¿Por qué llaman independencia a lo que sólo puede ser un cambio de dependencia?

Diada Nacional de Catalunya. / lomas.excite.es
Diada Nacional de Catalunya. / lomas.excite.es

Anhelan dejar de depender del himno, la bandera, la Constitución y peculiares grandezas y miserias de un Estado, je, para pasar a depender de los mismos elementos en otro.

¿Por qué llaman independencia a lo que sólo puede ser un cambio de dependencia?

Los eufóricos catalanes ¿independentistas? son unos cachondos, oye. Anhelan dejar de depender del himno, la bandera,  la  Constitución y peculiares grandezas y miserias de un Estado, je, para pasar a depender del himno, la bandera, la  Constitución y peculiares grandezas y miserias de otro.

Cuando la muerte pisa nuestro huerto, se pasea por el pequeño jardín de nuestra existencia y nos roba un familiar, un amigo, un testigo cercano que compartió con nosotros la parrilla de salida de la vida, todo es baldío, todo es absurdo, polvo sin rumbo. La fumata negra de la incineradora se extiende como el “puré de guisantes” en Londres, y la depresión postparto electoral de Pablo Iglesias, el baile de san vito de Artur Mas, la tragicómica parodia de Rajoy decidido a morir con los votos puestos, ta ta ta ta ta, tatá, tatá, tatiii, a imagen y semejanza del general Custer con sus dichosas botas, la conmovedora escena de Pedro Sánchez ofreciendo sus sórdidos servicios en las esquinas de la calle de la historia, el subidón de Albert Rivera con su ridículo traje de astronauta político decidido a alcanzar la luna, los delirios insurgentes de los chichos de la CUP, miradles, que caben en un taxi para acudir a la cita a ciegas con su revolución pendiente, todo ese océano humano de decepciones, de ilusiones, de prepotencias, de grandilocuencias, de sentencias, de vanitas vanitatis, se esfuma entre la niebla baja de la tristeza. Las horas recobran su importancia y las neuronas vuelven a poner los pies sobre la tierra. Estaban, estábamos en la superluna roja que se reflejaba en el Mediterráneo, ¿sabes?, mientras, ahí al lado, un ser humano al que llevabas años llamando por su nombre propio, recitaba en silencio el trascendente monólogo shakesperiano: ¿ser o no ser?

Entonces, suena el móvil, uno se levanta del sofá en el que estaba contemplando cómo iban deshojando su prosaica margarita los personajes en busca de un autor de una versión de la obra de Pirandello que se estaba representando en Cataluña y, una voz reconocible te anuncia que un amigo, un testigo cercano de nuestra genuina y vital “operación salida”, ha dejado de deshojar la otra sublime margarita con la que cada uno de nosotros salimos del vientre de una madre. Polvo somos y en polvo nos vamos convirtiendo, sin poder aferrarnos siquiera al consuelo a título póstumo de Quevedo de ser, al menos, polvo enamorado.

Un circo romano global

Cuando la muerte llama a la puerta de ahí al lado, ya digo, donde habitaba un tipo que no era yo, pero que no me habría importado haber sido, se te hacen pequeñas las primeras planas de los periódicos con sus dioses de pies de barro haciendo cola en la ventanilla de la inmortalidad que caduca cada 24 horas. En algún paréntesis en el viaje permanente entre el corazón y los asuntos compartidos, se te cuela la compasión y la ternura aquí dentro si vuelve a asomarse a la “caja boba” un Mariano consumiendo sus últimos gramos de instinto de supervivencia; si un Mas amortizado hace una parodia a la catalana de William Wallace o quizá de Michael Collins, vete tú a saber; si Oriol Junqueras permanece agazapado como Éamon de Varela in illo témpore en Irlanda; si el dulce pájaro de juventud de Albert Rivera vende la piel antes de haber cazado el oso; si Pedro Sánchez sigue lanzando la caña en aguas revueltas convencido de que puede otorgarle la tópica ganancia de pescadores, mientras el respetable público del nuevo circo romano global aclama a los gladiadores que han sobrevivido y repudia a los que han caído en la arena.

