Habitación 300: Las perversiones al amanecer en la abominable casa encantada

Casa encantada.
Casa encantada.

Sin embargo, esta malvada criatura se sentía obsesivamente atraída por las cosas bellas, y las procuraba y almacenaba en su haber.

Habitación 300: Las perversiones al amanecer en la abominable casa encantada

No había nada más estremecedor que aquel inmenso y oscuro cielo raso tan quieto y repetido, y las noches del encierro en los establos retumbaban afuera herraduras, bisagras, platillos, helecho seco, tratando de encontrar su claro de luna.

El asno siempre rebuznaba abominablemente haciendo callar a las demás bestias, incluso al amanecer rebuznaba al viento en los robles, al rumor de las máquinas, a los mirlos que se aparecían.

La casa encantada también era quieta como un sepulcro, de la que manaba humo negro como una mina sin modestia, de la quema de aquellos trucos de aquella bruja que decía su secreto cuando no era vista, y decía su secreto entre palabras mirando al entrecejo.

La bruja paseaba a su asno por el maizal todos los días a las mismas horas, bajo los mismos quebrantos a la naturaleza a los que él obedecía sin más que mascar y mascar su alfalfa amenazando siempre con embestir el vallado y sin tocarlo.

Acontecimientos en la casa encantada enriquecieron a la bruja y engordaron a su asno, porque de accidente caía el techo sobre los invitados, succionaban los ciervos volantes la yugular de todos los perros dando paso a más desgraciadas visitas…

Pero la bruja, vieja vieja, envejecía cada vez que amenazaba el arcoíris una década por color inteligible, porque le evocaban sus muertos. Además, no sabía ella más que de los hábitos perversos, y siempre se regodeaba en contradecir versículos bíblicos con lascivia, pero enloquecida, montando su asno en su entrepierna.

Sin embargo, esta malvada criatura se sentía obsesivamente atraída por las cosas bellas, y las procuraba y almacenaba en su haber. Entre ruinas de palacios, mohosas imágenes de vírgenes de capillas en ruinas, los más meticulosos recipientes para purés de legumbres, y, sobre todo, en sus arrebatos agitaba las ramas de sus árboles frutales y, con cuchillos meticulosos, las pelaba, las partía en daditos y las mascaba con sumo deseo.

Así, llevada por la ira de una granizada sobre el maizal en una noche bajo el claro de luna, tomó su caldero de hierro y recogió la escarcha grano a grano, y de ella bebió, puesto que los quebrantos de la naturaleza la hacían sentir lodo a los pies de un general.

Amaneció como un bello arcoíris del rosado de la más tierna juventud y ella, libre y loca, trenzó su áspero cabello, calzó zuecos de madera y acopió en los bajos de su polvorienta vestimenta frescas y brillantes peras caídas del temporal.

La chimenea humeaba proporcionando a su hacienda el claroscuro de una nube. El asno, celoso de su ración de alfalfa, la observaba con su mirada sangrienta respirando con modorra los hedores de su corte.

Ella no tenía palabras para justificar aquella acción, la más bella y sacrílega de su vida. Se comía las peras a mordiscos, una a una hasta la saciedad, la fruta más sabrosa y tentadora que hubiera podido calmarla.

La bruja y el asno en un yantar que abandonó los brebajes de la cocina, los juegos de las ratas del sótano, los destrozos de las máquinas en el campo…

Mientras, el sol se alzaba pleno, inmenso en el lugar y más allá. Llegaba viento que agitaba los girasoles con violencia que miraban al astro rey con asombro, se levantó una ventisca que levantó tierra seca ensuciándolo todo, en el patio de la casa encantada.

Ardía el tejado cuando la bruja rió. El asno brincaba alrededor de la fachada sin embestir las vallas.

Pero, por mucho que el viento azuzaba el fuego y la tierra ensuciaba el peral, los girasoles, allí plantados, seguían mirando al sol, seguirían aunque la segadora se los llevase, y el sol seguía grande, inmenso, recorriendo la hacienda…


 

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