De Agamenón a Obama: Cuatro invasiones, la misma coartada que en Siria

El presidente de Estados Unidos, Barack Obama.
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama.

Tras dos años y cien mil muertos, ¿por qué invadir Siria? Irak no fue devastado para neutralizar arsenales de destrucción masiva. Troya no fue arrasada por los dorados rizos de Helena.

De Agamenón a Obama: Cuatro invasiones, la misma coartada que en Siria

Troya no fue arrasada por los dorados rizos de Helena. Egipto no fue conquistado por el fatal embrujo de la nariz de Cleopatra. Irak no fue devastado para neutralizar arsenales de destrucción masiva. Tras dos años y cien mil muertos, ¿por qué invadir Siria?

Virgilio cuenta en La Eneida, epopeya propagandística sobre el origen divino de la Roma imperial, que cuando Laocoonte, el infeliz adivino troyano, vio el caballo de Ulises exclamó: "Temo a los griegos, en especial cuando traen regalos". Si Laocoonte fuese iraquí, lanzaría hoy una advertencia a sus vecinos sirios: "Temo a Occidente, en especial cuando trae democracia".

Troya era la aduanera de lo que hoy conocemos como Estrecho de los Dardanelos, el antiguo Helesponto, paso obligado entre las riquezas naturales del Mar Negro y el Mediterráneo. Los troyanos eran dueños del tráfico marítimo y del comercio terrestre entre Europa y Asia. Cuando Homero, publicista de las virtudes griegas, hace que Agamenón desembarque frente a las imponentes murallas de Ilión, el rey de Micenas no está pensando en que el afeminado Paris yace con Helena, la adúltera esposa de su hermano Menelao. No, Agamenón hace cuentas. Y las cuentas le salen: tantos barcos, tantos reyes con los que repartir, tantas esclavas para Aquiles, tantas raciones, tantas bajas, tantos peajes que me ahorro… Tanto botín. "Me conviene", sentencia.

Siglos después, quizá mil cien años por delante, César afirma sus caligas victoriosas en un muelle de Alejandría. Craso y Pompeyo, con los que compartía el poder, han muerto. Roma es suya y Egipto le seguirá en el balance.

Por mucho que les pongamos las caras de Elizabeth Taylor y Richard Burton, lo que César requería de Cleopatra era el trigo del Nilo y la mayor cantidad de oro posible para afianzar su carrera pública, porque, antes que un general, Cayo Julio fue, sobre todo, un político profesional. Los senadores de la República, a mayores, le exigían más y más conquistas para extraer de ellas el crudo de la época: los esclavos. Cuando Cleopatra le preguntó: "¿Me quieres?", César le respondió: "Me conviene".

Hace diez años, mientras veíamos caer la estatua de Sadam Hussein en la Plaza del Paraíso de Bagdad, los propagandistas del Trío de las Azores aún defendían que el suelo de Irak era un gruyere de silos de armas apocalípticas. Las verdaderas consecuencias de aquella guerra ilegal fueron una progresión geométrica del dolor de la población iraquí, una posguerra universal y el ejercicio del poder en Occidente a través de modernas patentes de corso legitimadas por las urnas. Nuestras conversaciones se enriquecieron con términos prescindibles como guerra humanitaria, daños colaterales, drones y Blackwater. Quien quiera que gobierne este caos post-posmoderno –petroleras, financieros, industria del armamento, FMI– sentenció: "Me conviene".

Los aqueos fueron a Troya con la coartada del amor a Grecia y del honor de Menelao; las legiones romanas tomaron Egipto por el honor de la república y porque su general se enamoró de una faraona; los batallones de rednecks, hispanos y afroamericanos pacificaron Irak por el honor de Norteamérica, desmoronado el 11 de septiembre, y por amor a la democracia. Agamenón obtuvo su botín; César su dictadura; Bush oxígeno político hasta 2009, beneficios para los donantes de sus campañas y la amistad de Aznar. Tres guerras, una sola coartada: honor y amor mezclados y agitados.

Al primero lo mató el amante de su esposa al volver a Micenas; al segundo lo apuñalaron quienes temían tanto poder en un solo puño; el tercero lleva camino de ser un cadáver histórico. Troya quedó destruida, la República romana desapareció y hoy Occidente no es mejor que antes de Irak.

El premio Nobel Barack Hussein Obama quiere, como las misses, la paz mundial y, una vez más, la exportación forzosa de la democracia. Esa es la coartada; los expertos aseguran que Siria es un farol y que el verdadero envite es para otros jugadores: Irán y Corea del Norte. Pero Obama –que debe conocer La Ilíada– tiene miedo de ir a su Troya para convertirse a la vuelta en un cadáver político: la invasión de Siria sería, según las encuestas, la guerra más impopular en la historia de los Estados Unidos. ¿Le conviene?

Comentarios