La paradoja en la que desembocó la franquista Ley de Reforma Política

Propaganda institucional del referéndum de 1976. / EP
Propaganda institucional del referéndum de 1976. / EP

El mismo régimen que liquidó la izquierdista Constitución de 1931 dio paso a la actual Carta Magna, que, aún siendo consensual, no difiere ideológicamente en exceso de la anterior.

La paradoja en la que desembocó la franquista Ley de Reforma Política

Este 15 de diciembre se cumplirán cuatro décadas desde la aprobación en referéndum de la Ley de Reforma Política, la cual había sido sancionada por las Cortes el 18 de noviembre de 1976, casi un año después del fallecimiento de Franco. La promulgación de esta norma se produjo durante la Transición (1975-79) en los primeros meses del período suarista (1976-81).

El propósito de este texto no fue otro que el de derribar legalmente el franquismo “de la ley a la ley”, tal y como entonces sostenía Torcuato Fernández-Miranda, presidente de esa cámara legislativa, preconstitucional (1975-77). Así, este proceso de “ruptura pactada”, ejecutado “desde arriba”, no pretendía de inicio la consecución de una democracia representativa plena, sino de una democracia limitada, preconizada por buena parte de los franquistas aperturistas, como Manuel Fraga. En este sentido, la Ley de Reforma Política, que establecía las bases para la convocatoria de elecciones o que amparaba la constitución de un régimen que protegiese los derechos y libertades fundamentales, cohabitaba al mismo tiempo con la Ley 21/1976 sobre el Derecho de Asociación Política, que excluía del sistema a los partidos políticos “sujetos a obediencia internacional” (referencia implícita a las organizaciones comunistas, ya fuesen pro o antisoviéticas) y de carácter republicano, como ERC.

No obstante, la propia idiosincrasia liberalizadora de la norma, la presión popular, los deseos de las élites económicas de que España se incorporase al club comunitario y la composición de la Cámara Baja tras las elecciones legislativas de 1977 -que otorgaron 169/350 escaños a las formaciones que apostaban inequívocamente por la consecución de una democracia plena- dieron lugar a la culminación del proceso democratizador con la promulgación de la Carta Magna de 1978, que atiende a este espíritu, y con la celebración de elecciones locales en 1979.

Si hacemos un análisis politológico comparativo entre la norma suprema de 1931 y la de 1978, observamos como existen bastantes más semejanzas de las que muchos ciudadanos pueden pensar. De hecho, son las únicas que atenderían a los patrones democráticos de la ONG Freedom House, ya que, en contraposición a estas dos, la de 1869 negaba el derecho al voto a las mujeres. En este sentido, el reconocimiento de derechos y libertades democráticas, la preconización de la redistribución de la riqueza, la descentralización territorial, la separación de poderes o la igualdad ante la ley de todos los españoles son nexos comunes que destacan sobre las diferencias en cuanto a la forma de Estado o de relaciones entre este y la Iglesia católica.

La única constitución republicana vigente en nuestra historia es idealizada por la mayoría de estos grupos, a pesar de que su contenido político se aproxima, en términos de búsqueda de la igualdad y de liberalización política, al actual texto vigente.

De este modo, el gran impulso al proceso democratizador se produjo hace cuatro decenios y fue llevado a cabo por franquistas pragmáticos, los mismos que justificaban que también cuarenta años atrás hubiese tenido lugar un golpe de estado que liquidó, con una sangría de tres años, el régimen establecido en la Constitución de 1931.

A causa de esta relación sociopolítica con los franquistas, entre otros actores, junto a otros factores netamente ideológicos -ausencia de laicismo, monarquismo, carácter unitario del Estado, independencia real no plena del poder judicial, escasez (de acuerdo, con los críticos) de instrumentos de participación ciudadana, etc.- la actual Carta Magna es vista con un mayor o menor recelo por la izquierda alternativa y por los soberanistas periféricos, quienes sostienen la necesidad de una gran reforma constitucional o de la ejecución de un proceso constituyente que desemboque en una III República o en nuevos estados ibéricos. Paradójicamente, la única constitución republicana vigente en nuestra historia es idealizada por la mayoría de estos grupos, a pesar de que su contenido político se aproxima, en términos de búsqueda de la igualdad y de liberalización política, al actual texto vigente.

De esta forma, ambos textos son democráticos en el terreno sociopolítico y redistributivistas en lo económico. En el caso de la norma de 1931, debido claramente a que sus legisladores eran socialistas y republicanos progresistas; y en el de la de 1978, por la aceptación por parte de la derecha posfranquista de las reglas del juego democrático, entre otras concesiones, así como por la defensa a ambos lados del espectro, en mayor o menor medida, del intervencionismo económico, ya sea de base marxista, neosocialdemócrata o católica.

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