La prensa ofrece una visión de Cataluña más dramática que la percibida en la calle

Barcelona.
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La vida continúa con todas sus rutinas, el nivel de vida y de consumo es muy elevado, los servicios públicos funcionan con normalidad, masas ingentes de turistas abarrotan el espacio público…, nada permite suponer que en menos de cien días se produzca la mayor fractura histórica desde la Guerra Civil...

La prensa ofrece una visión de Cataluña más dramática que la percibida en la calle

Cualquier persona que viaje habitualmente  a Cataluña experimenta una disociación tan fuerte entre la realidad cotidiana y la imagen transmitida por los medios de comunicación, que muta en perplejidad. A poco que observe o se relacione, la perplejidad deja paso a la irrealidad. La vida continúa con todas sus rutinas, el nivel de vida y de consumo es muy elevado, los servicios públicos funcionan con normalidad, masas ingentes de turistas abarrotan el espacio público…, nada permite suponer que en menos de cien días se produzca la mayor fractura histórica desde la Guerra Civil, ni que vaya a surgir un Estado independiente con todos sus atributos: aduanas, ejércitos, ruptura del comercio, conflictos, deudas, etc.

Pero si el viajero lee habitualmente la prensa local, ya sean medios catalanes o ediciones de los medios madrileños, la realidad se presenta de forma bien distinta. A diario, desde hace años, varias páginas de cada medio están dedicadas a informar, glosar, comentar o analizar, las declaraciones del mundo político catalán en torno al llamado “procés” que no es otro que el de la independencia. Una visión más dramática que la percibida en la calle y con tantas expresiones subidas de tono que dificultan la inteligibilidad.

Barcelona.

Centro de Barcelona.

El viajero rebusca en su memoria los procesos recientes de independencia en el mundo: las repúblicas soviéticas, uncidas a la dictadura comunista desde 1945, las repúblicas yugoslavas, consecuencia de guerras civiles, excepto Montenegro y con Kosovo bajo tutela de la ONU. Chequia y Eslovaquia, separadas de común acuerdo, tras haber sido creadas artificialmente en 1918 por la doctrina Wilson, ser independientes 20 años, luego invadidas por el nazismo y luego sujetas a la Unión Soviética, es decir, un Estado con dos décadas de existencia democrática. También estarían los conflictos no resueltos, Abjasia, Chechenia, etc.  Si dejamos Europa, encontramos Eritrea y Sudán del Sur, ambas consecuencia de mortíferas guerras, Timor, otra herencia colonial. No es fácil encontrar paralelismos con Cataluña en esos precedentes. Sí existen paralelismos con otros procesos como Quebec, Flandes, Escocia, de nuevo países avanzados donde las tensiones centro-periferia son vistas de forma contradictoria por el poder central y el nacionalismo local. Éste se inclina por la independencia y aquel la rechaza.

Que todas las características de la sociedad catalana actual procedan del marco común, normativo y organizativo, de la democracia española, es una verdad incómoda y por tanto se silencia

El nacionalismo, casi por definición, tiene componentes xenófobos. No se erige en dogma la nación sin una oposición primaria a otras naciones. Así en las opiniones publicadas y antes aludidas, los españoles, o España son rodeadas de atributos negativos: cerrilismo, intolerancia, autoritarismo, etc. Sin matices, en trazo grueso, para mejor contraponer la pureza de los propios ideales. Que todas las características de la sociedad catalana actual procedan del marco común, normativo y organizativo, de la democracia española, es una verdad incómoda y por tanto se silencia.

A lo anterior se suma el memorial de agravios. Listas de déficits e incumplimientos de obras sin duda necesarias pero sobre las que pesará el habitual rosario de prioridades, acuerdos o capacidad financiera. Porque el nivel de infraestructuras existente, autopistas, aeropuertos, puertos, universidades, etc, es sencillamente apabullante. Lo que no ha impedido al nacionalismo catalán protestar airadamente por las piscinas de Extremadura o el AVE a Galicia, entre otros ejemplos.

Una posición tan enconada y que además ha cegado todas las vías de diálogo constructivo, no se desmontará con reformas legales, siempre insuficientes para los objetivos perseguidos. Carece de sentido especular sobre cambios constitucionales o estatutarios porque el problema no radica ahí. El sentimiento de discriminación, que sí parece haber calado en los ciudadanos, necesita política: gestos, actuaciones y resultados. Más tiempo y constancia. Y algo más difícil todavía: dirigentes creíbles, templados y ambiciosos. No están a la vista en el momento actual, ni en Madrid ni en Barcelona.

Dentro de cien días no veremos insurrección en las calles ni parálisis del país. A lo sumo, una declaración imitando a Companys en 1934 y la convocatoria de elecciones. Antes deberán quitar voz al Parlamento, impedir el debate ordenado y sosegado e imponer con la fuerza de los votos el desprecio a la democracia. Un camino sin futuro. Habremos transitado de la perplejidad a la irrealidad y de ésta a la frustración. Luego debería venir la racionalidad.

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