Matar a un ruiseñor, una fábula de ética, ciudadanía y misterio

El personaje de Atticus Finch, el padre de Jem y Scout, representa a un tipo de hombre casi inexistente, de una integridad moral llevada hasta las últimas consecuencias.
El mayor encanto de Matar a un ruiseñor (1962, Robert Mulligan) reside, por una parte, en que la historia está narrada desde una perspectiva infantil; y, por otra, en la importancia de un fuerte componente ético que nos emociona por su sensible concreción humana. Algunas escenas de esta película me remiten a otras dos, también norteamericanas: a la formidable La noche del cazador (1955), con la que se emparenta en ese terror envuelto en lo poético y lo misterioso que aquí es un aspecto de la historia; y a otra posterior, La jauría humana (1966), que es un parecido retrato de una parte de la sociedad norteamericana, la más profunda, de claros tintes fascistoides.
Nos hallamos ante un cuento en el que tienen una gran participación las andanzas y las miradas de unos niños, pero que contiene, al mismo tiempo, una visión del mundo adulto demasiado realista para que sea considerado del género infantil. A los niños se les ofrecen representaciones del mal tremendamente exageradas, personajes malignos o monstruosos, cuya magnitud es tal que se les puede convencer finalmente de su absoluta improbabilidad. Son brujas, monstruos y madrastas, cuyo aspecto grotesco, su intensa caricatura, sugieren su fácil inexistencia. Pero aquí nos encontramos ante manifestaciones de la malignidad pasmosas, pero demasiado factibles en la sociedad en la que se desarrollan.
La acción transcurre tres décadas antes del momento en el que son narrados los hechos, en plena época de la Gran Depresión; aunque, en el momento en que se rodó la película o incluso ahora, otras situaciones de linchamiento no cabría considerarlas como descartables. Plantea, fundamentalmente, una cuestión social, la denuncia del racismo (para unos obvia e indiscutible; pero, para otros, desechable en la práctica de la realidad, ingenuamente idealista). Matar a un ruiseñor, la novela de Harper Lee que dio origen a la película, podría ser simplemente una proclama más antirracista —de esas con las que una parte de la sociedad norteamericana ha intentado una dura autocrítica y tal vez una redención—, con lo que estaríamos ante una historia demasiado plana y obvia; pero no es así, ya que, al asunto principal, se le añaden muchos matices, otras problemáticas más sutiles y complejas, que la enriquecen.
El personaje de Atticus Finch, el padre de Jem y Scout —esta, la niña que siendo adulta nos narrará la historia—, representa a un tipo de hombre casi inexistente, de una integridad moral llevada hasta las últimas consecuencias, apoyada por un coraje que no nace de la arrogancia sino de una irrenunciable e incomodísima obligación. Ese abogado —convincentemente interpretado por Gregory Peck— viene a ser el arquetipo de hombre no solo estrictamente honesto sino también poseedor de otras virtudes, como la compasión, el justo paternalismo, la ternura, el pacifismo, la inteligencia o la profesionalidad.
La población en la que suceden los hechos responde a dos necesidades de la historia: por una parte, es lo bastante grande para tener un juzgado, un pequeño mundo urbano supuestamente fruto de la civilización; y, por otro lado, contiene esa zona suburbial en la que residen los protagonistas, un pueblo dentro de la pequeña ciudad, una zona apartada en la que son posibles los antiguos misterios. En pocas películas, la narración en off ha estado tan bien ajustada al conjunto de las imágenes, y ha sido tan precisa. Aquí no sobra ninguna palabra pese a la elocuencia de lo que vamos contemplando. Esa voz de la Scout ya adulta, que nos cuenta lo que le pasó cuando tenía ocho años, no subraya, no se inmiscuye, sino que respeta y trata de resaltar la pureza de la mirada infantil, ahora distante, pero cuidadosamente preservada de la contaminación de los saberes adultos. (Me parece que es de agradecer el detalle de que, por una vez, no sea una niña monísima, sino más bien al contrario, una niña sensible, pero a la vez bruta, de cierto aspecto y modales masculinos).
Si algo pudiera reprochársele a la película es la tendencia al maniqueísmo en el tratamiento del conflicto racial. Que el negro injustamente acusado de violación sea una persona absolutamente bondadosa, honesta —y no se sabe si servil o generosa—, pase. Pero, a pesar del enorme peligro que supondría rebelarse en la América de los años 30, me exceden los rostros demasiado humildes y extremadamente sumisos de la comunidad negra que acude al juicio relegada a los asientos del gallinero. Tal vez esta simplificación y la inhumana bondad de los negros sean una exigencia de este cuento pseudoinfantil, o el resultado de la mirada de una niña, pero me parece poco convincente para los recalcitrantes hombres prejuiciados esgrimir una defensa de unos valores que no incluya ninguna debilidad o contradicción.
