Injusticia divina

Julián Barrio, arzobispo de Santiago de Compostela. / Mundiario
Julián Barrio, arzobispo de Santiago de Compostela. / Mundiario
Julián Barrio ha sabido estar siempre en el lugar que le correspondía, centrado en su labor apostólica, huyendo de protagonismos, antagonismos y dogmatismos.

Si Dios no lo remedia, el arzobispo de Santiago, cabeza visible de la Iglesia gallega, se jubilará sin haber sido cardenal. Algo -incluso mucho- tiene de injusto que en los últimos tiempos casi todos los predecesores de Julián Barrio al frente de la archidiócesis compostelana hayan sido promovidos al cardenalato y él no, a pesar de su considerable hoja de servicios, su gran preparación intelectual y su talla humana, amén de la sencillez, la humildad y la cercanía propias de un hombre con raíces en la España vaciada.

El prelado compostelano, que nunca pecó de ambicioso, presentó formalmente su renuncia en agosto de 2021 al cumplir los 75 años. Es ahora la Santa Sede la que decidirá en qué momento puede colgar la mitra y retirarse. Siendo como es, se irá sin hacer ruido, pero dejando la huella de un largo e intenso apostolado, merecedor del reconocimiento que habría supuesto llegar a cardenal.

Entre otros méritos de Don Julián para acceder a la condición de príncipe de la Iglesia está el ser, al menos en España, el obispo más veterano ocupando la misma sede, a la que accedió como auxiliar hace ahora treinta años, a la sombra de Rouco Varela. Tal vez sea un signo de los tiempos, pero parece que en esto de los ascensos en el organigrama eclesiástico actualmente no cuentan ni la antigüedad ni el escalafón. Además el Papa Francisco ha dado sobradas muestras de ser un tanto imprevisible a la hora de nombrar cardenales, saltándose la tradición secular de que las grandes metrópolis de la cristiandad, como Santiago, estén representadas en el colegio cardenalicio. Según los vaticanólogos, el actual Santo Padre no considera la meritocracia un dogma. De los últimos nombramientos se deduce el objetivo es configurar un cónclave a la medida de sus planes sucesorios.

Julián Barrio es consciente que pesa sobre su ejecutoria episcopal un gran borrón. Fue el desgraciado incidente del robo del Códice Calixtino a cargo de un electricista al que se le cruzaron los cables. El escándalo que envolvió aquel novelesco episodio le alcanzó de lleno. Le puso en la picota "urbi et orbi".

Es probable que por ello quedase marcado con una cruz y vetado para el ascenso. Tal vez más de uno en la curia vaticana se plantease incluso degradarlo como responsable "in vigilando" de aquel desastre que dejó  impúdicamente al descubierto debilidades humanas y desveló un sindiós en la gestión económica de la Catedral compostelana. A día de hoy el arzobispo sigue pagando una desproporcionada penitencia por un "pecado" que ya debería estarle más que perdonado.

Aquella mancha empañó una labor que merece el reconocimiento incluso de los descreídos (o los no creyentes) por su rotunda e inequívoca denuncia de la lacra que suponen abusos sexuales en el seno de la iglesia, sus posicionamientos en favor de una economía humanista con sensibilidad social, por la lucha contra desnaturalización del fenómeno jacobeo, o por su capacidad de entendimiento con las autoridades políticas, desde el respeto, sin casarse con nadie.

Julián Barrio ha sabido estar siempre en el lugar que le correspondía, centrado en su labor apostólica, huyendo de protagonismos, antagonismos y dogmatismos. Ajeno a los cabildeos y las intrigas. Lo propio de un hombre de Dios, ese Dios que, dicen, escribe derecho con renglones torcidos pero cuyos máximos representantes terrenales en ocasiones perpetran injusticias. Grandes, medianas y pequeñas. @mundiario

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