Crónicas asiáticas: en alma, corazón y vida, los primeros, los de Filipinas (I)

Una niña filipina con la autora. / Mundiario
Los niños, los grandes tesoros de Filipinas. / Mundiario

Lo primero que me dice mi taxista al aterrizar en Cebu, una de las ciudades más importantes de las 7.000 islas de las Filipinas, es que no lleve nada de valor encima. Ni auriculares. Y mucho menos el móvil a la vista.

Crónicas asiáticas: en alma, corazón y vida, los primeros, los de Filipinas (I)

Acabo de llegar, procedente de China, y aunque agradezco que me alerten, también me pregunto si este señor tan simpático que conduce como un loco me ha visto bien. Y es que realmente no llevo conmigo nada que no considere absolutamente imprescindible, tampoco abalorios y por supuesto nada de valor. Cuando me fui de España decidí desprenderme de prácticamente todo, así que después de muchos meses viajando la palabra valor ha adquirido para mí un significado diferente al que solía tener. Claro que ninguna de las personas que en dos ocasiones intentaron robarme estaba al corriente de ello.

Anécdotas aisladas aparte, los filipinos son un pueblo exageradamente amigable y hospitalario. Es muy fácil integrarse y llegar a conocerles bien. La mayoría habla inglés con soltura, un idioma que es oficial junto al filipino. Sin embargo, hay cientos de lenguas y dialectos autóctonos, como el tagalo (que sirvió de base para crear el Filipino en 1961), el cebuano, o el chabacano o ''español roto'' -como lo llaman ellos- que son realmente las lenguas en las que se comunican. Muchos no saben que cientos de las palabras que usan a diario son heredadas del español, primer idioma oficial de las islas en 1571 y usado de manera uniforme en todos los ámbitos durante más de 300 años.  Luego, con la revolución filipina y el levantamiento contra la metrópoli colonial, en 1896, se zafaron del yugo español y, paulatinamente, fue sustituido por el inglés. Algo perfectamente explicable si tenemos en cuenta que los USA -que además de haber proporcionado armamento a los rebeldes, también habían asediado a los españoles por tierra y mar-, ocuparon las islas después de la guerra hispano-estadounidense.

Interminables jornadas en los arrozales de Siquijor. / Mundiario

Interminables jornadas en los arrozales de Siquijor. / X.A.

El fervor y la inocencia

“Nos cuesta comprendernos entre nosotros si somos de otra isla con diferente lengua”, me comenta Sherrizah Solís. Yo, que tampoco entiendo nada, me divierto escuchándoles hablar en tagalo y en cebuano y mezclar en la misma frase palabras en inglés y en español para finalmente sólo poderse comunicar a medias. Sherrizah y yo nos conocimos el primer día, es de Manila y tiene mi edad. Viajaba por primera vez a otra isla filipina distinta de la suya. Nos entendemos a la perfección porque ella, como yo, había dejado su trabajo, estaba viajando y buscando otras maneras de vivir. Pronto entiendo que ella es, en realidad, una afortunada.

Mientras se embadurna la cara con una crema blanqueante me propone ir a visitar la Iglesia del Niño, considerada la cuna de la Iglesia Católica en Filipinas. Por el camino le explico que en Europa se utilizan cremas bronceadoras para adquirir un color de piel como el suyo. “¿Por qué? - me dice sorprendida, escondiéndose del sol bajo su paraguas, mientras yo me encojo de hombros ante la pregunta.

Así que me voy a vivir y compartir el fervor de los isleños -es el tercer país con más católicos del mundo, superado solo por Brasil y México-. Comenzamos a oír a las miles de personas que se congregan cada domingo en el atrio de la iglesia. Es imposible albergar a tantísima gente en el interior. La mayoría están de pie. En los laterales hay unas elevadas gradas donde la gente se sienta. Todos pueden seguir la misa mediante unas pantallas. La dicen en inglés y todos cantamos, como si de un karaoke se tratase, guiados por los cuatro speakers apostados en el escenario. Hay una veintena de curas, insuficientes para el interminable reparto de la hostia sagrada. Sherizzah, que no puede esconder su júbilo, me coge de la mano y aprovecha ese momento para atravesar la plaza y llevarme hasta las primeras filas. Me explica que el sacerdote nos va a bendecir y yo, que vivo en una constante y aguda crisis de fe, pienso que… bueno. Por si acaso. Abren botellas de agua bendita como si de champagne se tratase y la esparcen. Los fieles que no tienen una ubicación tan privilegiada como nosotras, se empujan y disputan con pasión que les alcance una sola gota bendita. Me parece algo mágico.

