Los efectos colaterales de todo conflicto armado tienen nombre y apellidos

Defensas en Donetsk. / RT
Defensas en Donetsk. / RT

Una característica, tan molesta como paradójica, de los inevitables efectos colaterales es que pueden evitarse. El autor hace un relato que cuando menos invita a la reflexión.

Los efectos colaterales de todo conflicto armado tienen nombre y apellidos

En la foto de portada del periódico hay una mujer mayor que llora sentada en la acera, las piernas dibujando un incómodo ángulo recto con el torso, a duras penas consolada por un hombre joven que, en cuclillas, la rodea con su brazo derecho, mientras ella posa la cabeza en el hueco que forma el amplio pecho del muchacho. A lo lejos, como en un horizonte daliniano, derretido de relojes o de hogueras punitivas, hay humo, volutas torvo, de mal agüero, esa atmósfera casi medieval que, durante siglos, llevan exhalando el hedor de la sangre, las prisas de la rapiña y el metal hirviente del dolor. La anciana y el joven miran con angustia un cuerpo muerto muy próximo a ellos, caído de cualquier manera, con esa originalidad o falta de estilo propia de los cadáveres que todavía se empecinan en no asumir, por efecto de la sorpresa, su condición de fisiologías inertes. El cuerpo parece el de una mujer aún joven: no es fácil asegurarlo pues está echado de espaldas, pero el embrollo de un pelo rubio mezclado con sangre tributa una melena vigorosa y las piernas, ajustadas en unos leggins rojos, rematan en turgentes nalgas. Los pies, calzados con unas bailarinas también rojas, componen un escorzo imposible con los tobillos, cubiertos de unas breves medias calcetín de malla negra. Un brazo, que exhibe una doblez grotesca, aún está anudado al bolso, parte de cuyo contenido aparece desparramado por el firme: una agenda de mano; el móvil; una pañoleta estampada…

Tal vez si el periódico se abriese con un titular globalizado de infortunios o con la imagen de una carnicería colectiva (tan grande que sólo la distancia media del fotógrafo garantizase una panorámica completa) no se me cortaba el café con cruasán: «40 muertos en un atentado en Bagdad», «Nueva masacre en la franja de Gaza»… Es cómo tener una finca inmensa o un jardín pequeño. En aquella, las malas hierbas y los estropicios de los topos se difuminan en una lejanía terapéutica; en este, la intimidad del defecto lo hace más perceptible y, por lo mismo, insoportable.

Individuar la muerte en una muerte impulsa resultas devastadoras: he ahí la provocación intolerable de esta foto. Impone imaginar las rutinas de esta mujer que, tal vez media hora después de lavarse el pelo, hablar con su hijo por el móvil, ponerse rimel en los ojos y calzar las bailarinas, ingresó, sin comerlo ni beberlo, en la santacompaña de las guerras de todo el mundo, un limbo abisal o lotería macabra que los medios de comunicación y las fotos de portada convierten en cofradía de espectros anónimos.

Una característica, tan molesta como paradójica, de los inevitables  efectos colaterales es que pueden evitarse. Los efectos colaterales, vástagos de todo conflicto armado (es decir, humano: es decir, irracional) casi siempre tienen nombres y apellidos, una dirección, un e-mail, un número de móvil, pelo, piernas, parientes, un bolso con cuatro tonterías, manías, amores... una vida.

Con mi café con cruasán, paso la página del periódico. Pero ya es tarde. Imposible conciliar el aire balsámico de la mañana con este efecto colateral: Mujer tiroteada en las calles de Donetsk, ante dos impresionados peatones. Es lo que dice el pie de la foto. Mi relato es una aproximación personal a una imagen que, finalmente, he decidico no incluir en esta columna. Porque, aunque lo hayamos olvidado, no existe nada más veraz que la imaginación.

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