no era sino entregarse a lo terrible: “Miedo de mí. Cada vez que pienso en mí dejo de reír, de cantar, de contar. Como si hubiera pasado un cortejo fúnebre”.

Alejandra Pizarnik fue siempre —aunque, por periodos, se liberaba de ello— dependiente del alcohol y de todo tipo de fármacos, como las anfetaminas o los barbitúricos. Y era bastante enfermiza e hipocondríaca: “Estoy enferma del corazón. Me dan sedantes. Al fin me he enfermado concretamente”. Su autoestima tampoco era muy potente: “Una mujer tiene que ser hermosa y yo soy fea. Tal vez por eso piense que jamás me amarán”, escribía en su diario, a los diecinueve años, aunque luego mejoraría algo su opinión sobre su imagen. Pero siempre tuvo problemas con su silueta: “Para no comer necesito estar contenta. No puedo estar contenta si estoy gorda”. Además, adolecía de cierta tartamudez o, como decía ella: “No es tartamudez. Es la imposibilidad de pronunciar ciertas consonantes, particularmente las nasales”. Siempre le gustó dar la nota con una vestimenta muy libre, inadecuada, con un pelo corto que la ponía en el punto de mira. Así lo cuenta su hermana, cuando habla de sus paseos en Buenos Aires, cuando iba llamando la atención por ir enseñando el ombligo, supuestamente influida por los aires modernos que había adquirido en París. Ella misma lo reconocía: “Mi vestimenta bohemia y mi voz ronca hace pensar en la homosexualidad”.

Alejandra nunca aceptó ser encasillada como lesbiana, sino que se consideraba mucho más que eso, más libre, naturalmente bisexual. En aquella época, esas manifestaciones podían resultar peligrosas. En el sexo tampoco podía ser, de ningún modo, convencional: “Odio las posturas naturales, la palabras tiernas y ya conocidas”. El sexo le atraía,  pero disfrutaba de él tanto en su presente como después la dejaba insatisfecha: “Una vez terminado el acto de amor hay una tristeza de deseos apagados, un desorden mudo, un arrepentimiento absurdo”, o: “Lo que queda después de haberme reído es exactamente lo que queda después de haber hecho el amor toda la noche: un gusto a muerte, un desierto de cenizas”. Desde luego, el sexo no le servía como puente comunicativo, como medio amoroso. “Nunca tuve prejuicios sexuales. Para mí el acto sexual es independiente, una especie de zona cerrada por un círculo. Se puede hacer el amor con cualquiera con que no intervengan conceptos como amistad, familia, etc.”  En su diario, habla de su estancia en Capri y de sus enamoramientos platónicos con mujeres que observaba en las terrazas de los bares. A la vuelta, en el hotel, tal vez se aplicaría esta creencia suya: “Lo del sexo es otra mentira. Un instante de onanismo, nada más. La gente debería masturbarse. Amar platónicamente y masturbarse”.

Desde siempre, se consideró infeliz: “Una sola vez fui feliz: cuando corrí a caballo, desnuda, por la playa. Fue entonces cuando palabras como tierra, sangre, sexo, adquirieron realidad, se hicieron tan reales que desapareció la voz; y el sentir y el hablar no se diferenciaban”. Por eso, desde muy joven concibió como una salvación la idea del suicidio. “Estás enamorada de la muerte, dijo Roberto, y yo me ruboricé”. Se sintió plenamente descubierta, como si ese joven hubiera leído sus diarios o su pensamiento y esa obsesiva reiteración. Doce años antes de quitarse la vida escribió: “Anoche pensé qué medios utilizaré para suicidarme”. Un año después: “Dentro de muy poco me suicidaré”. Y otras veces: “Pienso en el suicidio, coqueteo con él”. Más adelante: “Y dentro de cuarenta años, si vivo —es un decir; pero espero no estar en esta farsa imbécil”.

No se encontraba a gusto en el mundo, como si tuviese que nadar en un medio hostil: “M es la única persona que me permite aceptar con alegría mi persona. Quiero decir: cuando estoy con ella me alegro de ser yo”. Pero, ¡son tan escasos esos alivios que la podrían curar! “La mayor parte de mis sufrimientos se derivan de que nunca fui insustituible para nadie”. Pero, es seguro que su inevitable actitud favorecía esos distanciamientos. Y es que vivía ensimismada en su mundo: “La única desgracia es haber nacido con este defecto: mirarse mirar, mirarse mirando”. Cuando cita a Julien Green, “iba perdiendo el don maravilloso de ver las cosas tal como no son” está declarando su necesidad de trocar mentalmente una realidad que la deja profundamente insatisfecha. Se siente radicalmente desgajada de una conexión acogedora: “Jamás seré amada por la persona que he elegido… Pensar que ningún ser me necesita, que ninguno me requiere para completar su vida”.

