Muiñeira de la geisha que me invitó a cenar

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La geisha que me invitó a cenar. / Xantia Alonso

Aterrizo, procedente de Taiwan, en Japón. Me siento preparada para enfrentarme a una sociedad de sobra conocida por ser impenetrable, por su rectitud, adicción al trabajo, amabilidad y excesiva pulcritud. No podía ni imaginarme la de sorpresas que Japón me reservaba.

Muiñeira de la geisha que me invitó a cenar

Abro los ojos. Me despierto confusa, no sé dónde estoy. Sin duda, en el suelo. Duermo sobre un fino material que no acierto a identificar. Lenta pero progresivamente mi cuerpo se ha relajado y adaptado a descansar al estilo japonés pero a veces todavía me sobresalto cuando me despierto y me descubro al ras del piso. 

Hora de la ducha (hay horarios estrictos para ello). El hotel tiene un sento (un baño público). Público pero no mixto. Una enorme bañera con agua tan caliente que casi quema la piel  y, dentro, tres chicas como dios las trajo al mundo. No me importa, me he acostumbrado a no tener ningún tipo de intimidad. Pero es, desde luego, diferente. Como todo en este peculiar país.

 El hotel tiene un sento y, dentro, tres chicas como dios las trajo al mundo

Estoy en Kyoto. Esa pequeña, romántica, hermosa joya... que a mí no me cautiva. Camino cabizbaja, decepcionada, en la soledad de mis pensamientos. El ritmo de la ciudad me resulta demasiado pausado, como a cámara lenta. Salvando las distancias con la hermosa protagonista, me siento como Scarlett Johansson en “Lost in translation”. Experimento el vacío, la soledad, el aislamiento, el sentir, creer que no encajas, que no perteneces a un determinado sitio. Recorro durante horas las legendarias calles del barrio de Gion. Las Machiya, pequeñas casas tradicionales de madera, los kimonos de colores, las sombrillas de papel de arroz, la cordialidad excesiva y lo protocolario de cada uno de sus actos me trasladan a otro tiempo.

 

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Vestimenta habitual de las jóvenes de Kyoto. / Xantia Alonso

 

Los observo durante horas en los templos, me empapo de sus costumbres y cultura, estudio detenidamente las relaciones interpersonales. Considero que es una sociedad que emana tristeza.  Y ratifico que mi personalidad jamás podría adaptarse a un país con tantas reglas y a una sociedad tan hermética. Donde la comunicación, la interacción entre las personas es muy limitada, donde el más leve contacto físico es prácticamente inexistente y en el que en muchas ocasiones mi comportamiento parece que puede resultar ofensivo.

No logro adaptarme a un país con tantas reglas y a una sociedad tan hermética. La comunicación y el contacto físico es prácticamente inexistente.

Bajo el paraguas mágico

La ciudad está atiborrada de turistas. Todos menos yo parecen estar disfrutando de la ciudad. Quizá sea porque no me conformo con ser una mera espectadora y deseo ser parte. Pero atravesar los muros que nos separan se me antoja tarea imposible.

Decido irme de Japón. No es para mí. Esta misma noche comprare un billete a cualquier otro lugar. Donde sea. Empieza a llover, tan fuerte que mis zapatillas no tardan en anegarseCubro mi cabeza con mi cazadora y apuro el paso buscando refugio. Un japonés de cierta edad se acerca en bici hacia mí. Me sorprende la agilidad con la que puede pedalear con el paraguas abierto. Se para a mi lado. Cierra el paraguas y me lo ofrece. Mi primer pensamiento es que quiere vendérmelo. Pero no. Le repito varias veces que es muy amable pero que prefiero mojarme yo a que lo haga él. No dice nada, ni una sola palabra, no se inmuta y no deja de extenderme el paraguas hasta que finalmente lo acepto. Me quedo inmóvil, bajo la lluvia, viendo como desaparece ante mi vista sin darme tiempo a agradecerle su gesto. Abrumada. Como si en realidad me acabase de entregar un cheque en blanco. Quizá porque en ese preciso instante tuvo tanto valor para mí.

 

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Golden Temple, Kyoto./ Xantia Alonso

 

El caso es que acabo de caer en la cuenta de que cada vez que pienso en irme me sucede algo extraordinario que me hace cambiar de opinión. Por eso, jamás olvidaré el día en que una geisha me invitó a cenar.

¿Es por mí?

La veo de casualidad mientras camino de vuelta a mi hostal. Me sorprende, ya que no es una zona en la que ellas se dejan ver. La observo muy brevemente a través del cristal que nos separa. Soy muy respetuosa con la privacidad ajena, así que solo son apenas unos segundos durante los que admiro su belleza. Estoy ya girándome para proseguir mi camino cuando me doy cuenta de que sus ojos se han posado sobre los míos. Susurra algo al oído de su acompañante, quien se apura en levantarse, alcanzarme e indicarme que entre en el restaurante. Me vuelvo. Me siento confundida. Excitada. Evidentemente no puede ser por mí. No, no puede ser. Pero el caso es que no hay nadie detrás, solo el silencio de la noche en las húmedas calles de Kyoto Station. Una vez más sus ojos buscan los míos y gentilmente me indica con sus manos que entre.

