Incontenible y dramática oleada migratoria empujada por la guerra y el hambre

El niño sirio ahogado en Turquía. / Twitter
Niño ahogado en Turquía. / Twitter

Las salidas posibles pasan por una invasión ineludible  o fijar la población en los países de origen, con el consiguiente coste para los países ricos en ambos casos.

Incontenible y dramática oleada migratoria empujada por la guerra y el hambre

Las salidas posibles pasan por una invasión ineludible  o fijar la población en los países de origen, con el consiguiente coste para los países ricos en ambos casos.

Crece la dureza de las  imágenes de televisión y prensa, en las que miles de personas huyen de su patria –y mueren en el intento- acosadas por el hambre, la guerra y  la intolerancia. En el otro lado, una sociedad que levanta vallas físicas y legales para tratar de impedir la invasión. Actitud ésta poco realista y pragmática, porque la desesperación es muy mala consejera, hasta llegar a destruir las murallas físicas y burlar los obstáculos legales, en busca de una vida mejor.

Las migraciones han existido en todo tiempo, desde los orígenes del mundo -cambios climáticos, catástrofes naturales, guerras, hambrunas, persecuciones- y siempre se han manifestado como una fuerza incontrolable que se impone, con independencia de la voluntad de quienes habitan los territorios de destino, que  se resisten a compartir recursos con quienes llegan: “no cabemos todos”, “es injusto”, “nos quitan lo que es nuestro”, y toda una serie de argumentos poderosos para quienes los esgrimen pero que no convencen a una marabunta empujada por  la indomable fuerza de la supervivencia.

De una u otra forma, la sociedad acomodada, opulenta, tendrá que compartir recursos con los parias, los más próximos y los más alejados, so pena de resultar asolados por esa poderosa  fuerza que es la migración incontenible.

Dos son los caminos para una solución viable: asumir la llegada en los países de destino, compartiendo recursos; o generar en los países de origen condiciones de vida que fijen la población en su propio territorio.

Una y otra implican el uso de importantes recursos materiales, pero la primera opción supone, además, asumir una colonización cultural, religiosa y de costumbres en los países de destino, ante la fuerza demográfica de los que llegan; por otra parte, el desarraigo de estos  siempre será un factor a tener en cuenta.

La segunda –crear condiciones de vida adecuadas en los países de origen- puede resultar una utopía por razones económicas, políticas, intransigencia religiosa o corrupción, entre otras.

Queda un tercer camino, que no es solución para nadie: resistir, impedir, levantar murallas, cerrar ojos y oídos para no escuchar los lamentos ni ver el sufrimiento ajeno. Pero hay un límite, será cuestión de tiempo y de número; las oleadas de desesperados se impondrán tozudamente, lo queramos o no, y superarán obstáculos como la marabunta.

Dejemos de actuar como los  tres monos sabios; los gobiernos de los países receptores, irremediablemente, deberán dedicar recursos suficientes y voluntad política para tratar de poner fin a las causas que impelen a millones de personas a emprender un trágico viaje de incierto resultado.

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