Dentro de cien años todos calvos…

Nadie hablará de esto, ni de estos, ni de nosotros, cuando hayamos muerto. En ese lugar al que llevamos siglos llamando el más allá, no es que uno tenga dudas de que no se hable catalán o castellano, es que tiene dudas de que se hable en cualquier idioma, a ver si me entiendes. No es que uno crea que podamos padecer daltonismo y nos cueste un horror distinguir las Esteladas, las Ikurriñas o la Rojigualda, es que está convencido de que, si vemos algo, que tengo serías dudas, ni siquiera será en blanco y negro, como la tele de nuestros padres, sino sólo en negro opaco y oscuro como el betún.  Ni siquiera tengo la mínima esperanza de que se puedan oír los himnos, las consignas, las amenazas, las grandilocuencias historiográficas, las ocurrencias electoreras, je, con ayuda de un sonotone metafísico. Nada, oye. De aquí a cien años todos ciegos, sordos, mudos, tetrapléjicos, apátridas, desideologizados, desmilitantizados, desindignados y  calvos. O sea, como ahora mismo el pobre Durán i Lleida.

El insignificante consuelo de pertenecer a una tribu

Se te queda un familiar, un amigo, un testigo de cargo de tu generación dormido para siempre, ya digo, y durante unos días te importa un carajo quiénes son, de dónde vienen y a dónde van tipos como esos que en los atriles, en las tertulias, en los editoriales, durante los cafelitos de las once, practican el morbo patriotero según el color del cristal catalanista o españolista con el que contemplan estos días la vida. Entre los que quieren imponer el divorcio, los que quieren prohibirlo, los que apelan a una oportunista solución intermedia de pareja de hecho, los que predican una reconciliación asimétrica, los que incitan a un abandono del hogar unilateral, entre los unos por los otros, ya digo, la casa, las casas sin barrer por los siglas de los siglos. Dejas a cada loco con su tema y cada grupo de locos con sus ídolos levantados o caídos, y vuelves a la ineludible pregunta genérica cuyo volumen aumenta al ritmo de la mano miserable que le da cuerda a tu reloj: ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos? Sólo esa es la cuestión. Personalmente, creo que de dónde venimos y a donde vamos no hay banderas, no hay himnos, no hay territorios, no hay fronteras, no hay idiomas, no hay símbolos identitarios de esos por los que nos hemos pasado la estúpida historia haciéndenos la guerra y no la paz. La culpa de todo eso, absolutamente prescindible en el equipaje para un último e inevitable viaje, la tiene quiénes somos, cómo somos, cuánto mísero consuelo nos proporciona la idea de pertenecer a una tribu y cuánto terror, ¡qué inmenso terror!, nos invade a medida que descubrimos que nacemos solos, vivimos solos y morimos solos.

La trascendencia intranscendente del 27-S

No sé lo que va a nacer en Cataluña después del 27-S, pero será cualquier cosa menos la sublime sensación de independencia real, personal e intransferible que late en el subconsciente de todos y cada uno de los seres humanos. Porque, no nos engañemos, lo que dos millones de colegas catalanes han encomendado a las urnas, es sólo un cambio de dependencia de banderas, de himnos, de Olimpos ejecutivos, legislativos y judiciales, de pasaportes, quizá de monedas, tal vez de códigos penales y civiles, probablemente de dictadores fiscales y de un Rey por un Presidente de República. O sea, quieren dejar de depender de unos para empezar a depender de otros.

Con mucho dolor de mi alma, pero cierto sentido macabro de alivio entre la trascendencia colectiva inducida, terrenal y finita y la trascendencia individual adquirida, intangible e infinita, permítanme que declare el 27 de septiembre de 2015 el día de la independencia, the independence day, de un buen amigo que ha dejado de depender de himnos, banderas, fronteras, pasaportes, constituciones, intrigas mediáticas, iluminados centrípetos y centrífugos y de esa especie de seres vivos gilipollas, a la que pertenezco, por supuesto, que nos aferramos a la solemne trascendencia intrascendente como placebo para mitigar nuestra profunda, justificada e insoportable insignificancia del ser y la evidencia irremediable de dejar ser.

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