Rajoy, el bálsamo de Fierabrás

Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. / Mundiario
Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. / Mundiario

El problema catalán está encauzado pero no resuelto. Quizás, como decía Ortega hace casi un siglo, no tenga solución y, al igual que otros nacionalismos, debe ser “conllevado” con inteligencia. Comentaristas múltiples se afanan en plantear un nuevo Estatuto o una reforma de la Constitución.

Rajoy, el bálsamo de Fierabrás

El bálsamo de Fierabrás alude a la poción robada por dicho personaje de los cantares de gesta medievales, que habría estado en contacto con el cuerpo de Jesucristo, por lo que tendría la propiedad de  sanar y curar heridas o llagas. Unas propiedades que adaptadas al presente parece tener el artículo 155 de la Constitución, cuya reciente aplicación en Cataluña, si no ha curado males al menos ha evitado que las heridas fuesen a más. 

Al aplicarlo por primera vez con los efectos balsámicos o benéficos que a la vista están, sus propiedades pasarán a la memoria colectiva de gobernantes y gobernados como un remedio para casos de necesidad, rompiéndose así el maleficio o tabú del que venía rodeado.

Y sus efectos se prolongan en el tiempo. Con políticos presos o fugados, con la Administración autónoma totalmente intervenida, con elecciones organizadas con normalidad, la presión ha disminuido drásticamente y las declaraciones autocríticas,  sentidas u oportunistas, se multiplican. Es como si el sortilegio que impedía ver la realidad, hubiese sido levantado, o la venda hubiese caído de tantos ojos simultáneamente. Ahora se reconoce que el camino iniciado no tenía futuro. Y todo ello sin costes iniciales, pues los resultados electorales no dependerán exclusivamente de la intervención efectuada, sino del conjunto de vivencias, expectativas o frustraciones que los catalanes hayan acumulado desde la anterior convocatoria electoral. Es lo que acontece ante cualquier proceso electoral.

Ninguna insurrección ha estallado. Ningún conflicto ha afectado a los servicios públicos, más allá de los cortes de carreteras durante la última manifestación, ante la pasividad absoluta de los cuerpos policiales, interesados tanto en evitar nuevas imágenes de tensión como también, probablemente, en dejar que el malestar ciudadano contra los secesionistas siga aumentando.

Por otra parte los dirigentes procesados, alrededor de veinte, afrontan un rosario de sumarios con peticiones penales, fianzas cuantiosas y previsiblemente multas por malversación. Permanecerán años en esa situación lo que significará el final de muchas carreras políticas. Así, Junqueras es consciente de que no podrá presidir la Generalitat. El único que no se entera es Puigdemont, una caricatura de sí mismo cada día mayor.

Luego de ejercer la hegemonía en Cataluña durante tres décadas, construyendo una sociedad dual y excluyente, han decidido romper con el resto del país al que desprecian aún en mayor medida que a la mitad catalana no nacionalista

El problema está encauzado pero no resuelto. Quizás, como decía Ortega hace casi un siglo, no tenga solución y, al igual que otros nacionalismos, debe ser “conllevado” con inteligencia. Comentaristas múltiples se afanan en plantear un nuevo Estatuto o una reforma de la Constitución. No parece que los textos actuales hayan provocado los últimos acontecimientos. La quiebra de la política tiene que ver más con el irredentismo de los nacionalistas que con el marco jurídico. Luego de ejercer la hegemonía en Cataluña durante tres décadas, construyendo una sociedad dual y excluyente, han decidido romper con el resto del país al que desprecian aún en mayor medida que a la mitad catalana no nacionalista. Ese planteamiento no se arregla con ninguna norma constitucional sino con actitudes nuevas. Es más, ninguna reforma constitucional o estatuaria garantizará que no se repitan episodios como los ya vividos.

No es difícil comprender el entusiasmo que provoca en muchos  partidos políticos la posibilidad de esas reformas constitucionales. Lejos de la política cotidiana, tan cansina y con tan pocos resultados, una reforma de ese tipo permite durante años un discurso de grandes conceptos, sin coste electoral apreciable. Otras reformas más modestas que podrían oxigenar el mundo político, como las listas abiertas o la reducción del tamaño de las circunscripciones, duermen en el cajón. Son reformas que harían perder poder a las cúpulas de los partidos y eso es anatema. Está bien el discurso de empoderar a los ciudadanos, siempre que no sea a costa de los intereses creados. Rajoy, el moderno Fierabrás, lo sabe y por eso receta dosis de Constitución y se resiste a aceptar su modificación. Al fin y al cabo es uno de los mayores logros colectivos de la historia de España a lo largo de los siglos y, sorprendentemente, sigue funcionando.

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