Desde muy joven, se sometió al psicoanálisis, aunque luego pasaría por largos periodos de abandono, como cuando pensaba: “Tengo que dejar el psicoanálisis. Tengo que reconocer, de una vez por todas, que en mí no hay qué curar”. Su primer psicoanalista fue León Ostrov, con quien luego mantendría una jugosísima correspondencia, en la que ella se abría como si siguiera permaneciendo en el diván. A él le relata sus muchos momentos difíciles, en su estancia de 1960 a 1964 en París (aunque, por otro lado, pero no lo cuenta ella, también sabemos de muchas risas suyas, de muchas noches pasadas con compañías ilustres o no, con Cortázar, Paz, Calvino…) “Anduve enferma: el corazón, la tensión, etc. Resultado: debo llevar una vida controlada y ordenada sin instantes paradisíacos proporcionados por el alcohol y ciertas pastillas que me hacían feliz”. Y le habla de lo que odia tener que trabajar para ganarse la vida, primero, durante siete horas, después reduciendo el horario a cuatro y teniendo, por ello, que vivir, a veces, en lugares sórdidos: “La exigencia social de ganarse la vida se convierte en un mandato absurdo y alienante para quien pretende no solo escribir  poemas sino hacer poesía con la propia vida”. También le hablaba de sus problemas para obtener un verdadero provecho de las relaciones humanas: “Pero en verdad estoy sola pues ninguno me es imprescindible y hablo y saludo y realizo mi comedia social para no perder todo contacto humano”. Pero tampoco se tapaba a la hora de mencionar alguno de sus aislados encuentros sexuales. Y es que, aunque muy levemente, tenía cierta confianza en que, ese que era un amigo en la distancia, pudiera mitigar algo su sufrimiento: “Entonces le escribo a usted, como si le pidiera que me ayude contra lo que en mí quiere ir a la caída, eso en mí enamorado de la miseria, de la pobreza, del malestar, del desamparo, de lo huérfano, de la muerte”.

León Ostrov la describía así: “Mi primera impresión, cuando la vi, fue la de estar frente a una adolescente entre angélica y estrafalaria. Me impresionaron sus grandes ojos, transparentes y aterrados, y su voz, grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos”. Y en cuanto a su relación profesional con ella: “No estoy seguro de haberla siempre psicoanalizado; sé que siempre Alejandra me poetizaba a mí. La entrega de Alejandra a la poesía era total, absoluta”.     

No sabemos si, finalmente, se sentiría orgullosa de estar hoy reconocida como la gran poeta que fue, una autora verdaderamente genuina, que buscó su propia palabra y lo consiguió en unos versos que describían su laberíntico ser profundo y que fluían con dramática y esforzada facilidad. Aunque a ella, probablemente, escribir solo le sirviera para aplacar momentáneamente su ser ansioso: “Debe de ser idiota esta creencia mía de que al escribir veré una señal, algo con que seguir”. Decía que debía tapar el fracaso de su vida “con la belleza de mi obra ¡Crear!”

Tampoco sé si sus psicoanalistas dieron con la raíz de su mente atormentada. Hay quienes dicen que su vida empezó mal, con una hermana, Myriam, que era más querida, pues representaba lo contrario que ella: la delgadez, la belleza, la no tartamudez, y su carácter no conflictivo. Lo cierto es que, durante toda su vida, Alejandra Pizarnik pareció esforzarse en ponerse ante sí un nivel de satisfacción inalcanzable: “No puedo gozar de la vida. No encuentro en ella ningún interés. Solo algunos consuelos. Yo no quiero consuelos”.

“¿Qué podemos pedir sino más sed?”. Así miraba esta mujer la vida, con una exigencia triste o rabiosa,  inmersa en su cerrado existir; sin preocuparse por lo de todos, por la política; ajena a lo espiritual: “Sé que Dios no existe. Es un problema que no me interesa”. Pretendía encontrar el mundo entero en sí misma: “Lo cierto es que estoy absolutamente exilada de la sociedad y recién ahora compruebo que no es una expresión vacía de sentido. No quiero hablar. Con nadie. Quiero ver claro en mí”.  Cuando empezó a flojear en su precaria fe en la palabra, ya no le quedaba soporte para vivir. Ya no había lugares para la huida en el mundo y tocaba cerrar la biografía de ese personaje oscuro que, con una buena parte de su irremisible realidad mental, había construido. “No quiero ir más que hasta el fondo”, era la frase que se halló escrita en la pizarra de su apartamento el 25 de septiembre de 1972, en aquella noche en la que lo había intentado nuevamente, esta vez provista de un inmenso arsenal contra una vida cuyas posibilidades veía terminantemente agotadas. Se tomó cincuenta pastillas de Seconal sódico, cuando solo unas pocas hubieran resultado mortales. Tenía treinta y seis años y ningún futuro por vivir. @mundiario

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