En diversos momentos de la película, la actitud de Atticus con sus hijos es la de un cuidadoso y difícil magisterio moral. Ante el conflicto producido por la asunción de la defensa legal de un negro, se ve obligado a darle unas explicaciones a su hija, aunque sabe que no las va a poder entender del todo, porque para ella no es aún concebible el proceloso mundo de los adultos, y mucho menos que al bueno de su papá se le acuse como si fuera un ciudadano indeseable. Y es que su actitud no es la corriente, sino enormemente empática y conciliadora. Lo apreciamos ya cuando, ante el carácter huraño de una vecina que increpa a sus hijos, su estrategia es la de adularla. O en el caso de ese campesino que solo puede pagarle los honorarios de una defensa mediante periódicas entregas de hortalizas. Atticus sabe la vergüenza que pasa y por eso prefiere no estar presente cuando el acude a su casa.
Pero las enseñanzas más duras que deben asimilar sus hijos son las de renunciar a la beligerancia pese a los fuertes agravios recibidos. Como cuando a Scout le dice que no debe reaccionar violentamente a los insultos y provocaciones de sus compañeros; o, hacia el final de la película, cuando su hijo se ve obligado a contemplar el escupitajo en la cara de su padre, propinado por el hombre más abyecto de todos, el que denunció al negro y el que es el más que probable autor de la agresión a su hija. Atticus no responde a esa provocación. Parece estar aplicando ese mandato de Jesucristo de poner la otra mejilla ante las agresiones, o bien una pacifista convicción propia; en definitiva, una incomprendida estrategia de no enrarecer más el conflicto, de no contagiarse y seguir la necia actitud de unos seres enfermos de amargura y malvada ofuscación.
La escena que me recuerda a La jauría humana —y también a algún western— es aquella en la que un grupo de ciudadanos —de los más reaccionarios de la ciudad, los que quieren condenar al negro sin necesidad de ningún tipo de prueba, solo por su prejuicio racial— intenta asaltar la comisaría para agredir a ese hombre que injustamente ocupa una celda y del que no admitirían que lograse una legítima absolución. Atticus ha asumido un papel de guardián que no le corresponde, pero que resulta necesario ante la amenazante barbarie. Se ha pertrechado de una lámpara de su casa, y un libro, y se dispone a leer, sentado en el porche, en previsión del posible ataque que indefectiblemente se produce. Tiene muy pocas posibilidades de poder oponerse. No va armado, y solo confía en su capacidad de persuasión. Pero, cuando la horda se presenta ante él, obtiene la inesperada ayuda de sus hijos, que se interponen como un escudo ante su intención arrasadora, resultando su hija Scout la más efectiva, al dirigirse a aquel campesino pobre que no puede pagarle a su padre. Lo hace con tal cariño y respeto que este se siente conmovido, desarmado, y acaba por deponer sus intenciones, arrastrando a sus compañeros a una retirada.
Otro personaje significativo en la película es el del enfermo mental que habita la casa vecina, un personaje misterioso que, al parecer, permanece encadenado durante el día, pero al que su padre —un hombre siniestro no mucho más sano que su hijo— lo deja salir un rato por las noches. Para los niños, ese hombre es a la vez un motivo de terror y de atracción, un estímulo para las aventuras temerarias. Poco a poco, ese hombre, sobre el que pesa un prejuicio, una oscuridad que se traduce en una fuerte aprensión, se irá revelando como un alma bondadosa atrapada en una mente enferma. Por otro lado, tenemos a otro personaje disminuido mentalmente, la chica supuestamente violada por el hombre negro. Pero, esta, al contrario que aquel, actúa con deshonestidad, movida por el terror a contradecir a su vil, alcohólico y cretino padre, del que se ha convertido en su marioneta.
El suceso final incide en la mirada infantil, pero esta vez no solo limitada por la incapacidad comprensiva de la edad, sino por el disfraz que lleva Scout, por cuya ranura no acertará a ver la sucesión ni la autoría de unos hechos dramáticos. En la última escena, la estricta moral de Atticus, llevada al extremo de no tratar de favorecer a su hijo fuera del campo estrictamente legal, resultará suavizada por el convincente argumento del sheriff. Esta vez, una sumarísima justicia poética se impondrá a los engranajes de una justicia oficial, la que se ha conformado para evitar las veleidades de cada subjetividad humana. Nosotros nos sumamos a ese veredicto, nos alegramos de ese atajo hacia el reconocimiento de una inocencia esencial, porque apreciamos a esos chicos, porque admiramos a ese padre; pero, a la vez, esperamos que no se haya abierto la puerta a que por ahí se cuelen otras licenciosas soluciones tal vez no tan ajustadas a la ecuanimidad como esta. @mundiario