1984, la vigente advertencia de George Orwell

Portada de 1984.

Las consecuencias de un mundo deshumanizado están penetrando en nuestra sociedad de una forma que, no solo nos negamos a combatir, sino que secundamos con nuestras dependencias. 

1984, la vigente advertencia de George Orwell
1984 es una de esas pocas novelas que, desde la abrumadora distopía, han marcado, hasta hoy, a varias generaciones. La obra que George Orwell publicó en 1949, así como —muy especialmente— El mundo feliz, o Farenheit 451, son terroríficos relatos que en absoluto han caducado y su lectura debe servir para mantenernos alerta. De nada importa que sus ominosas predicciones no se hayan cumplido completamente o ya no se vayan a cumplir en las entonces lejanas fechas previstas –la ya superada de 1984 y la aún venidera en Un mundo feliz—, la advertencia que nos hicieron nos sigue hablando de una realidad posible que está ya parcialmente aquí, o a la vuelta de alguna esquina, en cualquiera de esas fatales derivas en que históricamente hemos visto que puede incurrir una sociedad con una imprevisible facilidad. Las consecuencias de un mundo deshumanizado están penetrando en nuestra sociedad de una forma que, no solo nos negamos a combatir, sino que secundamos con nuestras dependencias.  

La grandeza de 1984 estriba en esa confluencia entre una historia seductora,  perfectamente narrada, que nos intriga y nos inunda del terror que sufre el protagonista, con una serie de trascendentales reflexiones paralelas, que son de índole social, política y filosófica. Este libro contiene innumerables preguntas y la forma de aprovecharlo, en toda su potencialidad, es trasladar esas cuestiones que surgen en el mundo ideado por Orwell, aplicarlas a una atenta valoración de nuestra sociedad actual y a nuestra persona.

Lo que se plantea en este relato es la existencia de un estado totalitario hasta extremos que rozan lo absoluto. La necesidad de denuncia de este peligro supongo que nació en Orwell a raíz de sus recientes experiencias, tanto en la Guerra Civil española  como en la Segunda Guerra Mundial. Y, sobre todo, debido al conocimiento  de esas dictaduras tan criminales, tanto la de los nazis como la soviética. Sociedades posibles gracias a la fácil manipulación de las mentes de unos ciudadanos que no han desarrollado su capacidad crítica, que viven inmersos en su banal inmediatez. En esa sociedad totalitaria: “La opinión que puedan tener las masas se observa con total indiferencia. Pueden tener garantizada la libertad intelectual porque no tienen inteligencia”. Esa inteligencia que no es la aptitud utilizada para realizar tareas concretas y resolver problemas más o menos complejos, sino algo más: la capacidad de visión general, de predecir las grandes manipulaciones, frente a la selectiva estupidización que anula cualquier discrepancia entre el mundo y la mente contaminada. En esa sociedad que Orwell idea se está creando un nuevo lenguaje, mucho más efectivo, pues con su simpleza, ayuda a constreñir el pensamiento de sus miembros. Hay en el mismo, entre otras, esta importante palabra que indica un valor deseable: “paracrimen”, que significa nada menos que “estupidez protectora”.

Este estado totalitario es invasivo y fiscalizador. Son captados hasta los más mínimos gestos de los miembros del llamado Partido Interior, sus sueños que delatan cualquier duda, la lucha íntima imperceptiblemente esbozada en su rostro. Estos miembros forman parte de la clase dirigente, superior, y representan un quince por ciento de la población. El resto es “prole”, aquellos seres que se mantienen “salvajes”, a la manera en que también aparecen en Un mundo feliz, como representantes del pueblo bajo, de la masa amorfa de ciudadanos que siempre permanecerá alejada del poder, sin trascendencia en los designios de las sucesivas e infinitas sociedades.

Pero estos miembros del Partido no son los que viven mejor, sino que además de no gozar de apenas ventajas materiales, están sometidos a la continua posibilidad de ser denunciados por esas grandes pantallas desde las que el Gran Hermano vigila a los miembros del Partido, y expuestos, a que sus propios amigos, padres o hijos, los traicionen a la mínima heterodoxia involuntariamente insinuada. “Percibió por primera vez que si quieres guardar un secreto, has de esconderlo hasta incluso de ti mismo”. “De ahora en adelante, no solo habrás de pensar correctamente, sino que también habrás de sentir y soñar  correctamente”.

