Una gamberrada incívica no justifica cuestionarse a España como nación

Manuel Azaña.
Manuel Azaña.

Estos días leemos peregrinas compilaciones de la historia de España, de manera sesgadamente interesada, como si otras naciones no hubieran pasado procesos parecidos.

Una gamberrada incívica no justifica cuestionarse a España como nación

Estos días leemos peregrinas compilaciones de la historia de España, de manera sesgadamente interesada, como si otras naciones consolidadas de Europa no hubieran pasado procesos parecidos a lo largo de su devenir, incluida la pérdida de las colonias y pérdida de territorios.

Era de esperar que desde interesadas posiciones se aprovechara lo que no pasa de ser una gamberrada incívica (obviamente me refiero a la pitada con que fue recibida la Marcha Real en la pasada final de la Copa del Rey) para cuestionar a España como nación; una nación de la que Sandro Pertini, decía cuando se discutía nuestra entrada en la Unión Europea, que “somos uno de los grandes pueblos de la historia”. Pero en algunas cosas, los citados interesados tienen algo de razón.

Cuando le preguntaron al profesor Norberto Bobbio qué opinaba de la Constitución Española de 1978, dijo que era pasable, sin ser gran cosa; pero subrayó que no le gustaba aquello del “Estado de las Autonomías” y más adelante vaticinó lo que ocurriría con un –para él- grave error, la transferencia de la Educación a las regiones y nacionalidades, de suerte que se perdiera el sentido de Estado, en cuanto que todos los españolitos recibieran la misma educación básica en historia y geografía. Y vaticinó, refiriéndose a Cataluña, que por esa vía, en dos generaciones, los catalanes dejarían totalmente de sentirse españoles. Me temo que no harán falta dos.

En lo que tienen razón los talibanes provincianos es que es cierto que en el proceso de la llamada “Transición” nos colaron mucha mercancía averiada. Tuvieron la suficiente habilidad para cumplir el mandato del general Franco de que lo sucediera el por él designado sucesor a título de Rey y nos hurtaron a todos haber podido tomar democráticamente dos decisiones esenciales: la forma de la Jefatura del Estado y la configuración del Estado mismo, como tantos demandaban; es decir, República o Monarquía; Estado unitario o federal.

Y nos metieron miedo en tal forma y tomaron medidas jurídicas para evitar todo debate, como el Real Decreto que advertía que sería cuestionado todo escrito que cuestionara la monarquía, la unidad de España o el papel del Ejército como garante; yo diría más bien vigilante de todo el proceso. El propio Carrillo explicó que se aceptó la Monarquía y las autonomías, porque o se hacía un pacto con la Corona o ésta pactaría con el Ejército su propio futuro, Dios sabe cómo. Y ni hubo debate ni mucho menos el referéndum que el propio padre del Rey (con algunos titubeos) llegó a aceptar, como puede comprobarse en los libros de memorias y escritos de sus consejeros. Y ese asunto quedó sin resolver, como es evidente porque las nuevas generaciones lo demandan. Tenemos, pues, perspectiva para analizar los errores y la herencia envenenada que nos legó la tal, por algunos, alabada “Transición”.

Y para disimular dar respuesta y zanjar adecuadamente el problema catalán y el caso vasco, se decretó café para todos, con el resultado que hoy estalla ante nuestros ojos.  Pero tampoco había en el ambiente hombre de Estado como don Manuel Azaña que dijera –como dijo a los catalanes- “Ahí tenéis vuestro Estatuto, ahora gritad conmigo Viva España”. Es decir, alguien con autoridad suficiente para concluir “Hasta aquí llegamos” y poner fin por la vía de los hechos a la permanente e interminable demanda, que tan groseramente alimentó con sus ocurrencias el ex presidente Zapatero (“Manden lo que sea que en Madrid se aprobará”

Peregrinas compilaciones de la historia

Estos días leemos peregrinas compilaciones de la historia de España, de manera sesgadamente interesada, como si otras naciones consolidadas de Europa no hubieran pasado procesos parecidos a lo largo de su devenir, incluida la pérdida de las colonias, pérdida de territorios (Alemania perdió Silesia, Pomerania y Prusia Oriental el siglo pasado), pero no de su identidad. Y salvo el envidiable ejemplo de Francia, véase el caso de la formación de Italia o de la misma Alemania (país que por cierto, tras la II Guerra Mundial los propios norteamericanos considerado la posibilidad de volver a dividir en una serie de reinos y principados como fueran en el pasado).

Lo ocurrido en el Nou Camp es un acto incívico, una gamberrada que debe ser corregida, ¡cómo no! De entrada, todos los Estados modernos disponen de medidas de defensa del respeto con que deben ser tratados sus símbolos nacionales. Y en este caso, son varios los que deben responder. Y si el Estado no está suficientemente dotado de medidas para sancionar estos actos de gamberrismos, que se dote. El presidente de Francia Sarcozy advirtió en su momento que si “La Marsellesa” volvía a ser maltratada (lo fue en una final Francia-Argelia) haría suspender el partido.

Pero es evidente que las cauciones que repriman estos actos incívicos no van a resolver el fondo del problema. Silbar la Marcha Real, que de momento es nuestro Himno Nacional –a fe mía de republicano- puede convertirse en hábito o moda. La solución está en la escuela, esa escuela que se debe recuperar.

Por cierto, que cuando Don Manuel Azaña visitó Francia con otros ilustres republicanos, quedó encantado de que en las escuelas públicas de aquel país, el primer acto del día era izar la bandera tricolor y cantar “La Marsellesa”. “Cuando nosotros hagamos lo mismo –dijo- seremos una nación”.

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