Malditos los dioses, pues en su nombre se derrama la sangre de mi prójimo
Ante la barbarie en Gaza, el autor maldice a los dioses que sirven de coartada a demócratas y a tiranos para verter la sangre del ser humano, su creador, su dueño.
Ante la barbarie en Gaza, el autor maldice a los dioses que sirven de coartada a demócratas y a tiranos para verter la sangre del ser humano, su creador, su dueño.
Yo, ciudadano laico que soporta un gobierno que no lo es, maldigo a todos y cada uno de los dioses y les escupo mi desdén a la cara, pues nunca sus rostros estarán más altos que el mío o el de mis semejantes. Puesto que el Hombre fue su creador, son los dioses los que deben inclinar la cabeza a mi paso y al de todos mis semejantes.
Maldigo a Barak Obama y a los cuarenta y tres presidentes que fueron antes que él, demócratas y republicanos sobadores de biblias, porque "In God they trust" por valor de uno a cien dólares. El mismo dios pistolero y puritano, desdeñoso y codicioso, que aún hoy pinta la enseña de los cruzados sobre el pecho de los marines. El mismo que les instila tal odio que sus generales se sienten con derecho a arrasar un país entero con balas y mentiras. Los mismos embustes, viejos y podridos, que resonaron ante las murallas de Troya o Jerusalén resuenan hoy en Irak, Afganistán y Gaza. El dios liberal que, ante la masacre consentida, les dicta "laissez faire, laissez passer".
Maldigo a los jueces, a los reyes y a los ministros de Israel desde Abraham hasta Netanyahu porque siguen derramando sangre en nombre de Yahveh, un dios de pastores neolíticos, una quimera arrogante y resentida que los ciega con el sello de pueblo elegido y no les deja aprender de sus diásporas y holocaustos.
Maldigo al dios que ordena a los iraníes construir arsenales nucleares y enterrar en vida a sus mujeres, encerradas en sarcófagos de tela negra. Maldigo al ídolo que empuja a los jeques de Arabia a cambiar a Alá, El que provee, por el becerro de oro de los israelitas. Maldigo al dictador sirio, Saladino de opereta que baña el escenario con sangre que no es de atrezzo; maldigo a los fanáticos que, de entre los noventa y nueve nombres de Alá, han despreciado los hermosos y empuñan los sanguinarios.
Maldigo al Vaticano, parque temático de la penúltima mentira, y a su primer ministro, que quiere enjugar con rezos la sangre derramada, mancha vergonzosa en el ajuar de diseño de la caridad cristiana.
Maldigo a Gallardón y a Fernández porque fantasean con atarnos corto mediante arcángeles de espadas flamígeras, desprovistos de compasión y henchidos de soberbia. Maldigo su hipocresía, inspirada en el dios de Constantino, el primero en entender que un solo dios, como el anillo de Tolkien, era mejor para gobernarlos a todos.
Maldigo a todas las teocracias del mundo, desde a Washington a Tel Aviv y Teherán, porque toman a los seres humanos por ovejas que necesitan ser pastoreadas desde la cuna hasta el sepulcro. El día que nuestras manos, destructoras y expoliadoras, se planten sobre el altar de tanto ídolo falso y los derriben por el suelo, podremos creer que, de verdad, el Hombre lo es por fin. Tal día dejaremos de ser niños que se asustan ante la oscuridad y que agostan su albedrío por culpa de seres que no existen: brujas, cocos y dioses.