El sentido social y religioso del carnaval

Carnavales. / Creative Commons
Diablos de la Diablada Ferroviaria de Oruro en el Carnaval de Oruro en Bolivia. / Creative Commons
¿A qué boliviano del común no le gusta disfrutar del carnaval y del brebaje infinito de Oruro, y rezar mil avemarías al mismo tiempo? ¿Qué latino del común admitiría que Cristo y los apus andinos no pueden conciliar en un mismo rito?
El sentido social y religioso del carnaval

Decidí escribir un poco sobre lo que creo que es y significa el carnaval en Bolivia, a propósito de haber pasado por él hace poco, sin ningún tipo de fiestas —¡gracias a Dios!—, al menos ninguna aparatosa o pública.

Hablar del carnaval de aquí es, indefectiblemente, hablar de santurrones, amuletos, santos y sahumerios. Hasta donde sé, esta fiesta tiene un carácter orgiástico y ecléctico en la mayoría de los lugares del mundo. Aquí, no poco contribuye a este rasgo caleidoscópico la Santa Iglesia Católica, que, como en el caso de otras festividades —como las Alasitas—, no solo se hace de la vista gorda ante libaciones derrochantes y disipaciones sin cuento, sino que incluso a veces las aprueba y consagra. Naturalmente, esta conducta no puede provenir de un mandato eclesiástico oficial, sino de una idiosincrasia institucionalizada por el tiempo. En una palabra: de códigos paralelos que, si bien están vetados por la institución papal, están más que aprobados en la vida conjunta de los presbíteros y la sociedad devota. Pues así como los seglares y los catecúmenos son proclives a adoptar prácticas viciadas o directamente incompatibles con la doctrina cristiana, los obispos de convento, e incluso los sabios teologales, también son susceptibles de adoptar los viejos (y peores) patrones de la conducta de otrora. Para quienes procuran vivir lo más próximamente posible al camino cristiano, una de las peores cosas que produjo la conquista española fue y es la mezcla de creencias y, por tanto, el paganismo práctico.

Habla Thomas Carlyle en sus conferencias dedicadas a los héroes, sobre el respeto que debe profesarse por el paganismo primitivo; habla tanto de respeto por el cielo cristiano como de respeto por el Olimpo griego. Más o menos en esa misma dirección, hay quienes defienden a capa y espada el eclecticismo religioso o el politeísmo por creerlos originales, rasgos genuinos de una cultura y, hasta cierto punto, por creerlos cosas muy atractivas. En cierta medida comparto esa defensa. Pero de ninguna forma comparto con que el culto cristiano tenga que seguirse mezclando con el rito pagano. Y menos con que esa mixtura siga siendo admitida por la mirada de los curas. Mucho menos, por supuesto, bendecida.

Esta idea es sumamente antipopular porque ¿a qué boliviano del común no le gusta disfrutar del carnaval y del brebaje infinito de Oruro, y rezar mil avemarías al mismo tiempo? ¿Qué latino del común admitiría que Cristo y los apus andinos no pueden conciliar en un mismo rito? La misma Iglesia Católica, tristemente, no tomaría nunca las riendas del asunto, pues sabe bien que si implementara una especie de reforma catártica dentro de su inmenso rebaño, sus ovejas se irían por millares o por lo menos pegarían un buen grito al cielo. Y lo peor de todo, sabe que perdería considerable peso político. Solamente unos cuantos espíritus cultivados se dieron cuenta indignadamente de esa mezcla no muy favorable (para decirlo con suavidad) de la santurronería y la verdadera práctica cristiana. Erasmo de Rotterdam fue uno. Como lo refiere Stefan Zweig en el libro que escribió dedicado al humanista neerlandés, Erasmo, ya en la época del Renacimiento, tiempo no exento de vicios y despropósitos religiosos, observó que las formas externas de los piadosos cristianos no eran precisamente la expresión del cristianismo, y que solo en el interior se desenvolvía la vocación y práctica cristianas. Esta crítica también se dirige a los santurrones, que no necesariamente son paganos, pero sí excesivamente ritualistas. Si no pecan por prácticas viciadas, lo hacen por excesiva ingenuidad. Las prácticas de estos últimos tienen un efecto social negativo, pues son atrofiantes para la mirada amplia, moderna y global que debe tener una persona de fe civilizada.

Si bien los reformistas como Lutero, Calvino o Zwingli no fueron dechados de tolerancia y virtudes democráticas (como, en cambio, sí lo fue un Erasmo), sí tuvieron un gran acierto: el de no aceptar de ninguna forma la mezcla de prácticas religiosas que no solamente son incompatibles desde el punto de vista espiritual, sino que son ilógicas desde el punto de vista racional.

Los devotos que en verdad quieren encontrar caminos para llegar a Dios, deberían saber que el mejor ellos no es el del baile folclórico, mucho menos el de la libación de aguardiente a torrentes. Ni el culto de los santos, ni las peregrinaciones interminables. Ya Erasmo escribió en su época que el camino era sencillamente la bondad y la conducta humana; la calidad del alma. Más decisivo que la nimia observancia de figuras de yeso que evocan mártires, que todos los ayunos, que oír misas infinitas, es el direccionamiento personal de la vida en el espíritu de Cristo. Pero Erasmo va mucho más lejos aún: él dice que incluso estando ahí donde no se predica a Cristo, la moral y la ética son cristianas per se. Así, incluso el ateo, sin que éste lo sepa, puede tener dentro de sí a Cristo si es una persona noble y de bien. «Dondequiera que encuentres la verdad, considérala como cristiana». La verdad es divina en todas sus formas (¡Erasmo por poco decía “San Sócrates”!).

Volvamos al caso boliviano. Hace unos años salió a la luz pública un dibujo que representaba a la Virgen del Socavón en paños menores, con bufones y danzarines a sus pies (posiblemente beodos), viéndole a la Santa Madre de Dios, por debajo de sus vestidos, con lujuria sus partes íntimas. Con gran indignación miró el público santurrón y devotísimo aquel dibujo. Pero yo, siendo cristiano, y sin otorgarle valor estético o artístico alguno a la obrita, vi el dibujo con curiosidad y atención como una caricatura que representa fielmente la realidad. Y es que simbolizaba cabalmente lo que es en realidad el carnaval aquí: una orgía desenfrenada y libidinosa, cuya característica religiosa es para muchos solo un pretexto para divertirse a lo grande.

Evidentemente, este fenómeno del carnaval debe llamar harto la atención, pues es parte de lo más entrañable de las mentalidades bolivianas, y no precisamente de lo mejor que tienen las mismas. Sé que gran parte de los lectores disentirán de mi punto de vista, pues creerá que el carnaval y sus prácticas hacen el alma de la nación, que es nuestra sagrada e intocable cultura, ¡que el querer cambiarlas sería atentar contra lo que somos! Bien. No hablo de ninguna revolución cultural ni nada por el estilo, sino de una gradual liberación de nuestras mentalidades arcaicas, excesivamente conservadoras y, por lo mismo, atrofiantes.

Para emprender tan magna empresa, serían necesarios ministros de Culturas y Educación verdaderamente amplios de mentes, muy ilustrados y con un auténtico espíritu liberal… Y obviamente un gobierno que, en su integridad, tenga algo de estas cualidades… Pero, por lo pronto, sea este pequeño y humilde texto por lo menos un paso para marchar en dirección de ese noble y aún lejano horizonte. @mundiario

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