Sobre El dolor de las sombras, el nuevo regalo literario de Manuel García Pérez

Portada de la nueva novela de Manuel García Pérez
Portada de la nueva novela de Manuel García Pérez.

Nos hallamos ante un relato complejo, pleno de sutilezas, ajeno a las fáciles complacencias, que no evita las contradicciones, una visión plural.

 

Sobre El dolor de las sombras, el nuevo regalo literario de Manuel García Pérez

En su nueva novela – publicada también digitalmente en Amazon -, Manuel García Pérez desde una sensibilidad profunda, a través de una múltiple y perspicaz mirada, nos vuelve a ofrecer una historia dramática. Una vez más, la muerte está muy presente en la obra de este autor que siempre incide, sin falsas contemplaciones, en las temáticas más graves. En esta historia, contrapone dos líneas narrativas distintas aunque confluyentes. Por una parte, nos sumerge en el expuesto entorno de un soldado británico que acaba de desembarcar en la Francia ocupada de la Segunda Guerra Mundial. Vivimos con él el terror de ese momento tan precario, el candente mundo que lo rodea y, a la vez, nos adentramos en la antigüedad de sus significados. Por otro lado, al modo de su anterior novela, Octubre de luciérnagas, nos encontramos con las cartas que va escribiendo la madre de ese soldado, unas cartas que no ambicionan llegar a su destinatario sino clarificar sus propios sentimientos. Esa mujer sufre una enfermedad mortal y lamenta la partida de su hijo hacia la guerra, la distancia que se ha ido creando entre los dos, derivada de la influencia que ha impuesto el abuelo. Ambos desarrollos de la narración se desgranan a través de una prosa poética, concentrada, de una intimidad sugerente.

 “He deseado demasiadas veces tu muerte; jamás cuando fuiste niño, sino a partir del instante en que llegó la condenada carta”. La madre se refiere al momento en el que recibe la carta de su hijo Marcus, en la que este le comunica que quiere embarcarse en la guerra, como sus compañeros, aquellos que ella considera jóvenes rudos y zafios de la campiña. A partir de ese momento le dirige esas cartas que no enviará pero que la ayudan a enfrentarse a su dolor: “La escritura logra que la soledad pueda rebatirse”. Aunque también incurre en contradicciones: “Necesito no recordarte”.

Por otro lado, vivimos la impiedad de la guerra, ese mensaje de un oficial: “No os preocupéis si no sobrevivís al asalto, contamos con un montón de soldados de reserva que no tendrán más que pasar por encima de vosotros”. Marcus está inmerso en una situación en la que encuentra paralelismos con el bosque en el que de niño aprendía a cazar con su abuelo. Tal vez sus enseñanzas le puedan servir ahora: “Los malos cazadores persiguen, los buenos cazadores esperan”. Las escenas de guerra nos sumergen en esa realidad de que el instante inmediato pueda ser el de la muerte, en la que un camuflado francotirador acierte en el blanco, en esa desnudez ante la que no se siente pudor sino la certeza de la aniquilación. Marcus se va adentrando en un mundo tan imponente que su percepción de la realidad resulta afectada. Pronto su mente se verá inmersa en las alucinaciones, en los espejismos.” El ciervo era otra exhalación que emanaba de la tierra…Confundido  en esa irrealidad, fascinado, Marcus…”

Mientras, en la distancia, en un lugar no menos susceptible de lo trágico, la madre repasa la evolución de su hijo y se pregunta por los decisivos momentos del tránsito que lo han llevado hasta allí, hasta esa severa exposición a la muerte: “Hay hombres que juzgan su virilidad en función de esa carencia de moderación y sosiego. Y tú decidiste no ser de esos muchachos de Bibury a los que el clima parece endurecer desde su nacimiento, corrigiendo cualquier atisbo de sensibilidad o delicadeza. Ser irritable por aquí se perdona y tu padre fue un hombre consentido.” Desde esa paz funesta, la música le ayuda a ordenar sus sentimientos:  “Aprendí esta lección de la música; su poder evocador parece que nos ausenta de la realidad, pero sucede al contrario… porque la música nos revela toda clase de recuerdos que vivo ahora como enfermizas resonancias de un tiempo perdido e irrecuperable.” Se siente sola, desamparada. No es como su padre, ni tampoco como su marido. Ella tiene una sensibilidad muy distinta, unas inclinaciones que no puede compartir. De las artes piensa: “La escritura como la música son formas de ocultación, pero, en esta ocultación, es donde se descubre nuestro verdadero rostro.”

En la parte final de la novela, de forma paulatina y misteriosa, se va anunciando la presencia de lo que es nombrado con un indefinido algo, a lo que Marcus tendrá que enfrentarse, algo que es más, que está más allá de la estrecha visión de la batalla, algo que sigilosamente lo persigue, que busca su soledad para acorralarlo, para manifestarse. Al fin, Marcus repara en su presencia: “Algo es un ser  que no teme que le disparen, que va a lo suyo, al que no le importa vivir o morir.” Ese algo sugiere la inocencia de un ser que no pretende modificar el mundo, que no se sabe importante. “Y entonces lo descubre tal y como alguna vez más de un hombre lo ha soñado.” Lo que se le aparece es un lobo herido de muerte, cuando él está a punto de disparar. Se pone en cuclillas junto a él: “Marcus sabe que su propia presencia no es importante en esta realidad. Sabe que podría desaparecer ya mismo y nada cambiaría el curso de las cosas.” Y ya “desearía acompañar al lobo, dejarse morir, pues ya no significa nada resistir en el discurrir de esta catástrofe.”

Nos hallamos ante un relato complejo, pleno de sutilezas, ajeno a las fáciles complacencias, que no evita las contradicciones, una visión plural, y pretende abarcar disímiles e incognoscibles miradas, acercarse a una diversa visión unitaria

Así pues, nos hallamos ante un relato complejo, pleno de sutilezas, ajeno a las fáciles complacencias, que no evita las contradicciones, una visión plural, y pretende abarcar disímiles e incognoscibles miradas, acercarse a una diversa visión unitaria. Manuel García Pérez nos plantea una historia en la que inciden cuatro personajes enfrentados por diversas formas de concebir la vida. La madre, afectada por una enfermedad incurable, que busca el conocimiento a través del arte. El abuelo, que es un hombre fuerte dentro de sus estrechos límites, coherente y sabio en la reducción salvaje que aplica al mundo: “No es un hombre al que he visto jamás venirse abajo. Es un hombre semejante al bosque… la adversidad es su sustento. Mi padre es el bosque”, dice de él su hija. El ausente padre de Marcus que representa al hombre autoritario, rudo, insensible, en el “que prevalece más la corrección a través de la fuerza que a través del ejemplo”. Un hombre intratable, infiel. Y Marcus, el joven que ha crecido bajo el influjo de su abuelo, el niño que, ahora, mayor, vive de verdad los juegos en los que se ejercitara de pequeño.

Podría parecer esta novela un simple y reincidente alegato en contra de la violencia, a favor de la fina sensibilidad en oposición a lo brutal, pero El dolor de los sombras despliega un alcance mayor. Tenemos que agradecerle al autor que nos haya vuelto a proporcionar un relato que se ciñe a lo esencial, que se prodiga en el acercamiento de lo decisivamente significativo. Esta novela es, en sí misma, la creación de un mundo poético apenas aprehensible, la crucial representación de un inabarcable misterio que el lector deberá tratar de desentrañar, a su modo, desde su inesperada complicidad, con la ayuda de las bellas claves que se le proporcionan.

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