Se inicia un nuevo curso político en España, con la misma gastada melodía

Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España. / Twitter
Mariano Rajoy. / Twitter

También se inicia con intérpretes rutinarios, desincentivados, sin que el celaje gris y cansino ofrezca ventanas a la ilusión o la esperanza, observa este analista político. 

Se inicia un nuevo curso político en España, con la misma gastada melodía

También se inicia con intérpretes rutinarios, desincentivados, sin que el celaje gris y cansino ofrezca ventanas a la ilusión o la esperanza, observa este analista político. 

 

Se inicia el curso político con  discursos previsibles de todos los que temen la libertad. Los que por considerarla el pilar de la emancipación del ser humano se aúnan en aras de recortarla y destruirla aferrándose a cualquier mecanismo que permitan enclaustrar en el espacio de sus mentes estrechas y sus intereses mezquinos a toda una sociedad.

Se reitera un mensaje donde en la prelación, los valores colectivos y armónicos quedan lejanos, mientras adquieren entidad conceptos exacerbados sobre el territorio u otros rescatados del siglo XIX de la organización social y del trabajo.

En medio del hastío generalizado por la incuria de los poderes públicos ante una corrupción que se muestra peligrosamente sistémica, crece la exasperación de quienes son victimas de la misma. Y la indignación, al observar como se la frivoliza reduciéndola a un arma más de la liza política, no una patología que requiere cirugía urgente. Algo que propicia que desde posiciones populistas de nuevo cuño se intente persuadir al ciudadano con discursos distintos a no esperar nada de los políticos  dando por sentado que la política es algo intrínsecamente malo. Que unos y otra son incapaces de afrontar las contradicciones en que se debate la sociedad. Un discurso que más allá de su presunta modernidad tiene mucho de añejo y peligrosamente frontero al fascismo, pero permeable en tiempos críticos.

El escenario se comparece con una sociedad que agoniza, en la que la dignidad humana ha dejado de ser la piedra angular de su construcción y del proyecto colectivo. En la que se desmorona la certeza  heredada de progreso y evolución sin soluciones de continuidad. Una sociedad en la que prima un sentimiento de resignación y abandono aceptando con obediencia sus protagonistas el papel de cobayas en un experimento político, social y económico cuya esencia es retrotraer la condición de la ciudadanía un par de siglos atrás. Incluso se acepta cada vez con mayor naturalidad que la acción militar sea elemento de elección para determinar el destino de los pueblos. Sin apenas resistencia estamos siendo imbuidos de un fatalismo suicida que abona indulgente sustituir la barbarie y las formas virulentas por el humanismo.

Se advierte, no sin razón, del gravísimo riesgo de los dogmatismos. Algo que adquiere comportamientos genocidas en algunas áreas geográficas. Como contrapartida la laicidad es atacada de forma torpe y grosera, intentando desde el monopolio de las presuntas verdades reveladas, imponerlas a las personas anulando su criterio como ser racional. Un fundamentalismo que regula como estudio obligado materias de una determinada confesión en detrimento de la formación ciudadana, y que convierte en política de estado obsesiones enfermizas sobre la sexualidad y una determinada moralidad que se imponen a la población violentando los espacios más privados del ser humano. Un gobierno presuntamente civil alimentado espiritualmente por visiones tridentinas se esmera en rehacer las ataduras que durante siglos atraparon la sociedad en el desprecio a la cultura, la ciencia y la razón bajo el peso de temores, dogmas y credos contrarios a cualquier heterodoxia.

En paralelo otra gran depositaria de utopía e ilusión, la Europa  de la civilización y la solidaridad cae victima de las fauces de la Europa espuria, parasitada por mercaderes y especuladores. Un apéndice triste de intereses transoceánicos y vectores de la globalización económica más descarnada. Las avenidas de libertad, fraternidad y progreso diseñadas en la década de los sesenta dan paso a un laberinto hosco, suma de callejones sin salida que oscurecen el camino.

Se inicia un nuevo curso político, con la misma gastada melodía, con intérpretes rutinarios, desincentivados, sin que el celaje gris y cansino ofrezca ventanas a la ilusión o la esperanza. A reflexiones sólidas, rigurosas, elaboradas con valor cívico y desde la ética. Encaminadas a afrontar un mañana, que ya es hoy.

O sea, más o menos se inicia el curso político con tan pocas razones alentadoras,  como cada año habido durante este trienio negro.

Comentarios