El exilio masivo al Macondo de Gabo incita a la claustrofobia literaria
A multitud de lectores les parece un mundo insondable. Para mí sólo es un rancho virtual en el que pacen en cautiverio, voluntario, naturalmente, millones de lúcidas cabezas de ganado humano.
Si existiese una Dirección General de Tráfico de influencias e influenciados, de “columnismo” previsible, de intelectualidad globalizada, de consumismo cultural alucinógeno y cosas así, sus agentes habrían montado ya controles por las autopistas, carreteras nacionales y vías secundarias de todo el planeta que estos días conducen a Macondo. La operación salida física a Benidorm, por ejemplo, ese pintoresco lugar donde los pajaritos no te despiertan por las mañanas, sino que te arrullan por las noches al compás del acordeón inasequible al desaliento de María Jesús, ha sido un simple escarceo al lado de la operación salida mental con destino al pueblo de papel donde está censada la saga de los Buendía ¡Es la leche el atasco de neuronas que aún taponan todas las vías de comunicación de acceso al paradigma de la literatura mágica, oye! Por todos los caminos, televisivos, radiofónicos, periodísticos, tuitteros, blogueros, el personal apuró estos últimos días de vacaciones de Semana Santa intentando reservar una habitación con vistas al paisaje impresionista de soledad sostenible que se inventó Gabriel García Márquez.
Es al inicio de arriesgadas reflexiones como ésta, cuando adquiere todo su significado la expresión de que calladito está uno más guapo. Tras escribir la primera frase, comprendes por qué te decían en casa que en boca cerrada (ahora en PC apagado) no entran moscas, que nadar contracorriente perjudica seriamente la salud o que merece la pena ser dueño de tus silencios para evitar convertirse en esclavo de tus palabras. Pero, ¿qué puede hacer una oveja descarriada como servidor, si le produce claustrofobia el buen redil sociológico donde se administra el incienso unánime y el silencio pusilánime de los corderos? A lo mejor es que soy carne de minorías, oye. Esclavo de esa actitud refleja que las mayorías conversas (las mayorías siempre son conversas fanáticas, tío) suelen calificar de enfermiza afición a llevar la contraria.
La magia de la literatura versus la literatura mágica
No sé. El problema es que si no escribo esto y hubiese caído en la tentación de apartar de mí este amargo cáliz, me sentiría un cínico redomado. Precisamente ahora que Gabo sólo puede aspirar a ser un fantasma, un espíritu errante homologable y homologado para convertirse en personaje de su propia obra, no me puedo deshacer en 100 halagos por cada uno de sus cien años de soledad. Con todos los respetos para esa mayoría de millones de enamorados de la literatura mágica, confieso humildemente, incluso con rubor, que mantengo desde mi cándida adolescencia relaciones concupiscentes con la magia de la literatura. Ya sé, ya sé que puede parecer lo mismo, pero no es igual. Sobre todo en días como estos en los que, a mis escasas luces, se están mezclando Churras con Merinas, Lugares de la Mancha con Lugares del Caribe colombiano y Caballeros de la triste Figura con marchitos Coroneles que, por no tener, ni siquiera tenían quien les escribiese.
Lo mágico de la literatura lo representa mi señor Cervantes, que jamás podría haber aspirado a ser Don Quijote. La literatura mágica, en cambio, la representa vuestro idolatrado Gabo, que podría haber aspirado, sin ningún problema, a formar parte de la familia Buendía. Françoise Sagán no tuvo que inventarse la Costa Azul, la vacía dolce vita, el amor y el desamor en los tiempos del cólera (con crónica de una muerte anunciada incluida), para amanecer en París embarazada de sencilla, genial e inmortal tristeza. Heinrich Böll no nos dio el coñazo, dicho sea con todos los respetos, con estereotipos de la América Latina profunda, tradocolonial y habitualmente afectados de bipolaridad carnal y paranormal. Sencillamente, diseñó un payaso que lloraba por dentro y nos hacía sonreír por fuera, describiendo una Alemania de postguerra, devastada física, anímica y moralmente, en la que por una vez ni católicos ni ateos esperaban un milagro de Dios.
