Si pienso en películas porno, Nikki Benz y Lisa Ann siempre llaman dos veces

Nikki Benz besando a Puma Swede.
Nikki Benz besando a Puma Swede.

Sin el porno, Internet no habría existido jamás. Actrices como Nikki Benz, Amy Anderssen o históricas como Christy Canyon y Jenna Jameson tienen millones de búsquedas cada día.

Si pienso en películas porno, Nikki Benz y Lisa Ann siempre llaman dos veces

Sin el porno, Internet no habría existido jamás. Actrices como Nikki Benz, Amy Anderssen o históricas como Christy Canyon y Jenna Jameson tienen millones de búsqueda cada día.

Y parecen felices cuando miro a sus ojos impávidos. Acatan las normas del juego. Ninguna rompe a llorar. Porque, en este tipo de shows, el hombre es siempre ese macho alfa que domina la situación y posee a la mujer como si fuese una res. En principio no hay víctimas. Nadie sufre. El porno es un lenguaje que dosifica el placer del espectador a través de monótonas técnicas y de argumentos de Barrio Sésamo. Me cuenta un amigo humorista que, sin twitter y sin el porno, no existiría Internet. Añade que el mundo de la interculturalidad es un camelo.

El internauta consume porno, mucho porno. Y el porno despierta la mitomanía y el fetichismo que generan mucho merchandising. El porno es una válvula de escape para una sociedad que se deprime en la abundancia de víveres y en la comodidad de sus pisos de periferia. El porno es una industria con nombres y apellidos que ganan cada vez menos por la afluencia de descargas ilegales y páginas gratuitas, pero sus estrellas tienen más popularidad que cualquier actor o actriz de Hollywood. Nikki Benz, Amy Anderssen o históricas como Christy Canyon o Jenna Jameson tienen millones de búsquedas cada día. Más que Brad Pitt o Gwyneth Paltrow.

Lo que me preocupa no es el onanismo patético delante de una pantalla, porque la masturbación es una propiedad creativa y fundacional en nuestra especie como soplar las cenizas en la madeja de yesca para encender fuego. Lo que me preocupa de veras es la escenografía, el vestuario, los complementos y el modelaje de las actrices. Todo es versallesco y preciosista, demasiado limpio, demasiado caro, demasiado capitalista. Las películas de Brazzers, por ejemplo, recuperan los interiores de Falcon Crest y Santa Bárbara para que copulen unos varones espartanos que jadean desconsoladamente mientras las muchachas, embutidas en sus corpiños de látex, pegan el chicle debajo de la mesa de billar y se dejan amamantar. Es el logro de la contracultura de Marlon Brando y Andy Warhol. Lo que importa es la presencia y el cuero. Porque el narcisismo y el placer son preferibles a la solidaridad y a la protesta. Y el porno como el consumismo es un ejercicio de soledad. Reducidos a la impresionable caracterización de hombres y mujeres que rompen el tabú de la educación marista, el voyeurismo se convierte en una industria en el que cada segundo se gana tres mil dólares y, en ese mismo segundo, 372 internautas buscan a Nikki y a Amy a través de palabras clave en Google.

Leo en un ensayo de Laura Rival y Don Slater que lo que atrae a la gente es un ambiente sensual más que estímulos orgásmicos. No tengo claro que el sujeto sea consciente de la irrealidad de lo que consume cuando una mujer se somete al pene de Lex. Porque la pornografía sigue siendo esa utopía sin espacio y tiempo que adoctrina a hombres, a futuros esposos maravillosos y también a los maltratadores.

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