La agonía del creador en Las ruinas circulares

Portada del libro Las ruinas circulares, de Jorge Luis Borges. RR SS.
Portada del libro Las ruinas circulares, de Jorge Luis Borges. / RR SS.
Soy de quienes ven en esta pieza de Jorge Luis Borges una metáfora de la agonía, del cansancio, del amor, de la ilusión y de la pasión que un creador pone al momento en que vierte todas sus fuerzas para concebir su obra de arte.
La agonía del creador en Las ruinas circulares

Tengo una interpretación sobre uno de los cuentos más conocidos de Borges. A decir verdad, no sé si otros autores u otras reseñas han interpretado como yo este cuento borgiano (tal vez sí), pero lo que me interesa ahora no es ser innovador ni descubridor, sino dar, para el lector de estas líneas, una elucidación del significado profundo que para mí entraña una de las más excelentes piezas narrativas breves del escritor argentino.

Dado que este escritor es un acertijo, un logogrifo, cada composición suya debe ser tomada como una adivinanza, como un guiño; esas historias laberínticas, espirales y hexagonales, son en verdad un puro simbolismo, una metáfora que conlleva un mensaje secreto, provechoso solo para el buen lector. Alegorías, imágenes solamente.

“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche…”. El erudito en preceptiva literaria, el poeta de oído fino, distinguirá en aquella unión de palabras una melodía inusual, una música con mucho sentido, poco frecuente en textos de prosa. Pero este cuento tiene más de fondo que de forma. Está cargado de una potencia conceptual más que cualquiera de las demás piezas. Puede ser entendido desde diferentes perspectivas.

Hay quienes ven en Las ruinas circulares una metáfora del eterno devenir, del infinito, de la espiral sin término. De la eterna búsqueda del hombre. Hay quienes las asocian con la leyenda del Golem, aquel personaje de la mitología hebrea, un personaje incompleto, inacabado… Yo soy, sin embargo, de quienes ven en Las ruinas circulares una metáfora de la agonía, del cansancio, del amor, de la ilusión y de la pasión que un creador pone al momento en que vierte todas sus fuerzas para concebir, para parir su obra de arte, y redimirse a través de ella.

Si bien Borges fue un creador apartado de la política y la sociedad como fuentes de inspiración, Las ruinas circulares puede ser una metáfora de lo que es el proceso de un creador que entresaca de la sociedad más pedestre, de la política más envilecida, su material para la creación. En realidad, Las ruinas son una representación de lo que es el proceso de creación de cualquier artista, sea éste escultor, pintor o poeta. Aunque, también es cierto, vale para los artistas que tienen como cantera solamente su imaginación y nada más que su imaginación.

El soñador. El dios del Fuego. El soñado. Esta trilogía viene a simbolizar al artista o escritor, al medio en el que crea y, finalmente, a la obra realizada. El soñador no sueña espontáneamente: se propone hacerlo. Cada parte del cuerpo de su magna empresa debe ser pensada, planificada. Es como su hijo. Un vástago que es hecho con amor, con pasión, con sufrimiento. “Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que modelar el viento sin cara”. Y la bella alegoría correspondiente a la gran probabilidad de que los primeros ensayos del obrero sean frustraciones y desengaños: “Comprendió que un fracaso inicial era inevitable”.

Algunas descripciones de las acciones del soñador podrían aplicarse, más que a cualquier otro tipo de creador, a los escultores y pintores perfeccionistas como Leonardo que, a veces, ni siquiera tocan sus obras, sino que solamente las contemplan, para ulteriormente seguirlas trabajando: “No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales”. En la escritura, quizá el más próximo a tal descripción sea el vate, el versificador, quien, como un artista plástico, debe pulir la palabra hasta hallarla perfecta, no solo como un mecanismo de transmisión de conceptos, sino como una nota musical, como un fin en sí mismo.

El artista, obsesionado con su obra, así como tiene momentos de perdición, de extravío, como un novelista que no halla el hilo conductor de la historia que debe seguir hilvanando, también encuentra momentos de éxtasis supremo, y son éstos en los que disfruta con su obra como un padre amoroso con su hijo: “En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy”. Nadie entiende la obra como el obrero de la misma. Nadie la puede hacer crecer —o hacer enderezar, si es necesario— como su mismo dador de vida.

Hay momentos en los que la creación es un acto de rebeldía, una obstinación ciega por hallar la ruta indicada, un afán por trabajar hasta labrar y dominar la piedra. Pero hay, ciertamente, otros tantos que no corresponden al trabajo terco, sino a la inspiración casual, a la iluminación espontanea. “Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día”. Las ideas van aflorando, las formas se configuran, el alma misma de la obra cobra vida, y es entonces cuando nace y se hace un corazón que late.

Si somos imaginativos, podemos hallar en todas estas metáforas algunas relaciones con el concepto que la tragedia lírica Scopas, de Franz Tamayo, tiene del arte. En ella, el escultor griego canta a la vida pero también los tormentos que tiene que atravesar para desbastar el mármol.  “El goce de crear que al Dios me iguala.../ No sabes, Doris, lo que dices triste./ ¿Conoces la agonía del artista/ Al instante fatal que inspira y crea?”. Además, el creador tiene algo de dios, algo de constructor total. Fluye su genio como soplo divino de un más allá al que no ingresa nadie que no sea artista.

El creador, por último, debe a veces distanciarse física o temporalmente de su obra. Solamente así podrá desenamorarse de ella para percibir algún defecto, si lo tuviere. Habla Borges: “Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil”. Solo así el artista logra añadir rasgos finos, sutiles, como los pliegues de una tela o las pestañas de un ojo.

La narración sobrecoge no solo por el fondo que contiene, sino también por la forma en que está escrita. Los vocablos se relacionan de formas sorprendentes y cobran vida por cómo suenan. La palabra es un fin en sí mismo. Y Borges, como el soñador que lanza al mundo a su soñado adorado, a su ser onírico trabajado con tanto esmero, lanza a los artistas su cuento, para estímulo e instrucción de los creadores de todos los tiempos. @mundiario

 

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