Entre el cielo literario de la síntesis y el infierno de la retórica hipnótica
No tengo razón, no quiero tener razón, ni siquiera intento que al final algún “Gabista” me conceda el beneficio de la duda. Sólo soy un peregrino literario que se ha pasado la vida intentado alcanzar “jubileos” tras cada punto y final de distintos y distantes caminos impresos. He cenado en una “Casa sin amo” presidida por la fotografía de un oficial alemán desaparecido en la nevada estepa rusa; he caminado con los ojos Al filo de la navaja afilada por Semerset Maugham; he purgado penas de semanas y un día en las Cárceles del alma de Lajos Zilahy; me ha crecido dentro, como un Alien, El Enano de Par Lagerkvist que se iba convirtiendo en un indestructible gigante literario capítulo a capítulo. Y he bailado con lobos esteparios, he escalado montañas mágicas interiores, me he embriagado con Uvas de la ira, he perdido más de algún Tranvía llamado deseo, he deseado a la Mujer de rojo sobre fondo gris de mi prójimo Delibes, ¡perdone usted, Don Miguel!, he volado como una frágil cometa manejada por los hilos invisibles de Tenessee Williams, siguiendo la estela de su Dulce pájaro de juventud y soportando los arañazos empáticos de su Gata sobre el tejado de zinc caliente.
La síntesis que permite hacer gimnasia a las neuronas
En realidad no soy un crítico susceptible de ser incluido en la selecta nómina global de La conjura de los necios, S. A. Ni siquiera un lector empedernido digno de ser tenido en cuenta. Sólo soy un pobre tonto enamorado de la literatura manirrota en ideas y austera en palabras. Mi cielo literario es la síntesis que permite hacer gimnasia a las neuronas. Mi infierno es la prosaica soberbia de los autores que presumen que sus anónimos lectores son tan dependientes, tan primitivos, que necesitan mil palabras encadenadas en vez de una escueta imagen cocinada al libre albedrío en un microondas. Creo, como una oración, que el universo literario se divide en novelas que te permiten intuir la existencia del alma y novelas que la descartan inexorablemente del origen de la especie humana.
Los ranchitos literarios de Comala y Macondo
Los Comalas de Rulfo, los Yoknapatawpha de Faulkner, los Macondos de Gabo, como exacerbados mundos insondables, se me antojan en realidad ranchitos literarios, cercados por alambradas de estética retórica, donde crece y se desarrolla ganadería humana que rumia páginas y páginas de paja hasta que acude a su ineludible cita con el matadero. Francamente, señores, me quedo con los lugares de la extensa Mancha de cuyo nombre ni siquiera quiere acordarse el autor. Prefiero sacar billete de ida al París donde a Sartre le sorprendió La Náusea, en el que Kafka se transformó en cucaracha y en el que Albert Camus experimentó su empatía con El Extranjero. En Tahití quedó reducida la Soberbia de Paul Gauguin a su mínima expresión. Bajo Un poco de sol en agua fría, me colé de carabina entre un deprimido periodista urbanita soltero y una intrépida burguesa de campiña decidida a compartir los flujos y reflujos de la primavera. Gracias a que cacé La Insoportable levedad del ser en un improvisado safari por librerías, poco antes de que Alfonso Guerra la contaminase de opinión pública a través de la opinión publicada, experimenté la sublime liberación de Milan Kundera de alguna de sus inconfesables cárceles del alma. ¡Oh, la magia de la literatura, en contraste con la recreación reiterativa, a cámara lenta, empalagosa, interminable, idolátrica, estéril y otros adjetivos que voluntariamente omito que, a mis escasas luces, ha escalado a los altares envuelta entre el incienso de los gurús de la cultura nigromántica que rezuma la literatura mágica.