Manuel Menor: "En educación solo hemos logrado escribir juntos el artículo 27 de la Constitución"

Manuel Menor. / Mundiario
Manuel Menor. / Mundiario

Segunda parte de la entrevista al coautor del libro La formación del profesorado escolar: peones o profesionales (1970-2015). En su opinión, no es que no se haya hablado de consenso en educación, sino que no ha interesado, sobre todo al PP.

Manuel Menor: "En educación solo hemos logrado escribir juntos el artículo 27 de la Constitución"

"Hasta ahora, en España, solo hemos logrado escribir juntos el artículo 27 de la Constitución, documento que no todos firmaron, pero es el único pacto educativo que ha habido". Manuel Menor, asiduo colaborador de MUNDIARIO, aclara en una entrevista que publicamos en dos partes algunas preguntas que suscita la lectura del libro de que es coautor: La formación del profesorado escolar: peones o profesionales (1970-2015).

En educación, ¿por qué vamos a ley por partido en España?

– Nunca he militado en ningún partido político y no tengo conocimiento directo. Probablemente, y sin entrar en que el de la educación es un ámbito de posible negocio con muchos pretendientes, todavía es uno de esos espacios simbólicos relevantes en que se juega una concepción de la sociedad y del mundo. Suele decirse que es como dotar a los más jóvenes de unas gafas con que mejor ver, entender y relacionarse, y más lo es si, de paso, se tiene en cuenta a quienes quieren que sean anteojeras. Es asunto antiguo, más disputado desde Trento, porque detrás de la educación sigue habiendo un gran espacio de poder. Hasta ahora, en España, sólo hemos logrado escribir juntos el artículo 27 de la Constitución, documento que no todos firmaron, pero es el único pacto educativo que ha habido. Fue una de la más difíciles decisiones del debate constituyente que trató de poner paz en una auténtica “guerra escolar” entre tendencias muy enconadas que venían del siglo XIX. Si ese artículo se lee a la luz de cómo ha dado  lugar a partidismos contradictorios, es comprensible que hayan aumentado las voces de quienes dicen que, tal como está redactado, debería revisarse. La ambigüedad  de su redacción y el poco cuidado en vigilar la lealtad de la legislación subsiguiente lo hacen discordante con los intereses del bien común, por amparar –dicen–  privilegios que un Estado democrático no debiera, y menos en medio de una crisis como la actual. Este desacuerdo de base es el causante de que cada partido alternante en el Gobierno trate de configurar a costa de la educación su imagen diferencial ante posibles votantes. No es que no se haya hablado de consenso sino que no ha interesado, sobre todo al PP.

– En la economía no parece pasar lo mismo...

– Así es, esta continuada accidentalidad no es tan observable en economía, donde las distinciones son mucho menores y hacen dudar seriamente del papel que juegan los políticos. Como dice el poeta Antonino Nieto (Escaleras del aire), “si la economía es una y nada se puede hacer, ¿cuál es entonces su papel?”.

Me habría gustado que mi país hubiera tenido la historia educativa de Francia,  desde Condorcet.

Ya no es posible, pero, como tampoco me disgusta la que tienen ahora, si la magia de una meiga me asistiera matizaría bastantes aspectos con buenas prácticas de Dinamarca, Alemania o Finlandia

– ¿Qué país o países podría tomar España como referencia para tener una educación en condiciones?

– Hoy manda la ideología de la globalización económica. Quiérase o no, la van imponiendo los que mandan en la economía, cuyo vocabulario ya atraviesa el lenguaje especializado de educación. Al margen de trayectorias individuales, como las de muchos de mi generación por empeño de nuestros padres, los sistemas educativos siempre han sido en gran medida clones del económico, más todavía que del estrictamente político. La gran mayoría de las familias, y de los países, no puede elegir: de poco les vale lamentarlo. De los años cuarenta a setenta, a muchos les hubiera encantado haber podido escoger los maestros y profesores que no tuvieron, cuando los mejores se habían tenido que exiliar o los medios económicos eran tan rudimentarios que ya era mucho poder estudiar como fuera. También les hubiera gustado que, en 2017, en España se leyera más:  un 40% de los ciudadanos  dice no leer nunca nada y las gamas de lectura de otros segmentos equivalen a casi nada. Pero todos opinan de casi todo….y tienen milagrosas recetas para mejorar la educación. Como si fuera un robot al que se le da a un botón y ya está.

