¿Por qué el término gallego se convirtió en insulto en España y en otros países?

Pedro Almodóvar y  Rosa Díez.
Pedro Almodóvar y Rosa Díez.

Quizá fuera por la imagen de nuestros segadores que iban a Castilla a ganar el pan, o las historias de emigrantes pobres que malvivían para ahorrar todo lo posible, escribe este profesor. 

¿Por qué el término gallego se convirtió en insulto en España y en otros países?

Quizá fuera por la imagen de nuestros segadores que iban a Castilla a ganar el pan, o las historias de emigrantes pobres que malvivían para ahorrar todo lo posible, escribe este profesor. 

En los años cincuenta y sesenta era muy popular un actor característico llamado Xan das Bolas, especializado en representar, fuera cual fuera el personaje, al gallego simplón de característica fonética, inequívocamente ridiculizadora de nuestra forma de hablar castellano. Venía a seguir la senda de otros característicos del sainete o la zarzuela madrileña, donde los gallegos son siempre guardias municipales o serenos. Desde niño aborrecía a estos personajes. Los gallegos no somos así.

Y alrededor de esta figura se configura la leyenda que durante años se fomentó en los arrabales de Madrid, donde se decía “gallego el último” o “gallego el que no lo haga”. Peor aún en algunos países iberoamericanos, especialmente en Argentina, donde los chistes sobre “gallegos” (gallegos de Galicia, no sobre españoles en general) son especialmente injustos y crueles. Nos representan torpes, taimados, negociantes…

La pervivencia de ese mito del “condenado gallego” la ha santificado el mismísimo autor de Mafalda, cuyo personaje de Manolito y sobre todo, su bruto padre; autor por cierto que acaba de ser galardonado con los premios Príncipe de Asturias. Así es el mito.

Claro que este retrato del “gallego” forma parte de la miseria costumbrista que se manifiesta en los “chistes de baturros” y en esos estéreo típicos donde los imbéciles encuadran a los españoles: los andaluces son flojos para el trabajo, pero simpáticos; los catalanes son agarrados e interesados; los aragoneses son cabezones; los navarros son brutos; los vascos con presumidos y exagerados; los valencianos, ruidosos; los castellanos, secos… En fin, así hasta el infinito.

Pero en este tipo de prejuicios los gallegos llevamos la palma. Para don Claudio Sánchez Albornoz, en su monumental obra sobra la esencia de España, somos astutos porque como “terra relegata” e invasible nuestros ancestros tuvieron que serlo. Y luego están esas bobadas de que en una escalera no se sabe si subimos o bajamos; que somos indecisos, que antes de decir una cosa pensamos cuatro (la que decimos, la que no decimos, la que callamos y la que diríamos…). Cuando dicen eso de la escalera, siempre respondo que para saber si sube o baja hay que fijarse dónde tiene el culo.

Y por lo visto hay una forma de decir las cosas “a la gallega”, haciendo de nuestra “retranca” o sentido de la prudencia y la capacidad de análisis un rasgo negativo. ¿Qué tiene pues de extraño que Rosa Díez o Almodóvar o tantos otros, aunque luego recularan, se hayan referido a nosotros con imágenes ofensivas o prejuicios espontáneamente emitidos por su consciente, no por su subconsciente. Muchos comentaristas políticos, a falta de mejores elementos de análisis, motejan de “gallega” algunas de las decisiones o silencios del actual presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. El prejuicio sigue vigente. ¿Por qué no se dice lo mismo con referencia al lugar de origen de otros políticos?

Escritores contemporáneos e historiadores respetables siguen introduciendo en sus textos alusiones inequívocas, usando el término gallego de forma peyorativa en cuanto a la acepción más negativa y contaminada que se conoce. Incluso cuando se refieren a Franco, la condición de gallego no es un mero dato biográfico, sino que se convierte en elemento substancial de su personalidad, cosa curiosa, ya que el fundador de la monarquía del 18 de julio salió de Galicia con 14 años y se moldeó en Toledo para no volver nunca más a Galicia, salvo de vacaciones. Atribuir al general  algunas de las sutilezas de nuestra alma colectiva es una solemne bobada.

Esa particular fonética nuestra es motivo de ridículo tratamiento en radio y televisión, dibujando un personaje torpe y desconfiado. Es una forma que nos sigue identificando y dando elementos para el ridículo.

No deja de ser curioso que el apelativo galaico o gallego tuviera en su tiempo un concepto contrario: Para los romanos, galaicos y astures eran apreciados soldados de sus tropas auxiliares, destinados por su carácter, dureza y apego al terreno, a vigilar las fronteras del Imperio, y cuyas tumbas y lápidas se encuentran sembradas por el centro de Europa.

¿Por qué el término gallego se convirtió en insulto, hasta el extremo de que en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española figurara con la acepción de “tonto, falto de entendimiento o razón” (en Costa Rica, precisa la edición del 2001). Curiosamente, esa ofensiva definición no estaba en la edición de 1970.

Quizá fuera por la imagen de nuestros segadores que iban a Castilla a ganar el pan, o las historias de emigrantes pobres que malvivían para ahorrar todo lo posible. Es curioso que cuando España entró en la Unión Europea, en Televisión Española se hizo un recuento de las ventajas que para cada región española tendría este hecho, y mientras para el País Vasco o Cataluña se decía que podrían colocar sus productos en Europa más fácilmente, de nosotros se dijo que tendríamos más facilidades… para emigrar.

Frente a estos insultos y prejuicios, los gallegos hemos de alzarnos con orgullo de nuestra condición. No confío nada en la amansada clase política subsidiaria de Madrid para ello. Seamos nosotros, uno a uno y todos juntos, los que respondamos con energía y decisión ante los ignorantes o los imbéciles.

Porque los imbéciles y los ignorantes, como dice nuestro himno “Non nos entenden non”.

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