Siria es, desde hace tres mil años, el campo de batalla más antiguo de la humanidad

Mapa de Siria.
Mapa de Siria.

Desde la batalla de Qadesh, en el siglo XIII a. C., hasta la reciente amenaza de invasión norteamericana, Siria ha sido cuna y matadero de la civilización.

Siria es, desde hace tres mil años, el campo de batalla más antiguo de la humanidad

Gran Siria, o País de Sham, es el nombre de la región histórica que hoy reúne a los estados de Siria, Líbano, Jordania, Israel y Palestina. Ostentó la categoría de provincia romana y sufrió la condición de perenne campo de batalla y frontera hostil contra partos y persas, hasta que el Islam acabó con unos y otros y se buscó sus propios y eternos enemigos. Desde entonces –siglo VII– esa parte del mundo es la repetición de una constante cruzada, combatida primero con cotas de malla y almajeneques y ahora con chalecos de kevlar y drones. Imperio tras imperio, siglo a siglo, Siria no ha dejado de sangrar en tres mil años.

Fue en territorio sirio donde los herreros forjaron, por primera vez, espadas y lanzas de bronce; pero también donde sus escribas dibujaron en barro, antes que nadie, los signos incipientes que dieron forma al pensamiento humano.

Una de las primeras batallas documentadas de la Historia tuvo lugar a veinticuatro kilómetros de Homs, arrasada hoy por una guerra civil que ha costado la vida a cien mil personas: los hititas de Muawattalis y los egipcios de Ramsés II cruzaron sus armas de bronce en los llanos de Qadesh. Ambos imperios firmaron también el primer tratado de paz del que se tiene memoria. Fue tallado en tablas de arcilla que ahora cuelgan en los muros de la sede de las Naciones Unidas, en Manhattan; aquel tratado y esta organización parecen ser hoy igual de útiles –o de inútiles– en todo lo que se refiere a Oriente Medio.

La Siria romana fue testigo de la humillante derrota de Craso, el plutócrata que compartió triunvirato con Pompeyo y César, soberbio general de la belicosa y triunfante República, de la que, en cierto modo, Washington se siente heredera. Los arqueros y jinetes acorazados –catafractos– del imperio parto exterminaron a una legión entera, más de cinco mil hombres, en Carras, en la frontera sirio-turca. Craso fue apresado y el rey de Partia, Orodes II, mandó que le vertieran oro fundido por la garganta. La codicia y avaricia del triunviro, auténticas emperadoras de nuestro presente, fueron las excusas para tal suplicio. Al llegar los césares, Roma cambió de adversario. Los persas sasánidas humillaron al imperio de un modo inédito: por primera vez, un emperador romano, Valeriano, fue capturado en batalla. Su pellejo colgó como trofeo en el salón del trono de los reyes persas.

En Siria murió la Antigüedad y nació la Edad Media; marcaron el cambio los generales musulmanes que derrotaron a las tropas bizantinas junto al río Yarmuk, el mayor afluente del Jordán. Entrado el Medievo, los caballeros de la Primera Cruzada arrasan Antioquía y conquistan la ciudad siria de Maarat, donde protagonizan un espantoso episodio de canibalismo. Aquellos mismos cruzados levantaron una red de fortalezas de la que el Crac de los Caballeros –Patrimonio (amenazado) de la Humanidad– es hoy testigo. Después vinieron los mongoles de Tamerlán y los turcos otomanos, que volvieron a regar con sangre aquellas tierras.

La Gran Siria llegó a su final cuando, en la Primera Guerra Mundial, Lawrence de Arabia llevó a las tribus beduinas hasta Damasco, acabando así con cuatro siglos de dominio otomano. Pero la Liga de Naciones convirtió el sueño panárabe en pesadilla al repartirse Francia y Gran Bretaña el territorio y al convertirse Israel, años más tarde, en el cancerbero de Oriente Medio. De la mano del sionismo, la guerra volvió a los campos de batalla del milenario País de Sham.

Justificaciones seculares aparte –democracia, dignidad, humanidad–, parecen ser los dioses los que aún combaten en Siria. Cuando Occidente califica al Islam como Eje del Mal; cuando desde los alminares se llama al Yihad contra los infieles satánicos; cuando Israel legitima su existencia con la Biblia en la mano, y cuando el dólar confía en Dios -In God we trust–, no nos queda más remedio que pedir que alguno de ellos nos ampare. Porque ni la razón ni la ONU, de nuevo, van a hacerlo. Y dadas las dudas que van surgiendo sobre los ataques químicos contra la población civil, quizá sea Obama el primero que deba rezar para que sus razones no se conviertan en unas nuevas armas de destrucción masiva.

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