– Pero no me habla de ningún país en concreto...

–  Educar de uno u otro modo no es fácilmente trasplantable de uno a otro país sin adaptaciones, entre otras razones, por herencias culturales distintas. Por gustarme, me habría gustado que mi país hubiera tenido la historia educativa de Francia,  desde Condorcet. Ya no es posible, pero, como tampoco me disgusta la que tienen ahora, si la magia de una meiga me asistiera matizaría bastantes aspectos con buenas prácticas de Dinamarca, Alemania o Finlandia. En este último país, aunque después de bajar en el preciado ranking de PISA ni sepan qué ya no hacen tan bien como se decía que hacían, su enseñanza pública da cobertura a casi el cien por cien de estudiantes. Dicho todo esto, en esta España de la que Machado tendría tantas cosas que repetir, hay sobradas experiencias, personalidades de valía y magníficos profesores a los que dar voz. Serían hoy magníficos ejemplares de la buena educación que Don Antonio amó en su Juan de Mairena. Incluso siguiendo los estándares que marca PISA, hay aquí amplias zonas donde superamos los supuestos “buenos resultados” de la media de países OCDE. Si se leyeran debidamente esos Informes, y no sólo desde el 2000 sino desde el The OECD Mediterranean Regional Project (1964), se vería que los probables “malos resultados” de nuestros adolescentes obedecen más a razones históricas de ese pasado aludido, que a maldades apocalípticas del sistema. Una cosa es corregir y otra dinamitar lo construido con gran sacrificio.

Gobernar bien no significa saberlo todo o que solo haya de oírse a los amiguetes y a los intocables lobbys con derecho de pernada prorrogado

– ¿Qué papeles deben tener el Gobierno y las comunidades autónomas en materia educativa?

– Alguien representativo debe legislar. La cuestión es que legisle bien y, ante todo, que antes de legislar y gobernar, sepa escuchar la gran pluralidad de lo que está en juego en un país que, además de desigual, es muy diverso. Gobernar bien no significa saberlo todo o que solo haya de oírse a los amiguetes y a los intocables lobbys con derecho de pernada prorrogado. El gran problema es qué hacer con todos los menores de 16 años escolarizados. No es poco para quienes hemos vivido profundas carencias, pero desde hace mucho lo significativo es qué sabemos hacer, como Estado democrático de 2017, con ese preciado tiempo de nuestros jóvenes. El liderazgo ineludible para que no se convierta en guardería ociosa de antojadizos, corresponde al Gobierno, a las Comunidades y a sus Universidades complementados entre sí, no a los negocios privados, cuyos intereses –particulares- habrán de encauzarse de modo que no perjudiquen al bien común.

– Pero todo sería mejorable...

– Todo es mejorable de continuo. A la experiencia del Estado autonómico le sobran duplicidades y fastos banales cuando no se atienden con dignidad cuestiones indispensables como Sanidad y Educación. Un asunto perfecto que requiere más sintonía y cuidado es el de la formación del profesorado escolar. Maestros y profesores son componente principal de una buena enseñanza; no hay ley que se precie que no reconozca que su posible éxito se supedita a los encargados de llevarla al aula. La pregunta, pues, es qué hace el Estado o la Comunidad Autónoma -en la parte que le corresponda- para que esa lógica funcione. Y la dura verdad es que muy poco ha puesto de su parte. En muchos sitios, la dejación ha hecho desaparecer del presupuesto estas partidas, igual que ha recortado salvajemente todo lo demás a cuenta, sobre todo, del sobreesfuerzo de los que mantienen su puesto de trabajo. Por otra parte, las Universidades -dependientes de las Comunidades en gran medida, y responsables de las titulaciones exigibles para enseñar-, en tantos años ni han mejorado sensiblemente la profesionalidad de los egresados ni, por otra parte, son actualmente el mejor ejemplo de Alma Mater. En nuestro libro concluimos que la actual formación del profesorado es otra mala herencia que viene de muy atrás, pese a ser es algo muy relevante a trabajar de modo sensiblemente distinto al existente. Si se quieren buenos profesionales y no meros peones –que parece ser la tendencia-, también en esto son imprescindibles  paciencia y constancia, en la confluencia transversal de estos agentes implicados.