Como en los otros dos relatos, antes mencionados, en este también hay un protagonista que heroicamente disiente del orden impuesto. Aquí es Winston Smith, un hombre que descubre en sí mismo su incapacidad de fusionarse con la férrea locura imperante, aunque su trabajo sea de perfecta colaboración, pues se dedica a rectificar los documentos que hablan del pasado, a instancias de un Partido que debe ser apreciado en su infalibilidad y perfección, de tal modo que nunca se detecte una incoherencia o en un error en sus pasos. El problema es cómo encontrar en ese mundo traicionero a los compañeros de ese pensar disidente. Para confiar en su singularísima apreciación del mundo, Winston tiene que afirmarse en este pensamiento: “El hecho de ser una minoría, incluso una minoría de una sola persona, no quiere decir que seas un loco”.

Finalmente, Winston encuentra a Julia, que es una joven rebelde, pero más por conveniencia propia que por una verdadera sensibilidad social. Con ella, pretende estar esquivando la vigilancia del partido, viviendo momentos de auténtica libertad, pero eso es tan solo una sensación momentánea. Cuando finalmente es detenido, la arrasadora maquinaria del estado se pone en marcha, dando lugar a escenas de auténtico terror. Orwell, al parecer, se inspiró en los métodos que vio en las checas españolas, aunque también conocía los soviéticos. Se dice que el Gran Hermano, con ese negro bigote que se le atribuye, sería una representación de Stalin. Coincide con ese personaje histórico la afición por las purgas interiores, esa actitud de sospecha continua, de pánico a la traición, de poder arrasador pero permanentemente vulnerable.

En estos relatos distópicos, la luz se ve en la posibilidad de la contrarrevolución: “Personas que no han aprendido a pensar pero que han estado almacenando en los corazones, en los músculos y el vientre, la fuerza que algún día revolucionará el mundo. Si hubiese esperanza, vendría de los proles”. Aquí, una vez más, se espera la reversión de una sociedad, que ha aniquilado lo humano, por parte de los hombres más puros, aquellos que no se han dejado manipular, aunque haya sido más por instinto que por una convicción que no tienen. Algún día, esos hombres y mujeres que solo atienden lo inmediato, que aceptan la adictiva basura que se les ofrece, que acatan el orden establecido y, en su micromundo, se narcotizan con la pugna de sus egos, obtendrán el poder. ¿O no? ¿Y si así fuera se mantendrían en su pureza?

“La estupidez era tan necesaria como la inteligencia e igual de difícil de conseguir”. Hay muchas clases de estupidez igual que muchas clases de inteligencia. Ambas pueden convivir en una misma persona, sucederse, alternarse, coexistir en un mismo acto. Son estupideces que nos consentimos e inteligencias parciales que exponemos para abrillantar el momento. El ser humano es contradictorio por esencia. Se mueve para su mundo y perjudica al mundo. Alguien adora la bondad pero, cuando tiene la incómoda ocasión, no la ejerce. Uno se lamenta del pronóstico de los cataclismos, pero incurre en el germen que los propicia.

¿Son los que renuncian a acceder a las grandes cuestiones del mundo culpables por su inhibición? ¿Son los que no se rebelan ante la imposición homogénea los necesarios coautores de esta sociedad perversa? Indudablemente están más expuestos a su degeneración aquellos que son más ambiciosos, que necesitan no desprenderse de la clase alta a la que pertenecen. Los de abajo, los que tienen necesidades absolutamente perentorias, también pueden degenerar, pero la trascendencia de ese oprobio es menor.  

La sociedad en la que vivimos ha establecido modos precarios de defender, aunque sea muy parcialmente, las libertades conquistadas. Pero hay otras sociedades, como la de Corea del Norte, en el caso más extremo, en las que ello no es posible. Algunos ciudadanos, conscientes de su inoperancia en la lucha contra el gran poder, se autoinmolan como le pasa a Winston Smith en 1984. Al final, ya no solo obedece al Gran Hermano, sino que da un paso más, aprende a amarlo, se fusiona con él, y así descansa completamente de la lucha que lo ha ido minando. Ya interioriza las consignas y aprende que dos y dos son cinco y que la libertad es esclavitud. “Pero ya estaba todo bien, todo correcto, la lucha había acabado. Había obtenido la victoria sobre él mismo. Amaba al Gran Hermano”. Es un final desalentador, la segura derrota de una sociedad inerte que se ha ido dejando llevar por las fuerzas más oscuras. Pero aún poseemos algunos espacios en donde prevenir las disposiciones aniquiladoras. Unidos en la razón, protegiendo nuestra mirada, todavía podemos desactivar el germen de la coerción, de las hipnóticas falsedades, con las que pretenden convertirnos en cómplices del desmantelamiento de la libertad. @mundiario

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