Mientras leo Un verano chino, de Javier Reverte, atiendo las noticias de un mundo extraño

Portada del libro de Javier Reverte ‘Un verano chino’.
Portada del libro de Javier Reverte ‘Un verano chino’.

Aquí prevalece una sensación de irreparable extrañeza. Tantos kilómetros recorridos no sirven para encontrar simpatías profundas, para comprender concepciones de la vida tan diferentes. 

Mientras leo Un verano chino, de Javier Reverte, atiendo las noticias de un mundo extraño

El último libro publicado de Javier Reverte relata el viaje que realizó a China en el verano de 2012. Su título: Un verano chino. Como he comprobado en los tres libros que he leído de este autor, su método es el de unir las experiencias directas del viaje con un repaso de importantes acontecimientos históricos que sucedieron en la zona que describe, todo acompañado de una relectura de las obras literarias que se refirieron a ella. En esta ocasión, la obra que admira y que relee es La condición humana, de Malraux.

A los chinos los conocemos por su presencia en nuestro país, aunque su dedicación, exclusivamente laboriosa, no se complementa con una expresión de su cultura que vaya más a allá de lo culinario. No sabemos nada de sus ideas. Es como si no las tuvieran, o no las pudieran comunicar, porque podrían contrariar su espíritu pragmático, ajeno a cualquier veleidad de pensamiento indagatorio, a cualquier posible contradicción en sus metas. Viajando por su país, Javier Reverte reconoce que “los chinos son solícitos, amables, ingenuos y a menudo tímidos”. Pero añade: “Sin embargo, asustan como civilización en marcha…Quizá dentro de unos años nos barran definitivamente de la historia”. Al rozarse con ellos, los encuentra también muy maleducados. Escupen continuamente, se cuelan, no utilizan correctamente los urinarios, las motos eléctricas se suben por las aceras. Además, se ríen con chistes muy malos.

Cuando oigo a alguien generalizar sobre las características de un colectivo humano, actúa en mi mente un resorte que se rebela contra esa facilidad que, sin embargo, a veces acierta al consignar una actitud muy mimetizada. Inmediatamente, pienso en las excepciones, en los matices, en el valor individual de los disidentes, aquellos que, injustamente, tendrán que someterse a prejuicios que los desfigurarán.  

La lectura de un libro de viajes como los que escribe Javier Reverte no puede quedar desconectada de las impresiones que recibimos diariamente a través de la información periodística, de la continua llamada a la constatación de la diversidad de nuestro mundo. En los días en que leo Un verano chino, en el telediario, me llegan las imágenes de un congreso en Corea del Norte. Ratifican la impresión de que, en ese país, sus habitantes han diluido su personalidad hasta conseguir, en torno a la adoración de su ridículo líder, una homogeneidad enfermiza. Duele ver esa actitud uniforme. En distintos grados, en las sociedades, en los grupos, se producen esa penosa uniformidad, ese sentir como obligación perentoria-  como modo de salvarse del desprecio, de la soledad - el seguir el paso a los demás, como en una coreografía sin alma. Claro que eso es mucho más grave cuando la sumisión se produce ante un líder manipulador, muy probablemente capaz de llevar a un pueblo a su aniquilación, a una vida severamente disciplinaria, con tal de ejercer sus paranoias delirantes.

Uno de los apartados del libro se refiere a la masacre de Nanking, ocurrida a finales de 1937, en la que, en siete u ocho semanas, los japoneses mataron a 300.000 chinos, sin dejar de violar previamente a todas las mujeres. En el memorial de esa masacre se exponen numerosas fotografías de aquel horror. En muchas, se ve a los soldados japoneses matando y riendo a la vez. Algunos pocos turistas provienen del país agresor. Allí, “se arrodillan, rezan y lloran ante las mirada fría de los chinos”.