– ¿Estamos realmente ante una nueva oportunidad paras seguir dialogando sobre el presente y el futuro de la educación en España?

– Bueno, se subordina a lo que entendamos por “diálogo” y por “educación”, palabras con muy diversas connotaciones. Pero si lo que le interesa es qué opino de lo que pretende el Gobierno actual, en los artículos últimos para este periódico he tratado de clarificarlo. Dialogar es lo que, supuestamente, en toda democracia hay que hacer siempre.  Pero eso supone hablar, no dar voces para imponer, y respetar al adversario, quien no por serlo es un enemigo sino alguien que puede tener muchas luces.  Lo correcto, pues, sería desdecirse previamente de lo que a todas luces haya sido metedura de pata. Y a la luz de lo que ha expresado el Gobierno al término de la propia Conferencia de Presidentes del pasado 17 de enero, no parecen dispuestos a renunciar a su LOMCE, donde han logrado plasmar lo que, desde los años 80, anhelaron en sucesivas aproximaciones desde aquella LOECE de UCD. Tampoco parece que vaya a desconvocarse la huelga general del próximo nueve de marzo contra la Ley Wert. Estoy seguro de que el partido del actual Gobierno tiene más memoria y obstinación de la que aparenta en este momento de postizo “diálogo”. Más, incluso, que muchos partidarios de una ensimismada socialdemocracia que ha ido cediendo espacio a sus pretensiones desreguladoras de lo público. Cuando se oye, una vez más, a Esperanza Aguirre con sus enmiendas a la ponencia educativa del próximo Congreso del PP, resuenan la Thatcher y el Reagan de los ochenta, y se constata que no ceden en su cantilena. Las iniciativas de Betsy Davos, la millonaria que se ha hecho cargo de las principales políticas federales en EEUU en Educación les animarán más. Nunca se puede echar en saco roto, además, que en España llevan con la misma canción desde Fernando VII, con leves modulaciones que no han modificado el marco conceptual. Puede leerse en Blanco White (1775-1841), que vio muy claro lo que vivirían las generaciones anteriores a nosotros y también la nuestra.

En la LOMCE se habla principalmente de 'servicio público' y, que yo sepa, nada de 'escuela pública'

– Dicho en pocas palabras: ¿se ha despojado la educación pública de su pasado ominoso?

– La brevedad, como ya va viendo, se compadece mal con lo complejo. La educación en el Estado español tiene importantes variaciones de unas comunidades a otras y estas tienen una historia mucho más corta que la del tiempo historiado en este libro. Rondan de promedio un 30% de sus presupuestos, pero las variaciones de gestión son muy significativas. De todos modos, cualquier respuesta sería imprecisa si para definir el grado en que haya desaparecido o no lo “ominoso” no afinamos en cuanto a qué sea “Educación pública” o “Escuela pública”, conceptos a menudo contaminados de significados espúreos. Para ser precisos, y según Manuel de Puelles, gran maestro en este asunto, en la Historia de la Educación española sólo ha habido un breve momento en que el Estado se ha preocupado seriamente de “la educación pública”, el de la Segunda República. La Constitución de 1931, los presupuestos, la construcciones escolares, las iniciativas que pusieron en marcha para formar mejor a maestros, profesores e investigadores –en poco más de dos años, porque no les dejaron más- son aspectos suficientemente significativos del esfuerzo desarrollado, capaz de sustentar esa afirmación. Jorge de Hoyos, estudioso del exilio español en México y EEUU, también lo recuerda en un reciente libro: ¡Viva la inteligencia! (2016).

– ¿Servicio público, escuela pública... son lo mismo?

