Nunca se ha opinado tanto, con tanta inmediatez y con menos fundamento

Pantallas. / RR SS
Pantallas. / RR SS

Antes de que existiese la actual sociedad digital e intercomunicada, la gente se mostraba muy reacia a opinar: por las circunstancias políticas, por supuesto, pero también por pudor, por falta de información, por miedo al ridículo o por conciencia de las propias limitaciones.

Nunca se ha opinado tanto, con tanta inmediatez y con menos fundamento

Nunca se ha opinado tanto, con tanta inmediatez y con menos fundamento que hoy día.

Antes de que existiese la actual sociedad digital e intercomunicada, la gente se mostraba muy reacia a opinar: por las circunstancias políticas, por supuesto, pero también por pudor, por falta de información, por miedo al ridículo o por conciencia de las propias limitaciones.

Ahora, en cambio, no.

Ahora, con una desfachatez que resulta intimidante, el personal opina con la misma rotunda estolidez sobre el cambio climático, sobre la situación del turismo en España o sobre las razones de Juana Ribas para no entregar los hijos a su ex marido, sin haber leído en este último caso ni una sola línea de las sucesivas sentencias judiciales que le obligan a hacerlo.

Lo importante, pues, es ofrecer una opinión sobre cualquier cosa sin necesidad de tener, para ello, cualificación, criterio, conocimientos o información suficiente.

Sucede, por ejemplo, en el caso del nomenclátor callejero que algunos pretenden modificar por presuntas connotaciones franquistas y que afectaría a gente tan diversa como Dalí, Calvo Sotelo o Bernabéu, pongo por caso. Pero también en cuestiones menos ideológicas, como la limitación del tráfico urbano, la eficacia de la homeopatía o la sanción a Cristiano Ronaldo.

Lo peor es la falta de argumentos con la que justificamos nuestras creencias y la carencia de rigor en su exposición. Y a eso no son ajenos los presuntos creadores de opinión, esos tertulianos televisivos que se manifiestan a piñón fijo, ya sea sobre la recuperación económica o sobre la implantación de radares en la carretera.

Por todo ello, ésta es una época en que conviene escuchar, más que hablar, pero sin creernos todo lo que oigamos: si no, corremos el riesgo de ver la misma frase atribuida a Napoleón o a Pérez Reverte, o la misma historia ocurrida en un restaurante de Manhattan o en una isba de Laponia. Por todo ello, también, dejo de opinar ya en este artículo porque para mi desgracia estoy haciendo exactamente todo aquello que critico.        

Comentarios