¿Serán los riesgos globales de hoy los conformadores una sociedad global?

Manos de un inmigrante. / Mundiario
Manos de un inmigrante. / Mundiario

Casi el 3% de la población mundial (unos 175 millones de personas) es migrante y se calcula que en el año 2050 unos 230 millones de personas lo serán, aventura esta autora.

¿Serán los riesgos globales de hoy los conformadores una sociedad global?

Casi el 3% de la población mundial (unos 175 millones de personas) es migrante y se calcula que en el año 2050 unos 230 millones de personas lo serán.

Existe una ventaja en las ciudades grandes y cosmopolitas del mundo de la que, quizás, no se aprovecha la sociedad civil global como podría. Es más fácil no tener prejuicios. Y sin prejuicios, se eliminarían barreras al desarrollo individual y, por extensión, colectivo; desaparecería la clasificación entre ciudadanos de primera y de segunda; y la vida de todas las personas de la tierra valdría lo mismo, fueran de la raza que fueran. Se atribuye a Gandhi la esperanza de que la no violencia sea la meta hacia la que tiende, aunque sin saberlo, la humanidad entera. Pero hoy esto es una ciencia-ficción, como es posible darse cuenta cada vez que se abre el periódico.

Casi sin prejuicios

Y eso que hay ciudades en las que uno puede pasear por la calle con un casco de vikingo o con una caja de cereales en la cabeza y nadie se gira para mirarlo. En que el color de la piel es tan variado, que no se sabría decir cuál es el de la mayoría de la población. En la que hablar una lengua, es hablar tres: la local, la materna y la de las clases de los martes. Ciudades en que aquellos dibujos que pintábamos en el colegio, con niños de todas las razas y países, son una realidad.

En estas ciudades, ser un inmigrante es ser uno más, porque sería muy paradójico que alguien pueda tener prejuicios contra una persona con una historia común, porque casi todos son inmigrantes o hijos de inmigrantes también. En las que conocer gente nueva es conocer un poquito más del mundo y acercarse un paso más a comprenderlo. Un poco más de su historia, que no deja de ser el conjunto de acontecimientos que le suceden a las personas que viven en él.

En estas ciudades los niños son igual de niños, aunque no tomen cacao con la leche en el desayuno. Los niños juegan en los parques, gritan, se ríen, lloran, tienen berrinches y patalean. Y les da igual que su amigo sea de una raza u otra, porque impera la naturalidad.

Nuevos riesgos

Sin embargo, ni siquiera en estas ciudades se ha sido capaz de acabar con los prejuicios, tan humanos, tan imperfectos. También aquí el impacto de las noticias se diluye con los kilómetros de distancia y parece que las vidas no valen lo mismo, sino que depende del país del que uno proceda. Aquí también parece haber ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Y hasta no ciudadanos. Hay conflictos, como en todas las ciudades grandes, y muchas veces en los barrios con mayor población extranjera. También aquí lo fácil es culpar al extranjero, al de fuera, al inmigrante, de los problemas, y no a la desesperación, a la situación económica o a la falta de igualdad de oportunidades. Todo ello sin tener en cuenta que según la Organización Internacional de las Migraciones, casi el 3% de la población mundial (unos 175 millones de personas) es migrante y se calcula que en el año 2050 unos 230 millones de personas lo serán. Las migraciones son constantes en nuestra historia, que, además, ha demostrado que es cíclica y que quien afirme con rotundidad que no tendrá que emigrar, probablemente se equivoque.

Esas ciudades, la de los cascos de vikingos o las cajas de cereales como atuendos que no llaman la atención, tienen un riesgo importante que quizás les haga despertar a la mayor tolerancia y no discriminación. Acabar con los resquicios que les quedan de los arbitrarios prejuicios. Son, precisamente, las más vulnerables de sufrir las epidemias de otros países, en esta sociedad del riesgo global que acuñara Ulrich Beck. Ahora, el ébola está demostrando que no hay gente de más calidad que otra, que todos somos iguales aunque, como siempre, se cebe con los más débiles. Pero la amenaza de contagiarse a Occidente está ahí, y una vez más, cerrar los ojos como invencibles será acelerar su paso a la derrota. La solidaridad en este mundo, líquido según Bauman, es importante no solo por moralidad, sino por egoísmo. Que los niños de otros países, aunque el dolor se mitigue injustamente con cada kilómetro, jueguen en los parques, griten, se rían, lloren, tengan berrinches y pataleen importa también a Occidente. Porque nunca se sabe cuando el mundo va a girar hacia el otro lado.

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