Parques robados

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Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat.

Qué puede empujar a un niño de nueve años a cargar con el peso de una causa adulta, por muy noble o estúpida que sea. Generación tras generación, los hijos de nuestros hijos repetirán muchos de los mismos errores que antes cometieron sus padres y abuelos.

Cuenta el periodista Manuel Jabois estos días que Oriol Junqueras habría confesado en alguna ocasión cómo a la edad de nueve años «ya estaba planeando separarse de España». Pensaba en ello la otra tarde, mientras me debatía entre gritos y sonrisas en uno de los pocos lugares donde la suma de dos plurales tan contradictorios puede adquirir la categoría de belleza; un reducto de la ternura que, quizá, nunca deberíamos haber abandonado. O al menos, no sin billete de vuelta.

Los parques infantiles son una de las mejores escuelas para adultos que existen. Impagables como muestra de seres y pareceres, ayudan a trazar al vuelo el enigmático perfil de los padres, arquetipo de la reproducción a escala que son nuestros pequeños: tan sencillos y accesibles unos, tan serios y huraños otros; tan cercanos, tan malhumorados; tan apocalípticos, tan integrados. Un modelo mucho menos flexible, eso sí, y desde luego mucho menos ágil; no solo a nivel físico, sino también –y sobre todo- a nivel psicológico. En nuestro mundo de prejuicios y convenciones somos mucho menos libres y, en suma, mucho menos felices.

En un parque infantil, nada es tan importante como para dejar de jugar. Nada tan grave como para dejar de sonreír. La alegría se percibe en toda su magnitud, como un día de sol en un verano que nunca termina. Son lugares sagrados, santuarios de la inocencia que nadie, ni siquiera un padre, tiene derecho a profanar.

Pensé mucho en las palabras de Junqueras en los últimos días, desde que me tropecé con ellas casi por casualidad. Fue como un viaje en el tiempo hacia la empatía, tratando de entender qué puede empujar a un niño de nueve años a cargar con el peso de una causa adulta y desproporcionada para su edad, por muy noble o estúpida que sea; sentí cómo algo crujía al abandonar las carreras y los amigos del parque para abrazar el acartonado y tedioso mundo de las obligaciones, los clichés y las imposturas de la madurez mal entendida; y así, acerté finalmente a adivinar una garra ávida e invisible arrancando al pequeño Oriol de su infancia, arrastrándolo abrupta y prematuramente a su larga lista de niños cesantes.

El camino de vuelta no fue menos accidentado. La imagen de un padre enfrentándose a la policía con su hijo a hombros en medio del caos del 1-O me devolvía bruscamente a la realidad, como quien despierta de un sueño profundo en un autocar de larga distancia. Desde otras trincheras, agitadores a sueldo o simplemente por vocación, rescataban caducos atavismos identitarios en aras de un anacrónico espíritu nacional. Difícilmente los torpes trompicones de un viejo autobús de carretera podrían haber causado el mismo estrago.

Desconozco si los tempranos anhelos secesionistas de Oriol Junqueras son fruto de la genética, el entorno o la educación. No me he molestado en investigarlo, como tampoco he hurgado en el origen de las fotografías; pero a quién podrían sorprender entre tantas, a un lado y otro de las fronteras. Apenas un borrón a añadir en la engarabatada cuenta de los fanatismos; al cabo, tan solo otra excusa para instrumentalizar a los más débiles.

En el medio de las barbaridades más atroces, ocupando el lugar más frágil y sufriendo las mayores cotas de vergüenza de la humanidad, siempre están los niños. Los hemos visto explotados, sacrificados, militarizados, o agonizando en nuestras propias costas sin ni siquiera saber sus nombres. Demasiados horrores juntos como para concluir frívolamente que no hemos aprendido nada. Y sin embargo, generación tras generación, los hijos de nuestros hijos repetirán muchos de los mismos errores que antes cometieron sus padres y abuelos.

Gritamos delante de ellos. Peleamos delante de ellos. Discutimos, gruñimos, lloramos, perturbamos su paz; y por si tanta locura no fuera suficiente, también les enseñamos a odiar, asfixiando su bondad con símbolos manchados de sangre. A mayor o menor escala, somos incapaces de discernir; a mayor o menor escala, su protección pasa a un segundo plano cuando nuestras obsesiones más perversas toman el mando. Porque nada hay más perverso que atentar contra la inocencia.

El poeta austríaco Rainer Maria Rilke dejó escrito que «la verdadera patria del hombre es su infancia». En días contaminados por tanto odio y tanta bandera sus palabras suenan a música para los oídos: basta con pasear cerca de un parque infantil para recibir una de las mejores lecciones de vida, ayuda a reconciliarse con el mundo y emprender el camino de regreso a casa.

Dejen en paz a los niños. Ellos no tienen la culpa de nada.

 

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