Balzac: la novela de una vida

Balzac, la novela de una vida (2)
Balzac, la novela de una vida. / Mundiario
A casi noventa años de la muerte del creador de La comedia humana, otro zahorí de las biografías de los maestros comenzó a preparar la biografía de quien fuera.
Balzac: la novela de una vida

Se dice que, en toda su vida, para no pegar los párpados, llegó a beber un poco más de 50 mil tazas de café fuerte y que había días en que, con un pequeño receso para la merienda, trabajaba algo más de dieciséis horas sin parar. Un demente del trabajo. Claro, todavía estaba joven y el cuerpo no le pasaba la factura de aquel monstruoso esfuerzo empleado para completar el proyecto de su vida, uno parecido al de Dickens y Galdós pero de mucho más alcance y que, debido precisamente a las magnitudes que ambicionaba, finalmente no llegó a concluir.

Cuando murió, sus papeles, cartas y manuscritos fueron arrojados por la ventana de su estudio, quedaron en el piso y se dispersaron; la viuda de Balzac y su hija nunca valoraron el archivo ni, probablemente, al autor de esos legajos. La situación llegó hasta el punto en que se vendían quesos y panes envueltos en los documentos autógrafos, entre misivas con escritores, contratos con editores y cartas de amor. Y si no hubiera sido por la labor de un barón, Spoelberch de Lovenjoul, quien asumió como misión de vida la recolección y recuperación del archivo y las obras de su ídolo literario, la vida de éste nos hubiera sido hoy poco menos que desconocida e incognoscible.

A casi noventa años de la muerte del creador de La comedia humana, y luego de que se publicaran varias ediciones de sus obras completas y de que muchos intentaran reconstruir su biografía en gruesos tomos, otro zahorí de las biografías de los maestros comenzó a preparar la biografía de quien fuera, junto con Chateaubriand, Dumas y Hugo, uno de los más ilustres creadores literarios franceses de todos los tiempos. Stefan Zweig ya había publicado Tres maestros: Balzac, Dickens y Dostoiewski (un libro de semblanzas y análisis breves sobre la vida y obra de los tres genios literarios), pero el escritor austríaco aún seguía preparando, en lenta y paciente labor de recolección y redacción, la que él consideraría, en caso de publicarse, su magnum opus, no solo de sus biografías, sino acaso de toda su producción intelectual: el Gran Balzac.

A Zweig le esperaba un destino adverso. El nazismo antisemita, el ruido de los cazas y los tanques y los galimatías de los políticos lo expulsaron primero de su país y más tarde de su continente. Llegó hasta Sudamérica, a Petrópolis, con la idea de seguir trabajando en una relativa paz, pero allí sintió que le faltaban las fuerzas, tanto físicas como espirituales, ambas necesarias para toda labor creativa. Su Gran Balzac, estudio ampliatorio de lo que había sido su viñeta dedicada a Honoré de Balzac en su libro Tres maestros, estaba pensado para abarcar dos tomos, pero lo que tenía escrito estaba todavía inconcluso… Además, los manuscritos de la obra estaban algunos en Londres y otros en Bath. Todos estos datos los sabemos por Richard Friedenthal, escritor y amigo del autor de la Partida de ajedrez.

De no haber sido por Friedenthal, hoy no contaríamos con esta hermosa obra póstuma de Zweig: Balzac, una crónica de la vida y obra de Honoré de Balzac escrita como están escritas sus mejores biografías. Fue aquel amigo quien, tras el sorpresivo suicidio de Zweig en 1942, reunió y ordenó los manuscritos inconclusos y completó los capítulos que estaban algunos en estado de boceto y otros casi terminados, papeles emborronados y con un sinfín de tachaduras y correcciones, justamente como aquellas galeradas legendarias que el creador de Eugénie Grandet enviaba y reenviaba a los editores de periódicos y revistas de su tiempo. Según cuenta él en el “Postfacio del recopilador”, adjunto en al final del libro en la edición de Jackson (Buenos Aires, 1951), para redactar lo faltante utilizó el acopio de cuadernos, papeles y anotaciones sueltas que Zweig había ido preparando para el Gran Balzac y además las ediciones que el autor citaba, una francesa y una alemana. La alemana era de la casa editorial Insel, la cual había elaborado una edición especial para él, con la rumbosa aclaración: “Este ejemplar ha sido impreso, fuera de la edición, para Stefan Zweig”.

