Occidente descubre en los Alpes los primeros síntomas del síndrome de Lubitz

Andreas Lubitz, en su perfil de Facebook, ya eliminado. / Facebook
Andreas Lubitz, en su perfil de Facebook, ya eliminado. / Facebook

Ni la democracia puede ser una coartada para que tantos millones de vidas humanas dependan exclusivamente de un gobernante electo, de un líder ideológico, de un gurú económico, de un piloto…

Occidente descubre en los Alpes los primeros síntomas del síndrome de Lubitz

Ni la democracia puede ser una coartada para que tantos millones de vidas humanas dependan exclusivamente de un gobernante electo, de un líder ideológico, de un gurú económico, de un piloto…

En Los Alpes, lugar de Francia, no han estrellado sólo a 149 santos inocentes por quienes doblan estos días las campanas del planeta. También han estrellado un poco a eso que llamamos civilización.

Llevamos unos días dándole los buenos días a la tristeza y el desasosiego, pero también muchas noches dando vueltas en las camas, anegando de sudor las sábanas y asimilando una duda metódica del pasado, del presente y del futuro que se cierne sobre el complejo puzle del progreso que hemos ido construyendo con piezas científicas, económicas, políticas, ideológicas, sociológicas, psicológicas y, a veces democráticas, de esas que íbamos ajustando con la esperanza marchita de poder vivir en armonía, y que ni siquiera nos permite alcanzar el póstumo consuelo de poder morir en paz.

El síndrome de Lubitz

Ya nunca más será lo mismo contemplar una bucólica estela de avión surcando el cielo azul que contemplo desde mi habitación con vistas. Apenas hace unos días, era un logotipo de la libertad, la expresión geométrica de la distancia más corta entre dos puntos de la tierra, la bandera blanca y estilizada que centelleaba allí arriba para recordarle a miles de millones de seres humanos que, en realidad, éramos proyectos de ciudadanos del mundo maravilloso, la Tierra Prometida, que anunciaba aquella virtuosa trompeta de Jericó de Louis Armstrong.

Ahora, Director, se ha convertido en síntoma inequívoco de un nuevo complejo freudiano que trepa como una enredadera en el caldo de cultivo subconsciente de la humanidad: el síndrome de Lubitz.

Como diría Claudia Schiffer: ¡Era alemán…!

Chico, es que era alemán, como diría muy convencida Claudia Schiffer en uno de sus anuncios. O sea, no esperaba alcanzar el séptimo cielo ese del Islam, que por lo visto sólo reserva plaza para los que se estrellan contra unas torres, hacen volar a un tren por los aires, limpian de infieles patrimonios mancomunales de la humanidad y se presentan ante su peculiar altísimo con patéticos botines de muerte inocente que, dicen que dice el Corán, proporcionan salvoconductos a una hipotética, miserable y tortuosa vida eterna.

Era alemán, repito. Y, sin embargo, mientras no se demuestre lo contrario, no había pasado el legendario control de calidad genuinamente teutónico de las cosas y los hombres “made in Deutschland”. Por eso la humanidad ha entrado en depresión. Esa es la razón por la que estos días nos hemos encontrado pequeños, impotentes, indefensos, a medida que se desinflaba, como otra burbuja artificial, el último bastión de esa parte de la humanidad intelectualmente soberbia, tecnológicamente prepotente, económicamente “Calvinizada”, étnicamente blindada y democráticamente estancada que se pasea por la historia blandiendo el estandarte descolorido de la occidentalidad.

Tantos ciudadanos a merced de tantos tipos de piloto…

El síndrome de Lubitz todavía está por diagnosticar, naturalmente. Por ahora sólo es esa tenue sensación, procedente de los Alpes franceses, que se filtra entre las lágrimas, el estupor, los gabinetes de crisis, el dolor del pueblo, las alarma mediáticas, que más tarde o más temprano desembocarán en una pregunta a la que llevamos siglos sin darle una respuesta: ¿por qué tantos seres humanos llevan tanto tiempo dependiendo de tan pocos? ¿Por qué encomendamos nuestras vidas, nuestras esperanzas, nuestros sueños, nuestro pan de cada día, nuestro espíritu humano, en tan pocas manos? ¿Por qué, en cortos, medios y largos períodos de tiempo (un trayecto de tren, un vuelo de avión, una legislatura, una vida), dejamos nuestro destino individual y colectivo en las manos exclusivas de un líder ideológico, un gobernante electo, un dictador iluminado, un loco entre el variado catálogo de chalados que se instalan o dejamos instalarse en las distintas y distantes cabinas de pilotos?

Esa es, para un servidor de ustedes, la cuestión. Cualquier piloto, todos los pilotos, deberían pasar periódicos y precisos reconocimientos psicológicos, que os lo tengo dicho. Ni las licencias, ni las papeletas en las urnas, ni las primarias en los partidos, ni los vigías de occidente mediáticos, ni los sofisticados órganos de control democráticos, je, perdona que me de la risa para que no me invada la pena, garantizan que no se nos cuelen Hitlers y Stalins, Pinochets y Maduros, Marie Le Pens y Txipras, Rajoys y Zapateros, Merkels y Hollandes, descerebradas cabezas rapadas y amuebladas cabezas con coleta, dicho sea sin ánimo de ofender y a modo descriptivo, naturalmente. Cualquier piloto o aspirante a piloto, cualquier Andreas Lubitz que transporte por los cielos o por la historia centenares o millones de pasajeros, ya no llega con que tenga sus papeles en regla y haya aprobado exigentes exámenes de acceso (en las aulas o en las urnas), para llevar los mandos de una nave o un Estado. Porque, luego pasa lo pasa, oye. Que se le va la olla, y lo mismo nos estampa contra la crisis, contra el paro, contra la pobreza, contra la corrupción, contra el orden establecido, contra la anarquía inducida, contra la codicia, contra la utopía, o cualquier pico de unos escarpados Alpes, tantos Alpes, en los que se puede perder la vida para los muertos y la vida para los vivos.  

¡O pilotamos entre todos o pinchamos la pelota…!
La democracia de los pasajeros y los pilotos, de los mandados y los que mandan, ha alcanzado su punto de inflexión a medida que brota el escalofriante síndrome de Lubitz. Los pueblos no pueden seguir subiéndose a un avión, a cualquier objeto volador, identificado o no, cruzando los dedos para que el piloto de turno no les lleve al matadero. No, de verdad. ¡O pilotamos entre todos o pinchamos la pelota…!

 

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