– La actual “educación pública” no pasa de ser un “servicio” financiado y controlado por el Estado con un sistema que sigue teniendo una estructura divergente de base. Por eso, en la LOMCE se habla principalmente de “servicio público” y, que yo sepa, nada de “escuela pública”. Todo queda así más tecnocrático y elude la óptica de si lo que se enseña y cómo se enseña en los tres segmentos de este sistema educativo –público, concertado y privado-, es lo que realmente necesita la ciudadanía actual para entenderse mejor en el mundo en que vivirán. De base, que todos los y las menores de 16 años estén escolarizados no implica que reciban la misma educación ni, por otra parte, que la situación no resulte privilegiada para unos y “ominosa”, por tanto, para quienes asisten a los actuales centros públicos. Nuestra Constitución de 1978 legaliza, de este modo, la divergencia estructural del sistema educativo desde niños o, para ser exactos, desde antes de nacer. En el Uruguay de 1877, José Pedro Pérez Varela, responsable de la Ley de Educación Común tenía claro que sólo se mira como iguales a los que han compartido pupitre en la escuela.

Casi todos los indicadores existentes dejan fuera muchos de los ingredientes más relevantes del sistema educativo

– Son muchos los indicadores sobre educación, PISA entre ellos. ¿Con cuáles se queda usted?

– Es importante tener indicadores. Lo curioso es que casi todos los existentes dejan fuera muchos de los ingredientes más relevantes del sistema.  PISA permite enterarse de lo que a la OCDE le interesa: cómo va la “literacia” de los quinceañeros. Igual suele suceder con otras evaluaciones externas, erigidas luego en baremos competitivos, como si de la liga de Champions se tratara. Investigadores especializados como José Saturnino le sacan bastante partido pese a todo. Lo malo no es que existan evaluaciones, que deben existir aunque de otro modo. Pero la más famosa, y las que la imitan, valen poco para lo que dicen que valen: no entran en la dinámica interna de lo que sucede en la clase ni en el trabajo de aula propiamente tal. Y no  van a mejorarse. Tenga en cuenta que a muchos políticos les sirven de pretexto para iniciativas desconectadas de las necesidades que debieran atender. Además, hay mucho dinero por medio y, en este momento, este juguete ya tiene puesto el ojo en la Universidad.

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que en una buena educación entran muchos factores, muchos de los cuales no son aprehendidos por estos sobredimensionados informes. No le importan nada y en EE UU donde han nacido, lo saben desde hace mucho y son muy criticados. Como la estadística, la sociología y muchos otros saberes, su valor depende de los servicios que prestan: a qué y a quiénes. Desde luego, a los colegios y profesores estos informes y estándares indicativos no les ayudan a mejorar su trabajo cotidiano. Julio Carabaña, buen conocedor de PISA, lo ha escrito recientemente en su libro: La inutilidad de PISA. Otra cosa es que valga a las Administraciones para presionar a profesores y maestros e incrementar sus niveles de estrés como en las grandes empresas. Les coartarán más para que obedezcan a directores ansiosos de agradar a instancias que, en último término, se pierden en el anonimato multinacional.

– ¿Todo es culpa del neoliberalismo?

– Si seguimos con esta dinámica destemplada del neoliberalismo, a estos peones y sus capataces les sucederá, a medio plazo, como a muchos colegas americanos: las evaluaciones estandarizadas no han mejorado la enseñanza del país pero justifican  penalizaciones pecuniarias a quienes no logren el estándar deseado de la peonada. Bastantes ejecutivos de afamadas multinacionales se han suicidado a causa de este tipo de presiones externas capaces de anular su autoestima. Por eso y por algunas otras razones, Roger Shanck dijo que “la evaluación mata la educación”. Lo que no quiere decir que el gasto público en educación, como en cualquier otro capítulo presupuestario, no requiera control y explicación. Es lo mínimo que se debe hacer con el dinero de todos.

– ¿Es hoy usted más optimista que cuando empezó a luchar por la educación pública de calidad en España?