Nos cuenta Reverte que entre 1925 y 1949, Chiang Kai-shek  y Mao Zedong se pelearon salvajemente entre ellos”. “Por el camino, entre pactos y batallas, llevaron a la tumba a millones de chinos; ya se sabe que los líderes carismáticos tienen ciertos defectos; entre otros, que nunca cuentan los muertos que causan sus ideas y su hambre de poder”. Mucha hambre es la que causó Mao con su plan de El Salto Adelante. Para industrializar al país, obligó a millones de campesinos a abandonar las tierras y trasladarse a las ciudades. La medida, agravada por una gran sequía, hizo morir a, al menos, veinte millones de chinos a causa del hambre. Pero parece que este inmenso error no ha conseguido mancillar la imagen del ídolo. “A los chinos de hoy no parece importarles el daño que hiciera y para ellos es casi una deidad”. Entre sus fobias están los americanos y los japoneses. Los rusos les caen mejor.

En China, ver el sol “es cosa de milagro”. Los ríos bajan turbios. Es la nación que más contamina del mundo. La economía ha crecido muchísimo a costa de una sociedad cada vez más desigual. La última parada del viaje es Shangai. Allí, Javier Reverte, su compañero de viaje, y la simpática traductora y guía que los ha seguido en todo su itinerario, alternan con los nuevos millonarios. Mientras leo esas páginas, en la prensa de esos días, se da, como noticia vistosa e importante, el desembarco en España de 2.500 empleados chinos. Son los que han conseguido los incentivos en una empresa cuyo magnate se ha gastado 20 millones de dólares – nada en comparación a su fortuna – en invitarles a pasar sus vacaciones en un país tan exótico para ellos. Las autoridades españolas se han rendido a sus pies, con lo que ese gran pequeño gasto tal vez haya que considerarlo inversión.

En nuestro hipócrita mundo, resulta que podemos tener todo tipo de tratos económicos con un país que no respeta los derechos humanos pero que, sin embargo, nos compró mucha deuda pública en un momento en que lo necesitábamos. “La pela es la pela”, y ello implica, por ejemplo, que nuestros jueces tengan que renunciar a la persecución de los graves delitos que en China se cometen.

En nuestro hipócrita mundo, resulta que podemos tener todo tipo de tratos económicos con un país que no respeta los derechos humanos pero que, sin embargo, nos compró mucha deuda pública en un momento en que lo necesitábamos. “La pela es la pela”, y ello implica, por ejemplo, que nuestros jueces tengan que renunciar a la persecución de los graves delitos que en China se cometen.

Cerrado el libro, el día 16 de este mes de mayo, encuentro la prensa llena de artículos sobre el 50 aniversario del inicio de la Revolución Cultural. Eso en nuestro país, en el mundo, porque China parece haberse olvidado de que existió y la efemérides no figura en las páginas de sus periódicos. Fue otro periodo atroz. Algunos supervivientes, victimarios, aquellos “guardias rojos”, ahora, arrepentidos, relatan sus actuaciones, la criminal persecución que ejecutaron de todo aquel que oliera ligeramente a disidente. La purga no fue pequeña. Se habla de una enorme horquilla, en cualquier caso espeluznante: de dos a veinte millones de personas.

Nos cuenta Reverte que los chinos no tienen mucho interés en conocer a alguien que no sea de su país. Xiao, la intérprete, tan rara para su pueblo, dice: “Los chinos no quieren aprender. Y no es porque piensen que lo saben todo; es porque piensan que los otros pueblos no saben nada”. Es más fácil hacernos una composición mental simplificada que conocer verdaderamente a un pueblo. Tal vez nos suceda eso siempre con el conocimiento. Reverte, en sus viajes, rehúye, todo lo que puede, los trayectos turísticos y busca – excluyendo las incursiones más temerarias – las experiencias más directas, los contactos más auténticos. Pero aun así es ese un proyecto limitado. En primer lugar, la propia presencia forastera modifica la realidad en la que uno se interna. Uno debiera ser invisible o contratar a un lugareño para que provocase en sus paisanos las respuestas a las indagaciones que uno plantea. Viajar supone una experiencia estimulante pero insuficientemente instructiva. Para mí, Un verano chino no transmite la emoción de otro libro bastante anterior: Vagabundo en África. Tal vez porque no se encuentre en él tanta empatía como en muchas de aquellas páginas. Aquí, prevalece una sensación de irreparable extrañeza. Tantos kilómetros recorridos no sirven para encontrar simpatías profundas, para comprender concepciones de la vida tan diferentes. 

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