La casta europea también participa en estrategias electorales del miedo

Sede de la Comisión Europea, en Bruselas. / Cuatro
Sede de la Comisión Europea, en Bruselas / Cuatro

Como en las elecciones griegas de 2012, cuando apoyaron a la derecha que les había engañado, el aparato comunitario ha respaldado ahora a un primer ministro británico que atiende a los euroescépticos. 

La casta europea también participa en estrategias electorales del miedo

Como en las elecciones griegas de 2012, cuando apoyaron a la derecha que les había engañado, el aparato comunitario ha respaldado ahora a un primer ministro británico que atiende a los euroescépticos. 

Como si, de pronto, la responsabilidad de los graves problemas a los que se enfrenta la Europa en crisis dependiese de que los escoceses votasen aquello que considera conveniente la “casta” europea (el aparato comunitario y los líderes estatales, al menos los más importantes). Todos respiraron aliviados por el triunfo del “no” en el referéndum de Escocia. A juzgar por algunos comentarios –los de Rajoy, sin ir más lejos–, el pronunciamiento escocés nos ha librado poco menos que del hundimiento de la economía y de las instituciones europeas. Como si los ejecutivos comunitarios y estatales no llevasen unos cuantos años –por lo menos desde que estalló la última crisis del sistema– hundiendo las posibilidades de recuperar los equilibrios que hicieron posible la ya hoy mítica prosperidad económica y social de la Europa democrática.

No se entienden, por otra parte, los miedos a las modificaciones de fronteras en un continente que se ha pasado los dos últimos siglos (por no remontarnos demasiado en la historia) cambiando mapas, tanto para fusionar como para dividir territorios. Sólo hace seis años que Kosovo proclamó su independencia de Serbia y todos los Estados de la Unión Europea (excepto España) la han reconocida.

Apenas hace cuarenta años –entre 1973 y 1975– que se desarrolló la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa con la importante finalidad, entre otras, de fijar las fronteras en el continente con el reconocimiento mutuo de su inviolabilidad por parte de los participantes, en los que figuraban desde las dictaduras de España y Portugal (esta última sólo inicialmente: en el 74 llegaron los claveles democráticos) hasta los países comunistas, pasando por la Europa occidental democrática, todo ello bajo la tutela de Estados Unidos y Canadá. En total, la llamada Acta de Helsinki fue firmada por 35 gobiernos.

En estos momentos, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, creada entonces para controlar el cumplimiento del Acta, está compuesta por 56 países. Casi todas las nuevas incorporaciones salieron de las declaraciones de independencia de territorios que se desgajaron de dos firmantes de la inviolabilidad de fronteras en el 75, la Unión Soviética y Yugoslavia, y otra del divorcio amistoso de checos e eslovacos. En leve compensación, las dos Alemanias se convirtieron en una sola.

Todo ese reajuste de estados se produjo en los años noventa del siglo veinte (en el caso yugoslavo, como ya comenté, duró hasta 2008). Supongo que no hará falta aclarar que los gobiernos de la UE apoyaron y en algunos casos alentaron la causa independentista de buena parte de esos territorios, sobre todo en la desaparecida Yugoslavia y en los países bálticos. Varios de ellos ya han sido admitidos en la UE y otros están en la lista de espera.

La entrada casi en bloque de esos y del resto de países ex comunistas provocó serios problemas de estabilidad en la siempre complicada configuración de la unidad europea, continuamente ralentizada por los juegos de obligado consenso. Pero primaron los intereses competitivos por sustituir el control económico y político que Rusia ejercía sobre esa zona de su influencia, esa que Putin trata de recomponer en Ucrania, por ejemplo, en abierta confrontación con una UE que en estos momentos no tiene la misma capacidad de respuesta que en los tiempos eufóricos de la caída del muro.

Con todo ese contexto a las espaldas, resulta casi ridículo ese espectáculo de ansiedad que acaba de ofrecer la UE ante la posibilidad de que Escocia hubiese escogido su independencia del Reino Unido. Una Escocia, por cierto, más interesada por seguir en la UE que el propio Reino Unido, cuyo primer ministro se ha comprometido ante los euroescépticos, si gana las elecciones generales del año próximo, a celebrar en 2017 un referéndum sobre la continuidad del Reino Unido en la Unión Europea.

No es la primera vez que la “casta” europea participa en estrategias del miedo para presionar a los electores de determinados territorios. En las elecciones griegas de 2012, en plena operación de rescates punitivos, desde la cúpula comunitaria, sin ninguna reserva de neutralidad, se hizo todo lo posible para que la emergente formación de izquierdas Syriza no ganase las elecciones. No vacilaron en apoyar abiertamente a los conservadores de Nueva Democracia, responsables de haber maquillado las cuentas públicas para hacer ver que habían cumplido los objetivos de déficit marcados por la UE.

Enrocado en  el dogma de la austeridad discriminatoria, con las secuelas cada vez más visibles de achicar los espacios de servicio público, el aparato de la UE, a falta de intervenir en la regulación del desorden financiero, parece más inclinado por atemorizar a los ciudadanos para que no se les ocurra buscar soluciones políticas diferentes.

Comentarios