– No lo sé. Después del triunfo del nacionalpatriotismo salvador de Trump en EE UU, de la vergonzosa actitud europea con los refugiados y de otras sinvergonzonerías de codiciosos señoritos autóctonos, renegaré pronto del optimismo de quienes no harán nada para que el panorama deje de ser tan poco atractivo. Por casualidad, empecé a dar clase en la enseñanza privada sin que nadie me preguntara si era optimista: se presuponía. Y por azar, pude empezar a trabajar en la pública desde 1977, cuando se abrieron más centros. Con ello quiero decir decir que en  unos y otros claustros encontré de todo y, fortuitamente, siempre pude guiarme por personas acreditadas por su buen hacer y en tensión por que el sistema educativo fuera distinto, consistente y sin exclusiones ligadas a las economías familiares. A ninguna le habían enseñado a ser “buen profesor”: se lo habían currado, voluntariamente, a cuenta de su tiempo y de compromiso con el trabajo bien hecho. Ahí pude descubrir que la desigualdad educativa no concierne tanto a personas concretas –que también- cuanto a las estructuras con que está construido el sistema educativo. Respecto a que estas cambien pronto, soy menos optimista de lo que fuimos muchos en los años ochenta. Aquella presunta “modernidad”, como analizaría el recién fallecido Zigmunt Bauman, era absolutamente “líquida”.

A uno de cada tres de nuestros pequeños y adolescentes le ronda el hambre y la exclusión: son los sujetos primordiales del 'fracaso escolar' 

– ¿Hay realmente desmantelamiento del Estado social?

– La pelea de fondo que nos tocó ha sido siempre la de la calidad democrática que, en educación, se advierte enseguida: la mediocridad salta pronto y los atajos no pueden ocultarse sin fraude y corrupción. Y a todo esto, los complicados retos pendientes en la educación española acontecen en un contexto que no facilita el entusiasmo. Claro que estamos asistiendo a un ciclo de desmantelamiento del Estado social y, si los ciudadanos no se lo toman como algo que atañe a sus vidas, es muy probable que dentro de veinte años en trabajo, salud, educación, pensiones o dependencia, nada será como soñaron los padres y abuelos de la generación más joven actual. La demografía, como ha denunciado Sergio del Molino en La España vacía (2016), ya lo viene expresando calladamente con  aldeas vacías: Galicia pronto habrá perdido  245.000 habitantes y tiene comarcas donde por cada niño que nace mueren tres adultos. Nada de esto es anecdótico y tampoco lo es que la situación ambiental sea tan inquietante: el tempero no pinta bien, que diría un agricultor. Vea cómo la violencia de género –tan expresiva del nivel educativo de un país- sigue mostrando tan sangrantes asimetrías en cuanto a dignidad personal. Y no pierda de vista esa lentitud secular en lograr que vivir sea algo más que subsistir: si en 1870 no alcanzaban a un 10% las mujeres que sabían leer y escribir, en  1989  apenas habíamos logrado que todos los y las menores de 14 años estuvieran escolarizados: después de 119 años. ¿Y ahora? Si lee los Informes de Cáritas o de Save the Children, verá que a uno de cada tres de nuestros pequeños y adolescentes le ronda el hambre y la exclusión: son los sujetos primordiales del “fracaso escolar”. ¿No cree que sus papás estarían encantados de poder ejercitar  esa “libertad de elección de centro” que, según algunos, es el gran problema de la Educación española?

– ¿Y usted no cree que hay que mantener el optimismo?

– Bueno, venimos de una larga pugna por una educación para todos más digna y  queda por delante un dilatado proceso de metas sin pausa a ir logrando entre todos con paciencia. De otro modo, de arriba-abajo como hasta ahora, seguirá siendo un sinsentido y la educación democrática tendrá los días contados. Esté seguro, además, de que nunca estará terminada esta marcha, porque siempre deberá perseguir nuevos retos en la superación de las desigualdades múltiples que nos acechan. E igual debiera suceder con la formación del profesorado, que, a estas alturas, no puede seguir condicionando la calidad educativa según la “vocación” voluntarista de cada enseñante y sin compromiso sólido del Estado. En fin, esta es una historia colectiva: que yo pueda ser hoy más o menos pesimista que cuando empecé en los años sesenta es indiferente; pese a los muy optimistas, no dejará de suceder lo que está sucediendo.

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