Malditos los dioses, pues en su nombre se derrama la sangre de mi prójimo

El dios cruel de muchos nombres que sobrevuela Gaza según Miguel Ángel.
El dios cruel de muchos nombres que sobrevuela Gaza según Miguel Ángel.

Ante la barbarie en Gaza, el autor maldice a los dioses que sirven de coartada a demócratas y a tiranos para verter la sangre del ser humano, su creador, su dueño.

Malditos los dioses, pues en su nombre se derrama la sangre de mi prójimo

Ante la barbarie en Gaza, el autor maldice a los dioses que sirven de coartada a demócratas y a tiranos para verter la sangre del ser humano, su creador, su dueño.

Yo, ciudadano laico que soporta un gobierno que no lo es, maldigo a todos y cada uno de los dioses y les escupo mi desdén a la cara, pues nunca sus rostros estarán más altos que el mío o el de mis semejantes. Puesto que el Hombre fue su creador, son los dioses los que deben inclinar la cabeza a mi paso y al de todos mis semejantes.

Maldigo a Barak Obama y a los cuarenta y tres presidentes que fueron antes que él, demócratas y republicanos sobadores de biblias, porque "In God they trust" por valor de uno a cien dólares. El mismo dios pistolero y puritano, desdeñoso y codicioso, que aún hoy pinta la enseña de los cruzados sobre el pecho de los marines. El mismo que les instila tal odio que sus generales se sienten con derecho a arrasar un país entero con balas y mentiras. Los mismos embustes, viejos y podridos, que resonaron ante las murallas de Troya o Jerusalén resuenan hoy en Irak, Afganistán y Gaza. El dios liberal que, ante la masacre consentida, les dicta "laissez faire, laissez passer".

Maldigo a los jueces, a los reyes y a los ministros de Israel desde Abraham hasta Netanyahu porque siguen derramando sangre en nombre de Yahveh, un dios de pastores neolíticos, una quimera arrogante y resentida que los ciega con el sello de pueblo elegido y no les deja aprender de sus diásporas y holocaustos.

Maldigo al dios que ordena a los iraníes construir arsenales nucleares y enterrar en vida a sus mujeres, encerradas en sarcófagos de tela negra. Maldigo al ídolo que empuja a los jeques de Arabia a cambiar a Alá, El que provee, por el becerro de oro de los israelitas. Maldigo al dictador sirio, Saladino de opereta que baña el escenario con sangre que no es de atrezzo; maldigo a los fanáticos que, de entre los noventa y nueve nombres de Alá, han despreciado los hermosos y empuñan los sanguinarios.

Maldigo al Vaticano, parque temático de la penúltima mentira, y a su primer ministro, que quiere enjugar con rezos la sangre derramada, mancha vergonzosa en el ajuar de diseño de la caridad cristiana.

Maldigo a Gallardón y a Fernández porque fantasean con atarnos corto mediante arcángeles de espadas flamígeras, desprovistos de compasión y henchidos de soberbia. Maldigo su hipocresía, inspirada en el dios de Constantino, el primero en entender que un solo dios, como el anillo de Tolkien, era mejor para gobernarlos a todos.

Maldigo a todas las teocracias del mundo, desde a Washington a Tel Aviv y Teherán, porque toman a los seres humanos por ovejas que necesitan ser pastoreadas desde la cuna hasta el sepulcro. El día que nuestras manos, destructoras y expoliadoras, se planten sobre el altar de tanto ídolo falso y los derriben por el suelo, podremos creer que, de verdad, el Hombre lo es por fin. Tal día dejaremos de ser niños que se asustan ante la oscuridad y que agostan su albedrío por culpa de seres que no existen: brujas, cocos y dioses.

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