Habitación 300: Conocer algo por primera vez tatúa tu mente con flores

Carracedo, aldea de Caldas de Reis.
Carracedo, aldea de Caldas de Reis, en Pontevedra.

Es como esa estrella que dicen que hay para mí, no importa lo viejos que sean los abuelos si el pino sigue allí.

Habitación 300: Conocer algo por primera vez tatúa tu mente con flores

Antes, antes de las casas, los aldeanos dormían en un pajar. Las estaciones llegaban milagrosas, la familia trabajaba junta para tener comida oriunda que ahora encontrarás en un restaurante.

Yo de pequeña iba a la aldea todos los fines de semana. Allí había de todo: cultivos de maíz y hortalizas, árboles frutales, pollitos y conejos, vacas, ¡hasta un jardín!

En verano me quedé a dormir. Me bañaba en el pilón de agua de manantial, que se alzaba por encima del establo y se cubría de escarabajos de la patata; anduve por carreteras por todos los lugares, llegando a un cruce en el que tenían canasta de baloncesto, y también un campo de fútbol que era de arena donde llegaban todos los chavales de por allí después de comer.

Mi tío el pequeño creo que me lleva sólo cinco años y era como un hermano, porque, cuando ya era de noche el sábado y nos íbamos, siempre corría detrás de nuestro coche como si quisiera ser de ciudad.

Todos los gallegos tenemos una aldea a la que volver cuando no podemos más. Es como esa estrella que dicen que hay para mí, no importa lo viejos que sean los abuelos si el pino sigue allí. Y la sangre de las vísceras de la vaca olía igual a como debe de ser un calabozo, el coche aparcado del abuelo era más reliquia que la plancha de hierro, eran tantos hermanos que no se podía oír el telediario.

Se llega a entender por qué la música celta es de aquí y no la samba que surge cuando caminas por la ciudad y los chicos pasan de largo, porque un huevo del supermercado es pálido si has probado el de la aldea, y la sombra de un árbol te atraviesa, mientras que los edificios de aquí abrigan tanto que necesitas respirar.

Me he comprado yogures de macedonia porque me acordé de la tía María. No le ha pasado nada, nos vemos por la calle, sigue pareciendo chica. Su hijo, mi primito pequeño, era más tiquismiquis que yo. Una tarde de labor, la familia reunida debía caminar el monte y sus senderos hasta un prado empinado para segar la hierba. Siempre me llamó la atención la naturalidad con que los mayores sabían tanto utilizar los aparejos como tratar el campo.

Los peques nos sentamos en la hierba a jugar, alguno se quejaba… Yo tenía los ojos como platos, aunque sólo me acuerdo de haber estado en aquel campo una vez.

Entonces creo que habíamos merendado, y teníamos sed, pero nacía un manantial del suelo que se iba deslizando en hilillos hasta el arroyo. Así que la tía María cogió el bote del yogur de macedonia y lo llenó de agua: el primito no quería esa cosa sin botella; probé yo el agua, tenía un ligero sabor a fruta y siempre recordaré el gesto de esa madre o el milagro de nuestra tierra.

¡No paran de nacer primos! ¿Cuántos años habrán pasado? No sé en qué momento de mi vida acabé de educarme, ni lo que nadie haya querido enseñarme. Sigo estudiando por si acaso me entiendo, pero he aprendido que uno solo no puede hacer nada por si mismo como viene una ciclogénesis en tus vacaciones y luego sequía según la tele.

Ya no son mi familia, a nadie le dejo serlo. No siento lo mismo por ellos: constelaciones, leche recién mugida, tebeos antiguos… Es diferente, ahora sé muchas mentiras que hacen estallar ese coche, cuyo kilometraje acoge otra vida, cuando el trayecto a la aldea siempre fue la rutina de papá. Ya no es lo mismo porque es lo mismo de siempre.

Nunca perdonaré el máximo exponente del fascismo en Galicia ni a las peñas de San Roque que han hecho de esta ciudad tocaya de tantas otras por su mismo santo…


 

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