¿Soy una salvaje?

Bendecidas -o no- , buscamos un puesto callejero en el que cenar. Totalmente adaptada a Asia empiezo a comer utilizando mis manos. Sherizzah se apura en darme un guante de plástico transparente. ''Es más higiénico''-, me dice, y me mira como si fuese una salvaje. En realidad, no hay nada limpio a mi alrededor, pero acepto el guante y pienso: ¡Vaya, volvemos a las finuras!. Sherizzah no me dice nada, pero sé que siempre se preocupa por mí, vigila que nadie se me acerque demasiado, que no me timen o que se me haga de noche.

Un día nuestros caminos se separan pero prometemos mantener el contacto.

Voy subida en el techo de uno de esos extravagantes jeepness (originalmente eran jeeps militares estadounidenses que fueron abandonados o vendidos a los filipinos durante la IIGM), y que sirven como medio de transporte público. No hay realmente paradas establecidas. Subes y bajas por la puerta trasera esperando haber acertado con la ruta mientras entregas el dinero al pasajero de al lado, para que vaya de mano en mano hasta el conductor.

El Macondo tagalo

Me apeo en un sitio del que no he oído hablar, pero me gusta el nombre del pueblo: Zamboanguita. La que iba a ser una parada más, de una noche en principio, se convirtió en lo más próximo a sentirme como en casa que he experimentado en mucho tiempo. Todo aquel con quien me cruzo me saluda con la mayor de sus sonrisas. Algunos salen de sus casas y llaman a los más pequeños para que me vean. Me saludan desde los negocios o incluso me gritan si pasan en moto a mi lado. Realmente quieren conocerme; me invitan a caminar o a sentarme con ellos y no paran de hacerme preguntas. “¿Donde está tu marido?-, me preguntan intrigados. “¿Novio, tampoco?”. Y enloquecen. “No te creemos, eres muy mayor”-, apuntan. Se miran contrariados y me preguntan: “¿Por qué?, por qué no?”. Reconozco que la primera vez que me preguntaron el por qué, me quedé muda. La segunda vez que alguien me lo preguntó, que era prácticamente a diario, le insté a que sacase papel y boli para escribir de una vez por todas las razones por las cuales no estoy casada. Se ríen y me dicen que ellos me buscan a un filipino, que no me preocupe.

La precocidad

La mayoría de ellos se empareja sobre los 12 años en la tierna época de la high school a la que ellos llaman sweet heart. Aunque son muy habituales las separaciones, las infidelidades y tener hijos de diferentes padres, buscar una pareja ''para siempre'' y casarse es una de sus grandes preocupaciones desde muy jovencitos. Sin embargo, no entienden que yo no lo concibo como una búsqueda. “Si no buscas, pasa lo que a ti, que estás sola a tus años”-, sentencian.

Me sorprende muy gratamente el hecho de que, a pesar de estar prohibido por ley el matrimonio gay -porque ''no se adapta a los preceptos de la fe católica''-,  son comúnmente aceptados, y es muy frecuente (al menos en los diferentes grupos de amigos con los que me relaciono) encontrarte con  travestis.

Todos los días conozco a alguien nuevo. Cada día aprendo más de ellos, cada vez me gustan más y más. Divertidos, desvergonzados, afables, generosos, cercanos, cálidos, amables. Me llevan, me traen. Me invitan a sus casas donde comemos y bebemos. Me muestran orgullosos su comunidad y jamás me dejan volver a casa sola si es de noche. ''Esto es seguro, pero hay gente mala en todas partes”-, zanjan el asunto ante mi insistencia de caminar sola.

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