El occidente omnipotente tiembla ante el diminuto bichito del ébola

Virus del ébola.
Virus del ébola.

La civilización occidental, impregnada de soberbia, no acepta la idea de que un pequeño David microscópico pueda mantener en jaque al imperio de la Investigación, el Desarrollo y la Innovación.

El occidente omnipotente tiembla ante el diminuto bichito del ébola

La civilización occidental, impregnada de soberbia, no acepta la idea de que un pequeño David microscópico pueda mantener en jaque al imperio de la Investigación, el Desarrollo y la Innovación ¡Somos unos conmovedores engreídos!

Pero hombre, ¿cómo es posible que el ébola haya traspasado el escudo antivirus del todopoderoso, inexpugnable, invulnerable, hermético e inmune occidente, eh? ¡Oiga, que somos la civilización, los pueblos elegidos, los intocables, los habitantes de ese norte de Mario Benedetti con sus rituales de acero, sus grandes chimeneas, sus sabios clandestinos, sus ventas navideñas, sus llaves de los reinos, sus predicadores mediáticos, sus gases que envenenan, su Escuela de Chicago, sus dueños de la tierra, sus gastos de Defensa, sus defensas gastadas…!

A nosotros, que hemos levantado escudos antimisiles para prevenir ostentosas guerras de las Galaxias, ¿nos va joder el sueño un bichito que está haciendo escabechinas humanas en un Sur que, imaginamos que existe, porque lo ha descrito un poeta uruguayo y lo ha proclamado a los cuatro vientos un cantautor catalán? ¡Hasta ahí podían llegar las bromas, oye! Que somos occidente, ¡coño! ¡Ese pedazo del planeta tierra que vive bajo una cúpula científica, económica, política, cultural, sanitaria, protocolaria, con la mayor densidad de premios nóbeles por metro cuadrado del planeta!

Cierto es, señores del jurado, que siguen devastándonos los huracanes, y tiñendo nuestras costas las mareas negras, e inundando nuestras tierras las lluvias torrenciales y las aguas revueltas de los ríos insurgentes. Que el SIDA encontró entre nosotros un buen caldo de cultivo para crecer y multiplicarse. Que nuestros trenes de última generación descarrilan, nuestros aviones caen como pájaros de fuego abatidos por el exceso de suficiencia tecnológica, que nuestras carreteras siguen pareciendo pistas primitivas y mortales a imagen y semejanza de los inofensivos coches de choque, que nuestros barcos naufragan en cuanto algún océano o Mare Nostrum caprichoso decide ponernos una zancadilla.

Y, sin embargo, seguimos sembrando semillas de omnipotencia e inmortalidad entre la gente corriente, the ordinary people, de este pedazo de la Tierra al que seguimos llamando primer mundo.  Nos pueden derribar Torres Gemelas, hacer saltar por los aires autobuses y trenes de cercanías, hacernos contemplar impactantes imágenes de como revientan centrales de Chernovyl o Fukushima, pero ya nadie se apea de la burra de que haber nacido o vivir en occidente es un salvoconducto a la seguridad total y, con un poco de suerte, a la vida eterna.

Creo, como una oración, que no somos más tontos porque no entrenamos. Que no somos más soberbios, porque no hay suficientes medios de comunicación propagando la idea de que cada ciudadano de occidente, como antiguamente los emperadores de un imperio romano con claros síntomas de decadencia, es un Dios. Eso sí, un Dios pagano, naturalmente, como muy bien saben los Cristóbal Montoro que andan sueltos por las zonas Dollar y las zonas Euro, y con los pies de barro. Que no somos más incautos, porque todavía nos queda una ligera duda sobre si somos ciudadanos generalmente mal informados o ciudadanos generalmente bien desinformados.

Pero, en realidad, nos invaden de vez en cuando gripes aviares y males de vacas locas. En realidad, la palmamos diariamente de pulmonías, de legionelas, de bacterias hospitalarias, de errores humanos, de explosiones de Butano, de fugas de gas ciudad, de septicemias, de violencias de género, de corazones que se declaran en huelga de sístoles y diástoles caídas, de mil y una posibilidades que deberían convencernos de una vez por todas, al margen de la obsoleta y descartada resignación cristiana, de que no somos nadie, de que no somos nada, y menos en pelotas.

¿El ébola, dices, clavando tu engreída y bobalicona mirada occidental en mi mirada, y agujas de vudú en la tan peculiar Ministra de Sanidad de turno…? A mi escasas luces, colega, esa especie de “aliens” diminutos que se descubrió a orillas del río que lleva su maldito nombre en la República del Congo, es indestructible. Aparece y desaparece, como ha ido apareciendo y desapareciendo  Alien el octavo pasajero  a lo largo de su saga, y sabes que siempre vuelve, que siempre volverá, como volvió el general Mc Arthur, inasequible al desaliento, a las Filipinas. Porque los viejos y resistentes guerreros, por diminutos, por insignificantes que parezcan, nunca mueren; sólo se desvanecen en largos o cortos períodos de tiempo en la historia.

¡Soberbios, que somos unos soberbios, troncos…!

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