La gente en general y los hombres en particular pagan grandes sumas de dinero por tener a una geisha tan cerca como yo estoy a punto de tenerla

Como si de una caricia se tratase, sus dedos se deslizan de tal manera que parece que puede controlar el tiempo y el espacio con ellos. Tiene una mirada dulce. Asiente con delicadeza cuando le pregunto a través del cristal si se refiere a mí. Tengo un aspecto absolutamente indigno para sentarme frente a una geisha. Sin embargo, no voy a dejar pasar esta oportunidad. La gente en general y los hombres en particular pagan grandes sumas de dinero por tener a una geisha tan cerca como yo estoy a punto de tenerla. Además, hace ya tiempo que he decidido disfrutar, aprovechar, abrazar todo lo que se presenta en mi camino sin pensar más allá que en el ahora. Así que, decidida, entro en el restaurante.

Rompiendo moldes

Por si la situación no fuera lo suficientemente inverosímil, resulta que el restaurante es español. Lo agradezco, hace que me sienta más cómoda.  No tengo ni idea de cómo debería saludarla o presentarme. En actitud de reverencia, inclino mi cabeza tantas veces que pierdo la cuenta. No puedo parar de sonreír, no me creo mi suerte. La geisha se levanta y majestuosamente me dice algo en japonés que no acierto a descifrar. Me invitan a sentarme. Y así me hallo: en Kyoto, en un restaurante español, sentada en frente de una geisha y con cuatro personas más en la mesa mirándome expectantes.

 

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Cena en el restaurante español./ Xantia Alonso

 

Piden una buena botella de vino español en mi honor. Todos quieren hablar conmigo, pero solo tras muchas confusiones y dificultades idiomáticas logran, y solo a medias, trasladarme su mensaje. Para suavizar la situación decido tirar de tópicos españoles y les bailo un amago de sevillana, o flamenco, o lo que dios quiera que sea esto, porque en ninguno de los casos tengo una mínima noción de cómo hacerlo. Por suerte, ellos tampoco. Les parece fantástico!. Bailo, canto y hago gala de -casi- todos mis recursos, para entretenerlos. Por una noche, la geisha es la espectadora y, también sólo por una noche, yo soy finalmente parte del cotarro. Parte de la ciudad, parte de la sociedad.

 Para suavizar la situación decido tirar de tópicos españoles y les bailo un amago de sevillana, o flamenco, o lo que dios quiera que sea esto...

Natsumi, así se llama ella, no para de pedirme que nos hagamos fotos juntas. Es la primera vez que habla con una extranjera y tiene tanta curiosidad por conocerme como yo a ella. Siento cómo los muros que nos separan se derrumban ante mí con tanta fuerza como si fueran azotados por el más feroz de los terremotos.

La perfección, la porcelana y la muiñeira

Me fascina la suavidad de sus movimientos, que contrasta con la rigidez de su postura corporal, la manera en la que posa sus manos, la elegancia con la que come, la levedad de cada uno de sus medidos movimientos, el parpadeo de sus ojos escrupulosamente planeado. Salvo cuando yo hago de las mías, ella es el centro de atención; las miradas de todos están posadas sobre su aura. Y la diosa del placer estético es muy consciente de ello. Todo está milimétricamente calculado, su kimono, el recogido de su pelo impolutamente recogido de una manera indescifrable, el blanco de su cara en contraste con el rojo pasión de su boca. Todo en ella es perfecto, como si de una muñeca de porcelana se tratase.

Las miradas de todos están posadas sobre el aura de la geisha. Y la diosa del placer estético es muy consciente de ello

Me explica que tarda horas en arreglarse para salir a la calle, y que varias personas la ayudan. Por el día se deja ver en algunas calles del distrito de Miyagawa-cho y algunas noches actúa en Casas de Té o en eventos privados. Natsumi se ha preparado concienzudamente durante  cinco años para ser una artista. Mientras pide crema catalana me dice que siempre, desde que tiene uso de razón, ha querido ser una de ellas.

Me pide que le instruya para bailar flamenco y decido confesar que en realidad no es mi especialidad, pero me ofrezco para enseñarle a bailar una muiñeira (*). Les hago una demostración y todo el restaurante me aplaude. No paran de reírse y de decirme que soy muy divertida pero que estoy totalmente loca. Ningún japonés en su sano juicio se atrevería con semejante extravagancia. Me resultan, por lo general, demasiado comedidos, demasiado rectos como para dejarse llevar. La insto a acompañarme en el baile, sabiendo que ni el peso se su peinado, ni el de su kimono, ni sus zapatos permitirán tal hazaña. Pero la sola idea de la geisha bailando una muiñeira me resulta tan seductora como estrafalaria.

A la mañana siguiente recibo un mensaje. Me invitan a cenar de nuevo esa misma noche. Salgo a la calle y, de repente, todos los cerezos están en flor.

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Sakura en Kyoto./ Xantia Alonso

 

Es tan hermoso que no parece real. Parece que camino entre algodones. Ya no me puedo ir, quiero más. Quiero saberlo todo de la sociedad más diferente con la que me he encontrado. Me han conquistado. Llevo más de un mes aquí y me rindo ante ellos. Estoy totalmente enganchada a la ciudad.

(*) Muiñeira: baile popular de Galicia, España.

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