De todas maneras, si el lector no supiera que Friedenthal hizo la meritoria labor de recopilación, conclusión y edición de este gran libro, seguramente no sospecharía que el libro no quedó concluido. Pues la obra Balzac (o el truncado Gran Balzac) es una de las grandes y mejores biografías. En su autobiografía escrita en Petrópolis, titulada El mundo de ayer: Memorias de un europeo, Zewig cuenta cómo era su trabajo de escritor, una labor de artesano, de obrero de la palabra. Escribía sin parar hasta tener un texto largo, y la mejor parte era, según él, cuando comenzaba a descartar y tachar oraciones, aun párrafos enteros, todo esto para obtener esa tensión narrativa que hace que el lector se mantenga en suspenso y enganchado al texto, como hechizado… Balzac tiene esa gran virtud. Nada falta, nada sobra. Página tras página, párrafo tras párrafo, acaso oración tras oración, hay algo interesante y —como en una novela policiaca— que deja al lector intrigado.

Una vida amorosa de subidas y bajadas, una niñez vacía y sin amor de padres, una existencia dedicada no solo a la literatura sino también a los negocios y especulaciones (todos fracasados) y una voluntad por siempre inquebrantable para conseguir lo que se quiere, no pueden causar sino emoción en el lector. Honoré Balzac pasó a ser Honoré de Balzac por mero esnobismo y complejo de superioridad aristocrática. ¿Por qué ese aditamento en su apellido? Su abuelo fue un humilde campesino apellidado Balssa, pero su nieto estaba destinado a conquistar no solo la estima de miles de lectores, sino que pretendía hacerse un lugar glorioso en los salones de los monarcas y las mujeres de abolengo de su siglo. Escribió dejando la piel en la mesa de trabajo, sudando, en mangas de camisa, hasta que se le paralizaran algunos nervios faciales y le parpadeara el ojo involuntariamente. Así fue como Honorato llegó a construir el universo de situaciones y personajes, la sociología literaria a la que luego, para no llamar al conjunto de sus novelas Obras Completas, puso el nombre de La comedia humana.

Ya hacia el final de sus días, las 50 mil tazas de café y las miles de horas de trabajo demente llegaron a cobrar factura al cuerpo obeso y sedentario del escritor francés. Su mujer, con quien había casado hacía poquísimo tiempo, siempre fue fría e indiferente ante a las desventuras y amarguras del escritor. Se fue apagando poco a poco frente a la torre de obras que veía solo en su imaginación pero no estaban todavía plasmadas con tinta en el papel. La comedia humana, acaso lista en su cabeza genial, no había sido materializada.

La muerte le llegó el 18 de agosto de 1850; el entierro se llevó a cabo recién cuatro días después, el 22, un día lluvioso y gris. Al mismo concurrieron muy pocas personas, entre éstas Alejandro Dumas y Victor Hugo. Este último, quien siempre se había abstenido de atacarlo en la prensa y había demostrado pundonor literario, además de haber llevado en hombros el ataúd que contenía los restos del autor de Papá Goriot, antes de que el cajón fuera introducido en la fosa abierta, pronunció un discurso fúnebre que, por fortuna, ha llegado hasta nosotros. Entre otras cosas, dijo: «De ahora en adelante, las miradas no se dirigirán a las cabezas de los que gobiernan, sino a las de los que piensan, y el país entero se estremece cuando desaparece una de estas cabezas». @mundiario

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